Primero abandoné el blog para leer tonterías en facebook. Luego, para escribir microcuentos en twitter. Pero, aunque los microcuentos de twitter son una buena forma de practicar la escritura mínima, al final uno olvida cómo se escribe la ficción un poco más larga, de tres o cuatro líneas. Os acompaño el micro que preparé para el certamen de cuentos "Cuarto y mitad" de las bibliotecas de Madrid.
Quedé con ella en el mercado. Aprovecharía para comprar los ingredientes de unas berenjenas gratinadas cuya receta había leído en Vázquez Montalbán. No contaba con que encontraría puestos de sushi y algas, de cupcakes y cervezas artesanas, de tapas y burritos, pero ninguna pescadería donde comprar las quisquillas que la receta exigía. Buscando el puesto del pescado se me hicieron las doce y salí corriendo hacia la cafetería del mercado. “Nada más subir las escaleras”, me había dicho. Allí estaba, tomándose un expreso en claro desafío a los carteles que ofrecían batidos y smoothies. Musité una excusa y me acomodé junto a ella en la barra.
—No conocía este lugar —le dije—. ¿Viene mucho por aquí?
—De vez en cuando. ¿Ha conseguido las fotos?
Le pasé un sobre de papel Manila. Sacó de dentro unas instantáneas y las fue pasando sin que su mirada lánguida se detuviera demasiado tiempo en ninguna.
—Son buenas, pero esperaba encontrar algo más comprometedor. De todos modos, se las pasaré a mi abogado. Sabrá aprovecharlas.
—En cuanto a la minuta…
—Descuide. Extenderé un cheque. De la cuenta conjunta. Todavía estamos en gananciales.
—¿No sospechará?
—Prefiero que sospeche.
—Muchas gracias. ¿Sería mucho atrevimiento invitarla a cenar, ahora que su divorcio está más cercano?
Me miró de arriba abajo, como evaluando un cuerpo que nunca hubiera considerado digno de su interés. Torció el gesto por un momento, pero luego se iluminaron sus ojos y esbozó una sonrisa burlona:
—¿Por qué no?
Había sido una suerte no encontrar quisquillas. Una mujer como ella preferiría un solomillo al Oporto. O un chuletón tostado por fuera y crudo por dentro. Pasé por la carnicería y después paseé —el paquete sangrante en un brazo, ella en el otro— hasta el loft que me servía de oficina y vivienda. Jugueteó con la ensalada de rúcula y pasas; cambió su gesto cuando llegó a la mesa el solomillo. Aplicándose en el manejo del cuchillo, cortaba pedacitos que hacía desaparecer entre sus caninos, masticándolos después lentamente en un éxtasis de glotonería. Usó de la misma mezcla de minuciosidad y gula cuando me devoró sobre la mesa de la cocina. Se vistió y dijo que salía a fumar un cigarrillo. No había razones para que nos volviéramos a ver. Fregué los cacharros; recogí los restos que nuestra precipitación había estrellado contra el suelo; limpié la cocina y me dispuse a echar una cabezada en el sillón del despacho. Fue entonces cuando sonó el teléfono.
—Ha bordado el papel. Las fotos son estupendas. El abogado se ha entusiasmado cuando ha visto esa en que están los dos en la cocina.
—¿Y qué hay del cheque?
—Se lo envío por mensajero. Por cierto: no cobre el de mi mujer. Podrían acusarle de comportamiento antiético.
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