Mi pueblo (no exactamente mi pueblo, pero la localidad en que toda la familia ha veraneado, desde que mi abuelo ejerciera allí la medicina) ha celebrado sus fiestas este fin de semana, y, aprovechando la festividad local de la villa de Madrid (donde este año estoy destinado), me he acercado a protagonizar, como tantas veces, escenas marcadas por la escasez de sentido del ridículo. Y es que este que os habla baila poniendo todo el espíritu —como diría un locutor deportivo—, pero sin ninguna técnica.
Muchos pueblos españoles celebran sus fiestas en Septiembre. Son fiestas que tienen siempre algo de extraño: fiestas de final de verano, que quizá originariamente fueran celebración de la cosecha recogida, dejan el regusto amargo de todo aquello que, como los anuncios de fascículos o los "cortycoles", anuncia no sólo el final de las vacaciones (pues algunos de mis amigos las disfrutan precisamente ahora) sino también la llegada del duro invierno. Quizá por eso otros pueblos (como el de mi padre) las han trasladado a Agosto.
Claro que esa es la sensación que tengo ahora que trabajo... Cuando era universitario, tuve muchas ofertas para hacer el triplete: fiestas del pueblo el segundo fin de semana de septiembre, fiestas de San Mateo dos semanas después y Pilar de Zaragoza posteriormente. Nunca acepté esa oferta. ¿Por qué? Lo podréis imaginar fácilmente cuando os diga que, tras dos días acostándome a las seis, la noche del sábado, cuando ya había ambiente en el pueblo, me fui a dormir a las dos, antes de que la "Peña Zoo" a la que me enorgullezco de pertenecer decidiera asomarse a la verbena.
P.D. Para los de la peña (y asimilados, como Tamara), un saludo. No dejáis comentarios, pero sé que pero unos cuantos me leéis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario