miércoles, 25 de diciembre de 2019

El cuento del miércoles: La bella durmiente tiene sueños lúcidos

Philip K. Dick lo describió hace tiempo. También Amenábar, aunque no polemizaré sobre si fue poligénesis o plagio, influencia o despiste. Yo, con talento menor pero no necesariamente inferior vanidad, podría igualmente comentar los síntomas. Solíamos ser dos, uno y una, eso creo. Dos suena más coherente, y es un número sencillo. “Diecisiete” es grande; “uno” parece pequeño. Pero cada vez que nos cuento parece que faltan dedos. El caso es que ella tenía nombre, y una melena negra, y dos ojos marrones en el rostro. Pero vista de lejos, yaciendo junto a mi serenamente, se diría que es otra, anónima y sin rasgos. Solo volviendo al lecho, donde un extraño ocupa mi lugar y mi cuerpo, vuelvo a oler los oscuros cabellos de su nuca.

Abro los ojos en sueños, y sé que sigo dormido porque la luz no ha cambiado. El despertador marca las seis de la mañana. Me levanto, me ducho, tomo un tranquilo desayuno. Estoy mirando las noticias —esas noticias absurdas del telediario matinal— cuando suena por fin la alarma. Vuelvo a levantarme, vuelvo a ducharme, desayuno a toda prisa. Apenas cierro la puerta —chaqueta mal cerrada, bufanda puesta de cualquier manera, el maletín en la diestra, las llaves en la zurda— cuando se enciende la radio y sé que es hora de levantarse. Y a pesar de que esta vez no me ducho, no me afeito, me pongo cualquier cosa y enjuago mi boca a toda prisa, tampoco logro salir antes de que el despertador cierre el bucle. De creer a Freud pensaríais que ha de ser muy puntual quien tales pesadillas sufre. No podría asegurarlo: no recuerdo ya si alguna vez he llegado al trabajo. Y conozco las pruebas, sí, claro que las conozco. Sé que si me acosté rubio y me despierto moreno, si pulsé el interruptor y la luz sigue en su sitio, si el reloj marcaba las seis y ahora son las cinco y media, si atravesé la puerta y aun no estoy al otro lado, lo más probable es que esté sufriendo un sueño. Lo que no puedo saber es si me acosté rubio, si pulsé el interruptor, si el reloj marcaba las seis, si llegué a pasar la puerta.

Al principio anotaba todo en una libreta. De vez en cuando, me daba cuenta de que faltaban datos. Así, me miraba al espejo y apuntaba: caucásico, pelo castaño e incipiente calvicie, nariz larga pero roma, labios carnosos perfilados de rouge, pechos pequeños y firmes. Y luego cogía el cuaderno y lo metía en el bolso. Entonces, en algún momento, empezaba a dudar. Y ante otro espejo tomaba el cuaderno del armarito de los medicamentos y apuntaba: alta para ser mujer, pelo rubio rizado, ojos azules —pueden ser las lentes de contacto—, una boca pequeña sobre una breve mosca, perilla. Y quedaba la libreta entre el yodo y las tiritas.

Luego descubrí que en el recibidor había unas fotos. Yo tenía que aparecer en alguna de ellas. Me acercaba con un marco al espejo y, si era mi foto, lo volvía a dejar en su sitio. En caso contrario, llevaba el marco a otro lugar donde lo fuera a reconocer como extraño: al fondo de la nevera, a un cajón de la cómoda, al armario escobero.

Y cuando me agitaba a mitad de la noche y me costaba sentir el aliento de Julia, buscaba en la mesilla de noche, entre las zapatillas, su foto. Y mirándola ante el espejo decía: “soy yo, soy Julia”. Y volvía a acostarme junto a ese hombre extraño cuya respiración —el ronquido angustioso de la apnea— me había despertado. Le daba la espalda, pues no quería ver su rostro decrépito y su canoso cabello que quizá fuera el mío.

Escrito originalmente el 15 de septiembre de 2014. La misma idea la usé posteriormente para un cuento presentado al concurso de la UNED.

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