domingo, 28 de abril de 2019

CARNÉS, Luisa: Tea Rooms. Mujeres obreras (novela reportaje)

CARNÉS, Luisa: Tea Rooms. Mujeres obreras (novela reportaje). Madrid, Asociación de Libreros de Lance de Madrid, 2014. XVI+224 págs., 23cm
ISBN:
978-84-934382-7-2
Descriptores:
Narrativa española del siglo XX. Novela social. Feminismo.

Una compañera de trabajo trajo a una reunión de departamento, hace unos meses, este libro escrito por una de esas autoras silenciadas por la historia y prologado por un antiguo profesor de nuestro instituto al que yo no llegué a conocer. Ayer lo vi en la caseta institucional de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión [de Primavera] de Madrid y me abalancé sobre él.

Luisa Carnés, de familia humilde, fue sombrerera aprendiza, mecanógrafa, dependienta de salón de té y finalmente periodista gracias al éxito de esta su tercera novela. Toda esa experiencia vital se condensa en una novela que describe la vida de las trabajadoras en el Madrid de los años 30, sin caer en los tópicos y anacronías en que caen frecuentemente las reconstrucciones de esa época.

La novela tiene aciertos y fallos. Entre los aciertos, el protagonista coral, con párrafos que, escritos en los años 30, parecen sacados de La Colmena:

El muchacho que trae el género llega cada mañana y cada tarde con dos o tres tableros encima del rodete de fieltro obscuro que se pone sobre la cabeza. El muchacho que trae el género es bajito, muy delgado y tiene la nariz ganchuda como la de un loro y una boca ancha, de dientes blancos e irregulares.

Compárese la construcción del párrafo anterior con este de Camilo José Cela:

El gitanito, a la luz de un farol, cuenta un montón de calderilla. El día no le dio mal: ha reunido desde la una de la tarde hasta las once de la noche, un duro y sesenta céntimos. Por el duro de calderilla le dan cinco cincuenta en cualquier bar: los bares andan siempre mal de cambios.

El gitanillo cena, siempre que puede, en una taberna que hay por detrás de la calle Preciados, bajando por la costanilla de los Ángeles; un plato de alubias, pan y un plátano le cuestan tres veinte.

Quizá vosotros digáis que en el ejemplo de Cela hay un elemento social que en el de Carnés no está; pero el uso del presente y la repetición innecesaria del sujeto me han traído a la cabeza inmediatamente ese ejemplo.

Otra de sus "luces" es la descripción completamente naturalista de la vida femenina. En los libros naturalistas o de realismo social que había yo leído hasta el momento, nunca me había encontrado una descripción de una mujer que oculta su embarazo en que hubiera detalles como el ensanchamiento y oscurecimiento de las areolas. Luisa Carnés no tiene ningún pudor en contar esas cosas de las que entre mujeres se hablaba, pero que seguramente se evitaba comentar cuando la obra iba dirigida a un público masculino.

Entre las sombras, un panfletarismo evidente (en el último capítulo se ponen en boca de la oradora de una manifestación las opiniones de la autora sobre la necesidad de un cambio social), el folletinismo (se acaba incurriendo en tópicos como la mujer echada al arroyo y convertida en prostituta, o la joven de buena familia que queda en estado a causa de un sinvergüenza).

También perjudican a la autora el laísmo, el uso incorrecto del imperativo (no solo en los diálogos), la confusión entre los parónimos actitud ~ aptitud y otros fallos gramaticales que estropean algunas de sus páginas.

Sin embargo, recomendaría esta novela encarecidamente a la gente que quiera conocer cómo era la vida de sus abuelas; a esa gente que ha leído con gusto Barrio de Maravillas e incluso a quienes siguen series como Las chicas del cable

miércoles, 24 de abril de 2019

El cuento del miércoles: El volumen de la academia

Después de haber recorrido infinidad de mercadillos, después de haber fatigado incontables librerías de lance, después de haber recabado información en innumerables bibliotecas, nunca pensó Augusto que encontraría el Libro tan cerca.
Fue gracias a aquel insensato que osó traspasar la puerta de vidrio esmerilado donde aparecían, rotuladas a pincel, las palabras “Augusto Heredia, Abogado”. Es probable que aquel viejecillo escuálido estuviera buscando otro despacho y no el suyo, puesto que el caso que le expuso no era, de ninguna manera, su especialidad y que, además, se le requería una resolución urgente. Sin embargo, no podía permitirse perder ningún cliente. Así que se acercó a la Academia de Jurisprudencia para examinar los detalles del caso, que implicaba, quizá, el recurso a una vieja norma que nunca había sido totalmente derogada. Y al abrir las páginas de un grueso volumen en que se encuadernaban varios números del Boletín, descubrió el texto en letra uncial del Appendix Adalberti.
El local estaba sumido en una penumbra solo rota por su lamparilla de lectura. El viejo bedel, mutilado de alguna de las numerosas guerras que habían asolado el país en el último siglo, dormía la siesta sobre un volumen de la constitución del 48 mientras su cigarrillo, apoyado descuidadamente en un cenicero, dejaba una estela grisácea flotando en el aire. Augusto introdujo el volumen en su maletín, se deslizó en el almacén de la biblioteca y, tras recolocar los libros en el estante para disimular el hueco, dejó el número siguiente sobre el mostrador, con una nota en que explicaba que no había querido perturbar el descanso de quien lo atendía.
No pudo esperar al día siguiente. A pesar de que el reloj había dado ya las ocho y la negrura era absoluta en el cielo de diciembre, se encaminó al añejo edificio de oficinas que albergaba su destartalado despacho. Vació la mesa de papeles, ficheros, máquinas de escribir: todo lo arrojó a un lado para poder apoyar el voluminoso códice sin causarle ningún perjuicio. Encendió la lámpara del escritorio. Tomó una gruesa lupa para poder comprobar si en algún lugar se había enmendado una letra, y se aseguró de tener a mano el reactivo de agalla de roble que había preparado años atrás en espera de este día. Entonces se inclinó sobre el volumen y leyó, leyó con voz cada vez más profunda aquellos siniestros hexámetros en que un monje desconocido había querido enmendar la obra del gran Adalberto.
Todo estaba en silencio a su alrededor, hasta tal punto que los crujidos del entarimado, a los que en otro momento no habría prestado atención, se hicieron siniestramente evidentes. Las tuberías de calefacción chirriaban al contraerse mientras el gélido clima de la ciudad iba ganando la batalla a las ascuas que, en algún oscuro sótano,  humeaban bajo la caldera. El viento azotaba las paredes haciendo ondear furiosamente las colgaduras que anunciaban, en el piso superior, la presencia de una academia de mecanografía. Y el vidrio esmerilado de la puerta dejó ver una luz que avanzaba por el pasillo.
Entonces, Augusto detuvo la lectura, apagó la bombilla y esperó. Unos pasos se acercaron desde su derecha y volvieron a alejarse por su izquierda. Era sin duda el conserje en su ronda nocturna, comprobando que ninguno de los estudiantes de la academia hubiera bajado a husmear por los pisos inferiores. Sí, eso debía de ser, pues el techo comenzaba a sonar con el ruido atronador de las sillas al moverse y un tableteo al que no había prestado atención, acostumbrado como estaba a él, se hacía cada vez más evidente.
Pensó en volver a encender la luz, tomar su sombrero y su abrigo y dirigirse a la pensión en que vivía. Era ya tarde y se iba a perder la cena. Aunque sentía una vaga opresión en el estómago que le había quitado el apetito, no quería exponerse de nuevo a la cháchara sermoneante de la patrona. Sí; probablemente eso sería lo mejor.
Aún a oscuras, se inclinó sobre el libro para cerrarlo y percibió una vaga fosforescencia que dibujaba nuevos perfiles bajo los antiguos caracteres. Era un nuevo misterio que tendría que explorar; quizá con una cámara fotográfica. Podría pedir una a don Fernando, si llegaba a la pensión antes de que se hubiera acostado.
Recogió todo rápidamente y salió del edificio. Tras sí llevaba una sensación de alerta similar a la de aquel que siente que ha olvidado una luz encendida, un grifo goteando, la llave del gas abierta, un cigarrillo mal apagado sobre una pila de papeles. ¿Hacía bien en dejar aquel tomo en su despacho? Aunque aquello le inquietaba, sabía que sería peor llevarlo a la pensión, pues podría suscitar perversos comentarios.
Cuando por fin llegó a la pensión, hacía mucho que se había recogido el comedor. Se metió silenciosamente en su cubículo y aguardó entre sueños febriles y agitados a que sonara el timbre del despertador. Desayunó silenciosamente bajo la fiera mirada de la patrona y solo se atrevió a abrir su boca cuando vio que don Fernando aparecía en el umbral de la cocina. Acordó entonces el préstamo de una cámara, para lo cual pasaría a media tarde por el establecimiento del fotógrafo.
Pasó la mañana buscando información para su cliente, lo que impidió que aprovechase la luz solar para examinar con detalle el libro. Además, aquella fosforescencia aparecería solo en la penumbra nocturna. Acudió de nuevo a consultar el Boletín, sin que el Bedel le hiciera observación alguna. Consiguió finalmente consultar la ley que había buscado el día anterior, concluyendo el trabajo a tiempo. Comió un bocadillo de sardinas, cuidando de no manchar su gastado gabán, y  salió para su despacho. Después de recibir a su cliente, pudo por fin dirigirse al estudio fotográfico,  de donde regresó con un trípode, una Voigtländer y consejos para  fotografiar con poca luz. De vuelta a la oficina se percató de la ausencia del libro sobre el escritorio.
Desechó la idea de que su cliente lo hubiera robado, pues no llevaba cartera y se cubría con un escueto abrigo bajo el cual no podía haber escondido aquel voluminoso tomo. Así pues, solo quedaba la posibilidad de que estuviera en algún otro lugar del despacho. Pero, por más que revolvió entre los papeles de su mesa, los ficheros de los rincones, los anaqueles de las paredes, no tuvo más remedio que darse por rendido y volver a la pensión, desesperado.
Agradeció durante la cena el préstamo de la cámara, pero aclaró que no habría que revelar ninguna foto, ya que se había extraviado la pieza que pretendía fotografiar. No quiso decir más, pero ante la insistencia de los comensales añadió que se trataba de un antiguo libro, reliquia prestada por uno de sus clientes, en la que había encontrado una inédita recopilación de fazañas que podría tener interés para su tesis, en caso de que decidiera retomarla algún día. Con ello, la conversación se desvió hacia la preocupante decadencia de los estudios históricos que debían mostrar al mundo el pasado esplendor de nuestra patria; para cuando llegaron al postre, todos habían olvidado  la existencia de aquel libro.
Al día siguiente, un asunto pendiente llevó a Augusto de nuevo a la Academia. Después de haber examinado todas las sentencias pertinentes para el caso que le había conducido hasta allí, tuvo el capricho y la osadía de despertar al bedel y pedirle el mismo volumen del Boletín que, días atrás, había robado de la biblioteca.
Esperó un rato en la mesa de lectura, divertido ante la evidente incapacidad del hombrecillo para localizar un libro que no estaba allí. Pero, tras un cuarto de hora de espera, y cuando ya le iba a gritar a través de la puerta del depósito que no se molestase, que no era tan urgente, apareció el mutilado de guerra con el grueso volumen, aclarando que no estaba en su sitio, sino en la mesa donde se dejaban los ejemplares devueltos.
Le preguntó si recordaba quién había sido el último en pedírselo. No estaba muy seguro, pero solo dos personas pasaban asiduamente por aquel lugar. Aparte de él, el otro habitual era un viejecillo escuálido que solía vestir un abrigo que le quedaba pequeño.
No era aquella una ocasión propicia para sustraer de nuevo el Appendix. Así que, después de anotar en su libreta los pasajes que llamaron más poderosamente su atención, volvió al despacho y buscó en el fichero los datos de su cliente, aquel anciano que encajaba perfectamente en la descripción hecha por el bedel. La ficha había desaparecido, junto con todas las averiguaciones del caso en que pudieran haberse hallado pistas que permitieran localizarle.
Augusto volvió a su pensión, donde durmió un sueño inquieto plagado de horrores nocturnos. Y por alguna razón no le extrañó saber, al salir a la calle a la mañana siguiente, que el viejo edificio de la Academia había ardido por los cuatro costados, junto con el insensato bedel que se había dormido sobre los libros con una colilla en la boca.
Es sabido que este mundo está lleno de misterios irresolubles. Algunos pueden deberse a la casualidad; otros hacen que los mortales se pregunten si alguna deidad maligna juega con dados cargados a la hora de construir el universo. Bajo un mismo avatar, una potencia condujo a los mortales hacia el tomo prohibido y otra lo arrebató de sus manos. Averiguar cuál de las dos sea la piadosa y cuál la perversa se halla más allá de nuestra humana comprensión... a menos, claro está, que a nosotros también nos sea permitido echar un vistazo al Appendix Adalberti.
Este cuento fue enviado el 27 de diciembre de 2014 al concurso de Noviembre Nocturno, donde fue rechazado.

viernes, 19 de abril de 2019

KEN Liu: Planetas invisibles. Madrid, Alianza (colección Runas), 2017. 379 págs., 21cm
ISBN:
978-84-9104-833-6
Descriptores:
Ciencia ficción. Narrativa china. Relato breve. Distopías. Robots.

Ken Liu es un autor de ciencia ficción que ha tenido una intensa labor como traductor de obras chinas en Estados Unidos. Este volumen está concebido como una introducción a la CF china dirigida a lectores estadounidenses, y una de sus carencias es que, aparentemente, se ha traducido la obra entera desde el inglés, adaptando pasajes de los cuentos a la cultura estadounidense (como ejemplo: se han sustituido las medidas tradicionales chinas por equivalentes estadounidenses, cuando para el español son tan exóticas unas como las otras).

El volumen incluye trece narraciones de seis escritores, precedidos de una introducción del compilador y seguidos por tres ensayos escritos por autores de los cuentos antologados. Las referencias constantes a "autor", "autora" en los siguientes párrafos tienen la finalidad de indicar el sexo de los diferentes creadores.

Del autor Chen Qiufan, me quedo con el primero de los tres cuentos antologados, "El año de la rata", una historia apocalíptica en que los graduados de la universidad, en paro, son movilizados en una guerra brutal contra ratas gigantes. Los otros dos relatos del mismo autor hablan también de futuros apocalípticos y cercanos: "El pez de Lijiang", sobre una ciudad turística cuyos habitantes reales han sido sustituidos por robots de parque temático; "La flor de Shazui", sobre una mujer maltratada en un entorno marcado por la especulación inmobiliaria. El primero es el menos oscuro de los tres (a pesar de todo su pesimismo) y el más cercano a la CF de aventuras.

De la autora Xia Jia aparecen tres relatos muy evocadores: "Cientos de fantasmas desfilan esta noche", "El verano de Tongtong" y "El paseo nocturno del dragón equino". Los tres crean atmósferas cargadas de melancolía: en el primero y el último los protagonistas son muñecos de feria humanizados que cuentan sus historias cuando ya no hay humanos en el mundo; el segundo, mi favorito, plantea una interesante solución para el problema de los cuidados en la cada vez más envejecida sociedad china.

Ma Boyong es el autor de "La ciudad del silencio", una distopía sobre un régimen totalitario que controla todo lo que dicen sus ciudadanos. Incluye referencias explicitas a 1984 y plantea el peligro de estar llegando a una sociedad en que los mecanismos tecnológicos de control del pensamiento sean peores que en el libro de Orwell.

Hao Jingfang es autora de dos cuentos muy distintos: "Planetas invisibles", que da título a la antología, es una poética colección de hipótesis (más filosóficas que científicas) sobre distintas versiones de la vida en otros mundos, al modo de las "ciudades invisibles" de Ítalo Calvino. "Entre los pliegues de Pekín", ganador de un Hugo, plantea la idea de una ciudad superpoblada en que no solo el poder adquisitivo o el espacio de vivienda, sino también el tiempo en el que se vive diferencian a unas castas de otras.

Tang Fei es la autora de "Chica de compañía", un relato más fantástico que de CF sobre una adolescente que proporciona placeres a millonarios.

"La tumba de las luciérnagas", obra de la autora Chen Jingbo, también está más en la fantasía que en la CF. Su historia es un encaje de leyendas en que la distinta velocidad del tiempo en distintos lugares resuelve una vieja historia de amor. Todo es sumamente confuso y se me hizo muy cuesta arriba su lectura.

Liu Cixin es el buque insignia de la CF china. De él se incluyen dos relatos: "El círculo", adaptación de un capítulo de la novela El problema de los tres cuerpos con que ganó un Hugo en 2015, y "Cuidando de Dios". El primero de los relatos se me hizo demasiado inverosímil por la aparición de conceptos que creo anacrónicos. Demasiado recurso a la aritmética decimal (¿se usaba en China?), y a las operaciones booleanas con sus nombres ingleses. Como construcción literaria, por lo demás, es perfecta la trama. Pero le da mil vueltas "Cuidando de Dios", que es una vuelta de tuerca a las creencias en la panspermia y los alienígenas divinizados tipo "El fin de la infancia" de Clarke, con un elemento humorístico evidente y un uso muy inteligente del distinto flujo del tiempo a velocidades cercanas a la de la luz. Los "dioses", extraterrestres longevos que han sembrado la semilla de la vida, han perdido todo contacto con la tecnología y no pueden reparar sus naves. Por eso descienden sobre la Tierra y piden ser acogidos por familias humanas a cambio de la información en sus computadoras. El problema es que hay millones de ellos. Es una buena reflexión sobre el problema del envejecimiento y una metáfora sobre como las nuevas generaciones chinas se ven traicionadas por las antiguas.

El conjunto es un interesante muestrario de las voces de la ciencia ficción en esa tierra de ciencia ficción. Ojalá alguien en Estados Unidos haga una antología similar de autores hispánicos vivos...

miércoles, 10 de abril de 2019

El cuento del miércoles: Diana

A Diana le gustaba jugar. Te agarraba la mano fuerte, sentada frente a ti en la cafetería, y te decía que vagaba desnuda por los bosques, o que el perro del vecino se alimentaba de carne humana. Todo con aquellos ojos azules clavados en los tuyos y aquellos labios carnosos hablando en susurros, solo para tu oído. Y claro, no podías sino creerla por unos momentos, con absoluta confianza, sin sorpresa ni horror. Luego, esbozaba esa sonrisilla en que mostraba sus dientecillos ligeramente desalineados y se iba a la barra a pedir otro smoothie, libre de culpa o remordimientos.

Yo soñaba con ella (oh, sí, soñaba tórridamente con ella aunque no tuviera ninguna esperanza) y me hubiera gustado ser la protagonista en alguno de sus aquelarres. Pero mi amiga no podía compartir su vida con nadie, a pesar de tantos que se le arrimaban como moscones en la discoteca y de tantas que suspirábamos al verla. Pasaba largas temporadas aislada del mundo, sin ver a las amigas ni coger el teléfono; cuando decidía dejarse ver, siempre era ella la que llamaba y, por alguna razón, resultaba inevitable acudir a las citas: las estudiantes olvidaban sus exámenes, los enfermos sanaban, las casadas colocaban a sus maridos y a sus hijos. Se hacía tan escasa, tan necesaria, que llegué a plantar a Sandra el día de nuestro aniversario por un solo cuarto de hora con Diana en un local infecto. Pero mi novia es tan despistada, que no creo que se apercibiera.

A pesar de que en ocasiones Diana se comportaba de manera huraña, hay que reconocer que era extremadamente generosa en los intervalos en que se le hacía grata la compañía de los seres humanos. A veces, nos invitaba a la cabaña del bosque. Amaba la caza. Yo tengo muy mal pulso, pero a Sandra se le daba muy bien. Se había criado en un pueblo donde cazar era el único entretenimiento en el largo invierno. A mí me hacía sentir orgullosa. A otras amigas (Leonor, que dejaba a su marido en Madrid; Alba, que se traía a su hija de trece años) les daba reparo acabar con la vida de los animales. Pero yo hubiera participado en la cacería, de tener puntería. Diana nos enseñaba a respetar las piezas, a matar con el menor dolor, a aprovechar toda la carne, pero dejando siempre su parte a los buitres y los lobos. Sandra siempre dijo que era una tontería, que al hacerlo propagábamos enfermedades, pero para nosotras dos era importantísimo mantener el ritual, presentar nuestros respetos al animal y ofrecer sus entrañas en sacrificio antes de desollarlo. Diana, supongo que lo ya dije, se creía un poco bruja.

Tampoco penséis que cazásemos de manera compulsiva: un venado, como mucho dos si nos quedábamos quince días de vacaciones y se juntaba un grupo más grande —siempre sin hombres; ella decía que eran demasiado haraganes y que invitarlos era condenarse a pasar horas recogiendo colillas y latas de cerveza del suelo—. La diversión estaba en rastrear, en acechar, en elegir la presa más débil para asegurar la continuidad de la manada. Elsa, la hija de Alba, decía que estábamos enfermas: ella prefería practicar con el arco (un arco tradicional, sin resortes ni contrapesos) y disparar sobre animalitos de poliestireno expandido, bajo la atenta mirada de su madre. Solo salía con nosotras si le prometíamos que aquel día no cazaríamos ni una simple paloma.

En realidad, nos encantaba seguir los rastros de los animales aunque no llevásemos ni escopeta ni cámara. Sandra rastreaba muy bien, pero Diana conocía criaturas que las demás ni siquiera sospechábamos las demás: pequeñas orugas, insectos que anidaban en los troncos de las hayas, pequeños tritones en la cabecera de los arroyos… Y, por supuesto, numerosas especies de aves y de mamíferos.

Una vez vimos una escena terrible. Uno de los venados, un magnífico macho de doce puntas, era perseguido por una jauría de mastines. Nos mantuvimos a distancia, pensando que habría un cazador cerca; pero cuando el ciervo quedó atrapado en el cañón del río, no se oyó ninguna escopeta: los perros se lanzaron sobre él y lo devoraron. La escena siguió en mi cabeza por días y me produjo pesadillas durante semanas. Diana lo sabía (Diana siempre sabía esas cosas) y hurgaba en la herida con la malevolencia de un dentista de película de terror.

El caso es que no hace mucho he pensado en algo que sucedió antes de aquello, algo que el horror de los hocicos hurgando en las entrañas del venado —ese animal que todavía palpitaba de dolor bajo sus fauces— había conseguido hacerme olvidar hasta hace poco. Fue un suceso de esa misma mañana, quizá. Por lo menos, no más lejano que el día anterior, pues aquella vez nuestro viaje había durado un simple fin de semana, y no un puente entero.

Hacía un calor poco habitual para la época. Habíamos estado practicando con el arco, pues Elsa había leído en alguna parte que las flechas silenciosas y afiladísimas producían el desangramiento del animal sin sufrimiento alguno. Como solamente la niña, que se negaba a matar animales, sabía tensar el arco, le pedimos que nos diera unas clases. La verdad es que aquella arma me dio miedo; no tanto por la posibilidad de disparar involuntariamente a alguien (mi miopía es notoria; la gente que me conoce huye cuando me ve disparar cualquier arma), como por la fuerza con que disparaba la flecha. Algo asombroso, pues no disponía de resortes de ningún tipo; era un arco largo de tejo que podrían haber disparado los normandos en Crécy, o Ulises en Troya. Nuestros tríceps braquiales y deltoides trabajaban sin descanso y acabamos empapadas en sudor. Cerca corría un arroyo que formaba pozas con toboganes y cascadas; un lugar que solíamos visitar en verano. Bajamos hacia allá y nos remojamos la cabeza.

Entonces, a Leonor se le ocurrió salpicarnos con agua. ¿Quién se atrevía a darse un chapuzón rápido? Al final, nos animamos todas; para no pasar tanto frío al salir, alguien propuso que nos quitásemos toda la ropa: al fin y al cabo, no había ningún hombre en el grupo. Fue entrar y salir; el agua, que corría desde las montañas, estaba helada. Estábamos vistiéndonos cuando vimos algo a lo lejos. Era el brillo de unos prismáticos. Algún degenerado se había dedicado a mirarnos. A pesar de su habitual pacifismo, la hija de Alba tomó el pesado arco y lanzó hacia el mirón una flecha que quedó corta. Sandra comenzó a gritar. Diana, en cambio, se limitó a coger una de las afiladas saetas de punta cerámica y, haciendo un pequeño corte en su dedo, dibujó en el suelo la figura de un ciervo.

—¿Qué haces? —preguntamos, mientras.

—Una vieja maldición. El macho astado. Estoy segura de que quien nos ha estado mirando es el ex de Alba. Lo he visto rondar alguna otra vez que habéis venido, acechando desde lejos. Pero nunca creí que nos fuera a espiar mientras nos bañábamos…

—El muy cerdo…

—No os preocupéis. No volverá a mirarnos aquí —se rio Diana—. Y aunque lo hiciera, ya no hablará con nadie.

—¿Y si nos ha grabado? —dijo Elsa.

—No creo que lo haya hecho, cariño. Al fin y al cabo, es tu padre.

Después subimos hacia el lugar donde habíamos visto el brillo de los binoculares. Allí había huellas de zapatillas deportivas que seguimos hasta llegar a la entrada de una caverna. Sobre el suelo rocoso se amontonaba ropa entre la que Alba reconoció una horrible camisa de flores perteneciente a su ex. También estaban las zapatillas. Manolo debía estar dentro de la cueva, pues un venado había borrado ya algunas de las huellas que entraban.

—¡Manolo! ¡Si tienes lo que hay que tener, sal, cobarde!

Manolo no salía de la cueva. Diana no recordaba si se trataba de una oquedad pequeña o de una gruta profunda, así que preferimos no pasar a su interior.

Nos acercamos al arroyo para recoger arco y flechas; Elsa vio el dibujo del ciervo que había trazado Diana y añadió, pintándolos con unas gotas de su sangre, unos depredadores que acorralaban al animal. Por alguna, extraña razón, Diana se enfadó y gritó:

—¡No!

Borró los trazos y murmuró unas palabras sobre chiquillas que juegan con fuego. De verdad creía que su hechizo era efectivo. Cuando se tranquilizó, propuso que regresáramos a la casa. Eran casi las tres, convenía comer y por la tarde podríamos dar una vuelta por el bosque, para fotografiar los animales. Pero nuestro plan, como ya he dicho, se torció cuando, siguiendo las huellas de los ciervos, nos dimos de bruces con el venado atacado por los perros, lo que hizo que olvidásemos todas las peripecias que habían sucedido antes. De hecho, Alba y Elsa no volvieron a mencionar a Manolo, ni siquiera para quejarse.

Ahora que Diana no está, ha venido esa vieja historia a mi memoria. ¿Qué suceso haría que me acordase de ella? Esta mañana me puse a ordenar los recuerdos de aquella época en que Sandra y yo, a pesar de haber cumplido los treinta, nos sentíamos aún jóvenes y alocadas. En mis manos, la última postal que aquella amiga nos envió desde Nápoles, En el reverso una despedida anunciándonos que ella, que siempre quiso hacerse misionera, ha decidido abandonar el siglo e ingresar como novicia en un convento de la Campania. En el anverso, un paisaje del palacio de Caserta. Bajo una cascada, unas ninfas de mármol se acicalan, ligeras de ropa. A su izquierda, acorralado por sus perros, el cazador Acteón es víctima de su curiosidad y su osadía.

Relato escrito originalmente para la Antología Mitológica de Hela Ediciones y no seleccionado en la convocatoria.

jueves, 4 de abril de 2019

Se duchan de madrugada...

En la junta de comunidad, se habla del nuevo propietario. Dos hechos a destacar: que es chino, como sus inquilinos, y que estos se duchan de madrugada, lo que parece enfadar al vecino de debajo. Por discreción, y porque creo que se trata de otro propietario ausente, callo el concierto de duchas, jadeos, gemidos y nuevas duchas que constituían el concierto que escuchaba a las tres de la mañana en mis primeros años como vecino, hasta que tantos jadeos y gemidos dieron por fruto una niña que ahora tendrá diez.

En mi caso, el único hecho que me molesta en las costumbres del nuevo propietario es que, como no habla bien el idioma, me tocará asumir la presidencia. Pero tampoco es una molestia tan grande en un bloque pequeño como el mío. Mañana no madrugo, así que prolongo la vela hasta la una de la madrugada y luego me duermo acunado por la lectura de un cuento de marcianos. Cuando por fin he dado una cabezada, me despierta el relé del teléfono.

Supongo que ustedes no tendrán un teléfono Teide. Ese obsoleto cacharro —yo lo conservo por una mezcla de vicio y nostalgia— hace un clac, clac cuando la línea conecta y empieza a recibir su corriente de doce voltios. Al tercer clac, suena la campanilla. Pues bien: escucho una pareja de chasquidos, y al rato otra, como si alguien estuviera intentando llamarme. ¿Qué ocurrirá? Me asalta el terror: quizá haya ladrones desconectando las líneas en el cuarto de telecomunicaciones. Pero en ese caso, dice mi parte racional, no debería verse afectado mi teléfono, pues el hilo de cobre se corta en el registro donde debiera estar el punto de terminación de red que no puso el constructor de mi edificio, ni han puesto después los sucesivos técnicos de telefonía que me han ido visitando. Desde hace un par de años, la línea del interior de la casa (donde tengo un Teide y a veces enchufo un Góndola) sale del router de fibra. Así que el clac, clac ha de proceder de mi router. Estará actualizando.

En todo caso, ya me he desvelado. Salgo al baño, me aseguro de tener bien cerrados llaves, cerrojos y cadena, vuelvo a la cama y entonces lo escucho: el fragor de la ducha, su canturreante chillido en las tuberías ascendentes y el inconfundible gorgoteo en las descendentes. Debe de ser cierto eso de que el vecino se ducha a altas horas de la madrugada, pero, por lo que se ve, suele coincidir con mi horario de sueño profundo.

martes, 2 de abril de 2019

El cuento del miércoles: pena

No le pasa nada, pero llora. Llora silenciosamente, sin lágrimas. Solo en ocasiones un suspiro o un gemido brotan de esa boca en que hace meses no se ve la sonrisa.
¿Qué le ocurrirá? Mi pudor me ha estado impidiendo preguntárselo todo este tiempo, pero ya no aguanto más; mi curiosidad es más fuerte...
—¿Qué te ocurre?
—Nada, profe...
Nunca le ocurre nada, pero esos ojos que sonreían el año pasado, esa voz que antaño poseía ese matiz agudo que da la sonrisa, ha desaparecido.
Las amigas tampoco parecen saber nada. No la ha dejado el novio, no la han castigado sus padres, no ha habido problemas en la familia...
Entonces, un día, deja de venir. Y es en ese momento cuando al final sonsacamos la razón de su tristeza. No son las amigas, ni el novio, ni los padres... Es un terror irracional a los demás, un terror que viaja por las redes y se aferra a nosotros. Un terror a lo que de social hay en las personas.
¿ Habéis sentido alguna vez ese miedo?¿Cómo se cura?¿Quizá al terminar la adolescencia?
Sea cual sea la respuesta, lo importante es que en la clase seguirá habiendo un asiento vacío, esperándola.