Nota: Este cuento se escribió originalmente para la Antología Witch World, una antología propuesta por la escritora Lana Fry que pedía cuentos que retratasen las distintas tradiciones de brujería a lo largo y ancho del mundo. Finalmente, la antología se suspendió antes de fallarse los ganadores. Podría haberlo guardado para otra antología, pero quería publicarlo cuanto antes, así que os lo ofrezco en el blog. Hice en su día una versión en audio, pero mi mala pronunciación de la r arruina el resultado.
Yo soy la Baba Yaga que perturba tus sueños infantiles. Encontrarás mi cabaña en el claro del bosque, una noche de luna llena, pero yo no estaré en ella. Estaré surcando los cielos dentro de un gran mortero, remando con el majo para impulsarme. Mientras tú te preguntas si entrar o no entrar a la humilde cabaña en busca de refugio —a lo lejos, los aullidos terroríficos; a tu alrededor, los crujidos de las ramas que parecen tratar de agarrarte; bajo tus pies, el croar del sapo y el silbido de la serpiente—, yo estoy buscando tiernos niñitos perdidos. Niños que me digan: «bábushka, díganos cómo llegar a nuestra aldea».
Abrirás la puerta. Un escalofrío recorrerá tu espalda cuando el cálido ambiente haga volver a correr por tus venas la sangre que se ha enfriado en tus mejillas coloradas. Te quitarás las botas embarradas, o las madreñas, y correrás hacia el hogar donde bulle la marmita.
Sentado ante el fuego, te sentirás como Vania o como el pequeño Sacha, a la par reconfortado por el aroma del guiso que se cuece lentamente —ese aroma a mejorana, a malagueta, a eneldo— y alarmado por el extraño olor a tocino rancio. Te acercarás a la olla; contemplarás extasiado las vetas blancas de la crema flotando sobre las verduras y no podrás evitar la tentación de probar un poquito de sopa con el cazo. Qué calentito está el borsch cuando uno llega del frío de la noche invernal.
Se acercará hacia ti el gato con esa mirada suplicante que el muy taimado pone para atraer la compasión de los niños. Buscarás entonces un cuenco y le pondrás una ración mayor —incluso— que la que te atreviste a servirte a ti mismo. El minino te lo agradecerá con un ronroneo, y poco a poco, acurrucado en torno a él, te quedarás dormido.
Para entonces, yo estaré pensando en volver a casa, pero será muy larga la distancia y mi brazo estará cansado de tanto empujar el majo. Tanto tardaré, que el gato, olvidando a quién debe lealtad, te avisará para que escapes. Saldrás por la puerta pensando en desandar tu camino, pero no encontrarás huella alguna: mientras dormías, la casa habrá despertado y, echando a andar sobre sus enormes patas de gallina, habrá buscado el mejor lugar donde confundirte.
Aunque olvidó avisarte de tal circunstancia, mi familiar te habrá dado unas semillas y unas fórmulas, pensando que con ello lograrás despistarme.
Cuando llegue a mi humilde cabaña observaré con avaricia que falta un cacito de sopa. Veré también que está sucio el cuenco donde desayuna el gato. Y sentiré, sobre el olor del eneldo, de la malagueta y la mejorana, el acre pero dulzón olor de la tierna carne de niño. Justo el ingrediente necesario para añadir proteínas y sabor al guiso. Interrogaré al gato; amenazaré con echarlo a la sopa; suplicaré, rogaré, maldeciré y, finalmente, rendida, recordaré que mi casa es mucho más leal que cualquier animal de cuatro patas. Será cosa, pues, de pedirle que me indique el camino. Así sabré hacia dónde debo ir.
Volveré a meterme en el mortero volador; obligaré al gato a ayudarme a remar entre la pálida luna y las oscuras nubes; daré un grito de alegría cuando te vea allá abajo, corriendo por los tortuosos senderos hacia lo más profundo del bosque.
Mi grito golpeará tu cuerpo como el martillo golpea el yunque, como la fusta golpea al potro. Se aflojarán se aflojarán; sentirás que tus dientes repiquetean como castañuelas. Sin embargo, conseguirás sacar fuerzas para arrojar tras tu hombro una semilla de piedra.
De la dura semilla brotará un alto monte que tendré que majar en mi mortero; con ello, perderé toda la noche, y tendré que silbar para que venga mi casa a recogerme antes del amanecer.
Al día siguiente tú también estarás cansado, pero hallarás la manera de llegar al río, robar una barcaza y dejarte llevar a la deriva mientras el sol lucha por despertarte de la siesta. Desembarcarás ante un palacio. Una zarevna de rostro ovalado y rubios bucles vivirá en él, custodiada por una corte de comadres y dueñas ante las cuáles el adusto emperador de mirada ceñuda te parecerá el más simpático de los vejetes. Preguntarás a los aldeanos. Dirán que la princesita lleva años presa de una profunda tristeza, y que los cuatro heraldos del zar, enviados a las cuatro esquinas del mundo, han ofrecido su mano a quien la haga reír.
El gran duque Carol, de Polonia, le habrá traído un dragón amaestrado encontrado en los montes Tatra. Alexis, hijo del zar de Ucrania, tendrá para ella un oso danzarín que baila al ritmo de las canciones cosacas. El hijo del rey de Armenia habrá ofrecido un laúd que toca solo, fabricado con la madera del arca de Noé, embarrancada desde el fin del diluvio en la alta cumbre del Ararat. Un siberiano de piel amarillenta, que se dice descendiente de Kublai Kan, portará en su hatillo una cajita de jade con una danzarina minúscula que baila al son del trinar del pequeño ruiseñor posado en su dedo índice. La robó —dice— en la lejana Samarcanda. Pero ninguna de estas maravillas hará feliz a la princesa, que sin duda es una de esas zarevnas caprichosas y malcriadas que pueblan los cuentos de hadas.
Tú serás demasiado inocente como para pensar tal cosa, y mirando a la niña de rostro ovalado que pasa las tardes oteando por la ventana para tratar de alcanzar con su vista y sus suspiros a algún caballero andante, te darás cuenta de que está muy delgada y de que también lo están las dueñas malencaradas que la guardan y el padre de ceño adusto y los famélicos siervos y los terratenientes cuyas fincas cultivan. Por eso lanzarás sobre tu hombro la segunda semilla, una semilla dorada de maíz, de la que brotarán enormes extensiones de maíz y de mijo y de sorgo y de centeno y de cebada y escanda e incluso de trigo candeal que brotarán en unas horas como en el milagro del villancico.
La zarevna, que no es una niña caprichosa y malcriada ni suspiraba de amores y melancolía, sino que simplemente languidecía de hambre y de vergüenza de confesar que hasta la despensa real estaba vacía, comenzará a reír y a aplaudir y el viejo zar y las comadres no tendrán más remedio que preguntar quién ha sembrado los campos, para que la zarevna contraiga matrimonio, cumpliendo la promesa que proclamaron los cuatro heraldos.
Un kulak de sonrosadas mejillas y un duque vestido de seda se disputarán tal honor contigo; pero tú dirás:
—Como prueba de que yo planté los campos, os traeré el gran majo de hierro de Baba-Yaga.
El anciano zar estallará en carcajadas; el kulak será presa de un ataque de tos; el duque sonreirá, malicioso. Solo la pequeña zarevna de rostro ovalado te mirará con ojos tiernos bajo sus bucles rizados, preguntándose cómo es posible que tan joven muchacho desee la muerte.
Tú, en cambio, a esas alturas ya habrás calculado que solo es cuestión de tiempo que acabe de majar la montaña en mi mortero, y que cuando lo haga saldré de nuevo en tu busca, así que conseguir arrebatarme la mano del almirez no es solo prueba de tu valor, sino requisito indispensable para tu supervivencia.
Mientras tanto, el kulak habrá salido a pedir a su herrero que le forje un gran majo de hierro, largo como la pierna de una bailarina, pero fuerte como la pezuña de un buey. Y el duque habrá ido a Moscú a comprar un majo tallado en una piedra que cayó de las estrellas, duro como la cabeza de un campesino y extenso como la estepa rusa. Tú esperarás, cortejando a la princesa, paseando con una espiga en la boca y tus ojos en los de ella, hasta ablandar poco a poco los corazones de las duras guardianas y el adusto padre.
En esto, llegará el kulak con una gran cachiporra llena de óxido y dirá que es el majo de Baba Yaga. Pero tú, aunque nunca me has visto volar sabes, como todo el mundo, que Baba Yaga vuela montada en su mortero, agitando el majo. Por tanto, pedirás al rey que coloque al kulak en un gran mortero de moler trigo, en lo alto de las almenas, y que lo empuje al vacío, de forma que se compruebe si el kulak puede volar agitando el mazo. Y cuando el zar vea con sus ojos —con toda alegría, hay que decirlo: en toda la historia de los zares, ningún zar gustó de casar a su hija con un terrateniente sin títulos— que el mortero se estrella contra el suelo —no sin antes aplastar a su ocupante—, admitirá que sin duda el kulak era un pillo y un impostor, y lo tenía merecido.
Pero dos días después llegará a palacio el duque con su gran maza tallada en una sola pieza de aerolito. Y, aunque casi toda la corte estará de acuerdo en que un artefacto tan prodigioso no puede haber salido sino de la casa de patas de gallina que hay en el centro del bosque, tú sembrarás la duda sobre si es o no es una mano de mortero, dado que no se ven restos de harina pegados en su parte más gruesa. Será fácil resolver la cuestión: aunque el único almirez de palacio se rompió en no sé qué locura protagonizada por un kulak, si la gruesa vara metálica pudiera impulsar un mortero por los aires, con más facilidad impulsaría una barca por el ancho Moscova. El duque embarcará confiado —habrá elegido un tramo con bancos de arena— pero, aun así, el zar contemplará con resignación —qué mejor para una zarina que emparentar con un título, y si zares, kanes, reyes y grandes duques no han podido enamorarla, es deseable que por lo menos sea un pequeño duque quien se lleve su mano— cómo las aguas se tragan barca y ocupante.
Al día siguiente, el zar dará un ultimátum al candidato restante, al que habrá visto muy risueño estos días, como si fuera a salir corriendo, el calzón bajado y la princesa burlada, jactándose de su victoria.
—Pequeño niño de padres desconocidos: tus rivales nos han abandonado en tristes circunstancias, pero aún queda por probar que puedas traer el majo de Baba-Yaga. Dos días más te doy para traerlo. Al tercero, te echaré como alimento al foso del oso danzarín (el dragón murió de saudade añorando su lejana patria polaca).
A esto replicarás que no necesitas ir a buscar el majo, pues esta noche tu bábushka lo traerá. Y efectivamente, esa noche se escucharán truenos en lo alto del cielo, que adquirirá una consistencia espesa y oscura, como si una anciana desdentada estuviese machacando guisantes para hacer puré, sin haberlos cocido primero. Tú habrás salido del palacio —no deseas atraer atención sobre la zarevna— y estarás tumbado en el campo, mascando una espiga, disfrutando de una agradable noche de verano —pues habrán pasado meses desde que comencé a demoler la montaña—, impertérrito bajo los cumulonimbos y los truenos.
¡Ay, con qué gusto miraré tu carne tierna! ¡Ay, cómo disfrutaré al saber que voy a matarte antes de que goces de tu primer amor! ¡Ay, qué sabor dulce tendrá tu corazón, y cómo se teñirá de rojo mi borsch de remolacha al son de sus latidos!
Taimado, el gato se escurrirá de entre mis piernas, escapará del mortero volador y se internará en los campos de cereales. No es de reprochar: para entonces, llevará meses alimentándose de pura harina de roca montañesa y sin duda preferirá probar suerte en las bodegas del zar, quien dicen que alimenta a su oso bailarín con los pilluelos rollizos que le guiñan el ojo a la zarevna.
Es el gato quien te recordará finalmente que estoy al caer, y de hecho aterrizaré ante ti —en una nube de humo y puré de guisantes— instantes después de que te dé su último consejo.
—Bábushka —susurrarás con cara de susto—, ¿me cocinará con mejorana y ajo, o con eneldo y cebolleta?
—Con pepinillos y zanahoria encurtida —responderé, consultando mi viejo libro de cocina—, chucrut, patatas y salsa holandesa, en una ensaladilla manjar de zares.
Pero mientras me pongo las lentes y abro el grueso recetario y busco en el índice las mejores recetas ligeras para el verano, aprovecharás para lanzar sobre tu hombro izquierdo la última semilla, que hará crecer lianas y enredaderas, zarzas y lúpulo, parras y hiedra y toda suerte de plantas trepadoras que atraparán a esta pobre vieja mientras los soldados del zar salen de sus escondites y acuden, valientes y aguerridos, a descargar su furia a bayonetazos.
Tú, mientras tanto, habrás cogido subrepticiamente el majo; con gran pompa lo presentarás al sorprendido rey y le dirás que, para no ser menos que tus oponentes, también tú te aprestarás a probarlo. Arrastrarás ante el trono mi mortero (el único, ya, que queda en el reino). Tomarás prestado un momento el majo que acababas de ofrecer al monarca. En ese momento darás un silbido, señal para que la tímida zarevna salte al mortero, y tú tras ella, de modo que tu (de facto) suegro compruebe con sus propios y atónitos ojos cómo es verdad que el mortero de Baba-Yaga vuela si se toma uno la molestia de impulsarlo con el majo adecuado.
Celoso de su honor —más que del de su desvergonzada hija— el anciano autócrata enviará tras tu rastro un batallón de cosacos a caballo, un ejército de siervos reclutados a la fuerza, una legión de comadres ansiosas por cuchichear, bisbisear y murmurar al oído.
¡Ay! ¿Qué será de ti? ¿Cómo escaparás a la justa ira del enfurecido soberano? Mal cariz va tomando este cuento; pero he aquí que, lamiendo unos restos de guisante que restaban adheridos al fondo, el gato quedó de inesperado pasajero en el mortero y aun te habrá de dar otras tres semillas, a condición —claro está— de vivir en tu casa el resto de su vida a mesa y mantel, disfrutando —por lo menos— de tres comidas diarias.
Así que —amante de la simetría, como todo aficionado a los cuentos tradicionales— permitirás que sea la zarevna quien arroje tras su hombro las tres semillas que te entregó el minino.
Surgirá de la primera un verde prado donde el trébol y la alfalfa crecen hasta la altura de un hombre; tanto, que los jinetes cosacos demorarán un mes entero dejando pastar sus caballerías —poco a poco, pues es sabido que los caballos nunca están ahítos y podrían morir de indigestión si no se reprime su insaciable apetito—, hasta que la hierba esté segada, el campo libre y la senda expedita.
De la segunda saldrá un enorme campo de escanda, que crece tan alta que no candeal, sino maíz parece. Los siervos, recordando su previa condición de campesinos, demorarán un mes segando el trigo, trillando, aventando la paja, atando el heno y, sobre todo, moliendo el grano, haciendo pan y comiéndoselo —poco a poco, pues es sabido que los siervos nunca están ahítos y podrían morir de indigestión si no se reprime su insaciable apetito—, hasta que la escanda esté cosechada, molida, amasada, cocida y comida, el heno segado, apilado, seco y devorado por los caballos de los cosacos, el campo libre y la senda expedita.
De la tercera semilla saldrá un jardín romántico con sus parterres, su ría con puentecillos semicirculares, su gruta de rocalla y sus altos setos de aligustres. Las comadres, recordando su condición, se adentrarán entre los macizos de flores y cuchichearán, bisbisearán y murmurarán en los oídos de siervos y cosacos, y en cuchicheos y amores trazarán tal laberinto que nunca será el jardín podado ni el campo libre ni mucho menos la senda expedita, salvo para la lúbrica pasión de unas y otros.
Y, en fin, cuando —generaciones después— hijos mezclados de dueñas de alta alcurnia, campesinos, comadres y cosacos recuerden la obligación que sus antepasados contrajeron —perseguir a un sinvergüenza que le había levantado su hija al calzonazos del zar, usando un medio de transporte que parece sacado de los cuentos de Afanasiev—, pensarán sin duda que a esas alturas la zarevna y el pillo estarán ya muy lejos, y puede que incluso les haya dado por tener hijos; es más: pudiera ser acaso que ya tengan nietos.
Y es cierto que la zarevna y tú habréis llegado entonces a ese lugar de finales felices donde las perdices son tan abundantes que hay que escabecharlas para que no se estropeen y den olor de mesón manchego a la casa; allí, ofreceréis un plato de leche al gato —que morirá intoxicado, pues, como todos los gatos, es intolerante a la lactosa— y os dispondréis a disfrutar de la vida, no sin antes pasar por el aro que se inserta en el dedo anular, pues la zarevna es muy tradicional —y aun diría más: un poco estrecha— y se resiste a compartir el lecho conyugal sin la bendición previa del primer pope que pase por allí.
Será durante la ceremonia nupcial cuando, de repente, te darás cuenta de que yo que te cuento la historia soy la Baba Yaga que perturba tus sueños infantiles, y que no puedo contar la historia si estoy muerta. Y por eso te despertarás aterrorizado en medio de la noche y buscarás a tu lado a la zarevna de bucles rubios y rostro ovalado y, comprendiendo la razón de su ausencia, te dirás que todo fue producto de tu imaginación, de los blinis de arenque y del último de los cincuenta chupitos de vodka que trajinaste anoche, Y puede que algo haya de cierto en ello.