«En noches invernales como ésta, me gusta recordar los días del verano. Por ejemplo, aquel caluroso estío en que el arroyuelo del pueblo no era sino una escuálida serpiente de barro que se deslizaba lentamente entre los juncos y los lirios. Un niño, quizá yo mismo, se entretenía en entorpecer su marcha colocando piedrecillas que represaran la corriente. Esfuerzo baldío como el suelo de arcilla resquebrajado bajo el sol: no había agua que represar.
»El grupo de niños que se entretenían conmigo en colocar las piedrecillas optaron, en cierto momento, por colorearse las mejillas con el barro, fingiendo pinturas indias, y lanzar piedras. Era un deporte tan elegante como cualquier otro: pocos años antes habíamos visto a nuestros padres lanzándose otra clase de piedras, piedras que silbaban, estallaban, ardían, mataban. Pero ni siquiera la pedrea nos podía hacer olvidar el calor: cuando, tras unos arbustos, orinábamos tratando de alardear de un órgano cuya principal finalidad no conocíamos, la tierra parecía humear y agradecer el líquido vertido.
»Estábamos relativamente lejos de casa, a una distancia que, veinte años más tarde, recorrería en menos cinco minutos. Pero en aquel momento nuestras piernas eran cortas, y alejarnos más del pueblo nos parecía peligroso. En aquel ribazo, bajo una era, solíamos buscar ranas, sapos, culebras y unas conchas de caracola que se alargaban extrañamente, como torres en espiral, como moluscos marinos. Conchas que nunca había visto vivas, pero que abundaban como residuos de animales muertos.
»En aquel momento, mientras pensábamos si ir a casa a beber un poco de agua o a tratar de conseguir una merienda, alguno de nosotros —puede que yo mismo— levantó la cabeza esperando un milagro, y lo encontró: por el cielo avanzaban las altas nubes de la tormenta.
»No sé por qué nos quedamos allí viendo cómo las primeras gotas se transformaban en lluvia. Pero sí sé que, a pesar de lo que dijera mi enfadada madre, me habría dado lo mismo, cayera lluvia, granizo, o nieve como la que cae ahora al otro lado de esa puerta.»
Acurrucado junto a la estufa de butano, el anciano lanza una mirada de complicidad a su nieto. Seguro que el rapaz se ha dado cuenta de que, en realidad, al abuelo no le molesta que haya estado casi una hora bajo la ventisca, construyendo el muñeco que sonríe a través de la ventana.
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