No es que el mundo gire conmigo. Es que en este momento soy yo quien hace girar el mundo, quien lo agita. Los sentidos —vista, oído, incluso el tacto— actúan por sí mismos, mueven por sí mismo el cuerpo. Yo no veo, no escucho, no toco sino el todo. Extático, debería salir de mi, volcarme, aprovechar la ocasión para acercarme a otro cuerpo humano. Pero no estoy aquí, sino en las luces, la percusión machacona, la melodía ondulante. Estoy en otra parte. Y si por casualidad estoy en ti, perdóname, pero no me doy cuenta.
Podría ser un esclavo de la técnica, de la regla, de la disciplina. Quisiera serlo, pues esa es la verdadera danza. Soy un esclavo del instinto. Pero este animal que me lleva tiene instintos inusitados y le basta con irrigar el cuerpo de endorfinas a través de ese pequeño fracaso que es el arte por el arte.
Quisiera bailar contigo, créeme. Pero al final, incluso así, estaré solo.
Y no creas que me enorgullezco de este pequeño egoísmo, o que lo utilizo como excusa. Soy consciente de que el mundo se me acaba y me rodea la soledad de las multitudes. Pero ¿cómo salir fuera, si yo mismo he ido construyendo, capa a capa de nácar, el caparazón que me rodea?
No te aflijas por mi, sin embargo. Escucha la música. ¿No crees que es el momento de que volvamos a la pista de baile?
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