domingo, 29 de marzo de 2020

AR Medina: Manchas Dificiles

Foto de la portada de 'Manchas Difíciles', novela corta de A.R. Medina
MEDINA, A.R.: Manchas difíciles. Barcelona, Grupo Amanecer, 2020. 160 págs., 13cm
Precio:
8 euros
ISBN:
978-84-121618-0-9
Descriptores:
Novela Negra - Fantasmas - Asesinos - Humor.

El hotel-balneario Ambathador no tiene buena reputación. Quizá se deba a ese extraño suceso que hace cincuenta años segó las vidas de varios huéspedes. O a los rumores sobre fantasmas en el ala abandonada. Pero Sam Downer cree que hay algo más. Al fin y al cabo, todas las personas que han desparecido en Bath en los últimos años habían llamado a alguien alojado en el hotel. ¿Será Alfred, ese conserje de cara seria e imponente presencia? ¿Será el botones, que parece haber hecho la mili en 1914? ¿Esa anciana espiritista que todos los jueves organiza una sesión en su cuarto? ¿O quizá ese representante de productos de limpieza que carga siempre con un arcón de ominoso peso?

Manchas Difíciles es una novela corta de A.R. Medina que oscila entre el género negro y el humor. Está escrita de manera muy ágil y su brevedad hace que se lea muy rápido. Si no estuviéramos confinados, diría que es la novela ideal para leer en el metro, o para meter en la mochila para ese rato del picnic en que no sabes ya qué hacer.

Sus personajes son encantadores. Tanto la niña fantasma, con sus caprichos y sus ocurrencias, como el viejo Alfred, el maniático de Norman Twill o incluso el periodista fisgón logran que el lector empatice con ellos, porque, a pesar de la brevedad de la obra, el autor se ha preocupado de dar a todos un fondo que explique sus actos.

Se mezclan varias técnicas narrativas. El diálogo fragmentario en que nos falta uno de los interlocutores, la carta, la crónica periodística... de forma que se crea todo un mundo alrededor de la trama. La cual, por otra parte, tiene un giro final que el lector no esperaba. Y es que uno no puede confiar en los fantasmas.

Poco más puedo contar sin destripar esta obra tan breve. Aprovechen que estos días el bundle digital de Grupo Amanecer les permite descargarse un porrón de obras de esta editorial a un precio irrisorio.

domingo, 22 de marzo de 2020

Agua para lavarse (día del agua)

(Esta entrada se publicará también en mi blog de profesor)

Hace cinco días, recibí en mi correo electrónico un mensaje. Se trataba de un recordatorio que yo mismo había programado meses atrás al encontrar entre las fotos de mi móvil un recorte de periódico (no lo puedo reproducir aquí por aquello de los derechos de autor, pero os enlazaré la noticia).

El recorte de periódico era una crónica publicada en El País el 12 de febrero de 2018: "Ciudad de El Cabo se prepara para sobrevivir sin agua". Podéis leer el artículo original en ebiblio (Elegid El País, id a números anteriores y seleccionad el 12 de febrero de 2018, pero es más fácil encontrar la versión web, resumida, en este enlace:

https://elpais.com/elpais/2018/02/09/planeta_futuro/1518177674_391436.html

¿Cómo viviríais sin agua? Seguro que muchos habéis experimentado la situación en verano, en pueblos pequeñitos. Pero ¿qué haríais en una gran ciudad donde solo hay 25 litros por persona y día? Es cierto que vale con beber 2 litros de agua al día, pero ¿y para lavarse? ¿Y para lavar la ropa? ¿Y para cocinar?

No sé vosotros, pero yo puse la semana pasada más lavadoras que en toda mi vida, para desinfectar y retirar de en medio todos los textiles donde se pudiera albergar el virus. Por la misma razón, aumenté la frecuencia con que friego el suelo (el parquet sufrirá un poco). Además, me he seguido duchando escrupulosamente cada mañana (nada de quedarme en casa en pijama) y me he lavado las manos... No sé, ¿20 veces al día?

Pensad ahora en un habitante de esa mitad seca del planeta. Un saharahui, uno de esos campesinos bolivianos que se quejan de que los grandes terratenientes (que, por otra parte, son quienes nos dan de comer a los europeos) se quedan con toda el agua de sus arroyos.

O pensad en nosotros mismos, que realmente, después de otro invierno de nieves a destiempo y tormentas bruscas que no permiten que la tierra absorba la humedad, tampoco podemos estar muy seguros de que el agua alcance hasta el final de la epidemia... (porque no quiero ser agorero, pero la gripe del 18 duró dos años).

Seguid lavándoos frecuentemente, pero por favor, cerrad el grifo mientras duran esos 40 segundos de frotado de manos que recomiendan los expertos. Hay que dejar agua para todos.

Y ahora os dejo, que me voy a dar una ducha. Pero será, como decía Tom Clancy en La caza del Octubre Rojo, "una ducha de submarino".

viernes, 6 de marzo de 2020

52 retos de escritura: 10. Disfraz

Este relato corresponde a la propuesta «52 retos de escritura para 2020» del blog de Literup.com. Concretamente, este relato desarrolla la propuesta «10.Esta semana los disfraces son los protagonistas. Tus personajes deben ir disfrazados durante todo el relato». Esto me hace pensar que no voy una semana retrasado en el reto, como pensaba (empecé pasado el 6 de enero), sino con dos semanas de retraso, puesto que mis vacaciones por fin de semana siguiente al carnaval fueron hace 7 días.

Voy vestido de señor de los años 10 o 20. No lo tengo muy claro, y tampoco quienes me acompañan, Julia, Isabel, Tomás, Arturo, Cristina, Manuel —echamos en falta a Ireneo Santos, que tuvo que quedarse en Madrid corrigiendo unos exámenes— que han sido quienes por votación escogieron la temática del disfraz. La idea era imitar la época reflejada en la película Titanic, pero dado que vamos a cenar en la Casa Grande, hubiera sido más adecuado inspirarse en Lovecraft. Porque en esta casa elegante donde el tiempo se detuvo hace cien años (la propiedad, tan repartida, ha impedido iniciar reforma alguna) se sienten presencias oscuras que no se resignan a permanecer en el pasado.

Juan y María, los anfitriones, ha caldeado el oscuro salón sobre cuyo empapelado escarlata se dibujan vagos motivos florales. Un quinqué colgante, adaptado a la luz eléctrica en los tiempos de Maricastaña —el cable aislado con gutapercha da testimonio de ello— arroja una débil claridad amarilla sobre los oscuros muebles de recia caoba, cuidadosamente desempolvados. Sobre ellos resplandecen las bandejas de plata con servicio de té en porcelana china. Tomamos una copa de cava en el salón mientras comentamos lo bien que se conserva la propiedad y lo distinta que es esta estancia casi acogedora de la imagen que los cuentos de Juan crearon en nuestra cabeza. Este, sin perder la sonrisa, nos invita a pasar al comedor.

Se trata de una estancia alargada cuya decoración no es muy diferente de la que reinaba en la estancia anterior, pero iluminada exclusivamente con velas, para aumentar la sensación de viaje en el tiempo. Sobre la larga mesa ya está dispuesto el servicio en porcelana con copas de cristal de roca.

Hace años que no comía con servicio de plata. Quizá desde que murió mi abuela, en cuya casa solo el servicio y los niños chicos usaban inoxidable. También me traen recuerdos de ella la sopera de porcelana (en casa de mis padres son mero adorno en la vitrina; en otras hace tiempo que las tiraron) y las salseras que rodean la fuente de rosbif. Nos colocamos en los lugares designados y, una vez sentado y con una enorme servilleta de hilo en el gaznate, me aseguro de que el bigote postizo esté bien pegado. Nada me desagradaría más que verlo nadando en la sopa.

A mitad de la cena, comienzo a sentir frío. No debo de ser el único, pues María se levanta y mira si se ha apagado la estufa —única concesión a los tiempos modernos—. Sin embargo, está encendida.

—Se habrá abierto alguna ventana por arriba— dice María.

Efectivamente, al cabo de unos pocos minutos comenzamos a oír golpes y suponemos que el viento habrá atravesado alguna ventana mal cerrada. Acabamos la sopa, que he tratado de saborear lentamente para estar a tono con la época —a pesar de lo cual he acabado antes que nadie— y acometemos el rosbif. La mano de Juan tiembla al acercar la salsera. ¿Solo me estoy fijando yo?

Terminamos el rosbif. Abrimos otra botella de cava para brindar por el cumpleaños de Juan. Pero entonces los golpes de arriba se hacen más insistentes, y finalmente suena un gran golpe seguido de un estrépito de vajilla rota. Subimos todos para echar una mano a los anfitriones.

El pasillo es oscuro y gélido. Noto cómo se eriza el vello en mis brazos. Un sudor frío gotea por mi espalda. Juan, al final de las escaleras, gira la llave de la luz, gesto al que responde una vieja bombilla que parpadea entre sonidos crepitantes.

Entonces, desde lo alto de la escalera, Juan da un grito de horror y sale corriendo hacia un lateral. Dudamos un momento. ¿Huir cobardemente? ¿Socorrer al amigo? Subimos, jadeantes, y al llegar arriba un fogonazo ciega nuestros ojos.

Con los ojos cerrados salto hacia delante, agarro entre mis brazos algo que parece un cuello. Hago fuerza hasta sentir debilitarse la respiración de esa garganta entre mis manos y solo dejo de apretar cuando oigo la voz del anftrión diciéndome que pare. Entonces abro los ojos y veo la faz de Ireneo Santos, casi inerte, que se conchabó con Juan para gastarnos esta broma pesada.

martes, 3 de marzo de 2020

Cuento del martes: El carroñero

Tenía un cuento enlatado para hoy, pero creo que voy a seguir mi serie del Coronavirus, a raíz de las alarmantes noticias sobre desabastecimiento y rapiña en hospitales.

En la puerta hay un cartel que dice "Área restringida", y un símbolo con tres círculos formando una estrella negra sobre fondo amarillo. Alguien no quiere que entre ahí. Y por algo será. Así que me acerco disimuladamente a la puerta y, aprovechando que los médicos y las enfermeras están ocupados atendiendo a una camilla que acaba de llegar en el ascensor, abro la doble hoja y me cuelo dentro. En los pasillos no se ve nadie. Tras las puertas se ven camas. En ellas, gente con máscaras de tela o con respiradores. Hay una puerta sin ventanillo. Dice "Personal". Me meto dentro. Hay un buen montón de mascarillas. Cojo un puñado y las meto a mi bolsillo. Después, vuelvo al pasillo. Espero tras la puerta de doble hoja. Salgo cuando veo el campo libre. Ha sido fácil. Con tanto caos en el hospital, nadie me ve salir con un bulto bajo el abrigo.

Al llegar a casa, le doy a mi familia unas cuantas máscaras. El resto, las voy vendiendo entre mis conocidos. La primera será para Paco. Le hago precio. Un eurillo. Dos para el resto de amigos. Pero a los vecinos del bloque se las vendo a tres. Es un buen negocio. Creo que volveré otro día para conseguir más. Paco me quiere sonsacar, pero no voy a decirle en qué planta del hospital las he conseguido.

Dos viajes después, pienso que debería haber vendido más caras las mascarillas, pues no he hecho demasiado dinero antes de que vuelvan a las farmacias. Solo unos trescientos o cuatrocientos eurillos. Qué rabia. Si las hubiera vendido por más, me habría hecho rico. Pero lo importante es que mi familia está a salvo. Ese virus mortal ya está controlado.

Mi mujer me llama. La niña no para de toser. Hoy se quedará ella cuidándola, pero mañana me toca a mí. Qué rabia. Por un simple constipado. Ya podía la niña ir al colegio. Si me pasa a mí, desde luego, voy a la fábrica sin protestar. Pues no he ido yo días con fiebre...

Mi mujer está preocupada. Hay sangre en el pañuelo de la niña. Además, parece que una de las vecinas también está enferma. La han llevado al hospital y todo. El jueves libro, y me tocará llevar a la niña al médico.

Al entrar al centro de salud, pregunto si podría ser el coronavirus. ¿Qué le pasa?, se interesan en recepción. La niña tose mucho. Tose sange.

La enfermera de recepción me mira, compasiva. «Voy llamando al hospital. No es el nuevo virus, sino una vieja bacteria...»

domingo, 1 de marzo de 2020

52 retos de escritura: 9. La casa de mi infancia.

Este relato corresponde a la propuesta «52 retos de escritura para 2020» del blog de Literup.com. Concretamente, este relato desarrolla la propuesta «9.Escribe un relato que ocurra en la casa de tu infancia». El reto es difícil, pues no sé con qué casa de la infancia quedarme. Cuando tenía unos seis años, la casa que yo añoraba era la casa de Madrid, donde había quedado el mecano, ese mecano que le robaron a mi padre en el tren, junto con las maletas, cuando lo traía para acallar nuestras quejas. Pero cuando volví a Madrid, la casa que añoré fue la de Logroño, con su extraña distribución debida a que el piso había sido oficina y en principio lo iba a volver a ser cuando nos marcháramos (aunque, finalmente, se derribó), con su cuarto oscuro, con su tele entre el salón y el despacho, con su "patio" cubierto con un tejado de uralita, a seis metros sobre nuestras cabezas, y una puerta allá en lo alto a la que ninguna escalera de la casa permite subir.

Es el año ochenta y uno. Lo sé porque después nos contó mi madre que todo había sucedido cuando lo del golpe. Mi tía fue a operarse a Madrid y mis padres fueron para alojar a la familia en su casa de allá, que en realidad no era suya, sino de mi abuela, pero ellos tenían las llaves. Así que nos dejaron en el piso con la niñera. Nos gustaba aquella niñera, que luego, cuando fuimos mayores, siguió teniendo relación con la familia. Pero he de reconocer que le hacíamos grandes trastadas. Saqueábamos su baño, cogíamos el pintalabios y pintábamos el espejo, jugábamos con el rizador de pestañas... No me extraña que luego, cuando tuvo hijos propios, los tratase con severidad, para evitar que salieran tan malcriados como nosotros.

Aquel fin de semana que no estaban mis padres nos levantamos antes que la niñera y, sigilosamente, nos dirigimos al comedor. Allí, empotrada entre los anaqueles de una gran estantería de despacho, había una enorme caja fuerte. Era del piso y nos habían dicho mil veces que no la tocáramos, no fuéramos a estropear la combinación. Pero ya se sabe: para un niño no hay como prohibirle las cosas para que se le acreciente el ansia por traspasar los límites de la autoridad.

Habíamos leído hacía poco, en un Don Miki o un Copito, una historia en que el protagonista abría la caja fuerte con cinco a la derecha tres a la izquierda y cuatro a la derecha. Nuestra caja fuerte tenía —aún lo recuerdo— letras en vez de números, pero eso no nos iba a echar atrás. Mi hermano daba instrucciones y yo manipulaba la caja:

—Está en la A. Cinco a la derecha... La derecha es la mano donde no llevo reloj. Be, Ce, De, E... Efe. Ahora, tres a la izquierda. E, De... Ce. Y ahora, cuatro a la derecha. De, E, Efe, Ge. ¿Se abre?

—No se abre. ¿Hará falta meter la llave?

—Vamos a probar. Gordo, tú sabes dónde está la llave.

Me subí a una silla para abrir una puerta en la parte de arriba, de donde saqué un jarroncito. Lo volqué. Apareció una llave con doble pala, algo que en aquellos tiempos no era demasiado habitual. No la había probado nunca, pero la única cerradura con esa forma era la de la caja fuerte.

—Toma. Gírala, con fuerza. ¿Abre?

—La llave gira, pero... Quizá tengo que girar también la palanca

Ni hermano giró con fuerza la palanca, tiró y la puerta se abrió finalmente

—Menos mal. Temí que no recordásemos cuál era la derecha y cuál la izquierda.

La caja parecía vacía, pero había un cajoncito que se podía sacar. Dentro del cajoncito encontramos una pequeña cámara de fotos.

—¿Y esto?

—Una cámara miniatura. Como las que tiene papá.

—Ya, pero... ¿Por qué está dentro de la caja?

—Quizá es de un espía. Como en los cómics.

—¿Tú crees? ¿Tendrá película?

—Espera. No la abras. Si lo haces, se estropea la película.

—Entonces, ¿cómo vamos a ver la foto?

—Creo que no se puede.

—Vaya.

Con los años supe que aquel piso que habían alquilado temporalmente a mi familia había sido una instalación de la policía franquista. Quién sabe lo que hubiera encontrado de haber revelado las fotos. Mis padres nunca supieron que habíamos abierto esa caja, y tampoco debió darse cuenta el cajero, pues fuimos hábiles y dejamos la combinación en su estado inicial y la llave en su sitio. Pero la niñera algo debió de sospechar, porque se levantó y anduvo por la casa un rato, buscando los efectos de nuestras trastadas nocturnas, antes de levantarnos.