Después de haber recorrido infinidad de mercadillos, después de haber fatigado incontables librerías de lance, después de haber recabado información en innumerables bibliotecas, nunca pensó Augusto que encontraría el Libro tan cerca.
Fue gracias a aquel insensato que osó traspasar la puerta de vidrio esmerilado donde aparecían, rotuladas a pincel, las palabras “Augusto Heredia, Abogado”. Es probable que aquel viejecillo escuálido estuviera buscando otro despacho y no el suyo, puesto que el caso que le expuso no era, de ninguna manera, su especialidad y que, además, se le requería una resolución urgente. Sin embargo, no podía permitirse perder ningún cliente. Así que se acercó a la Academia de Jurisprudencia para examinar los detalles del caso, que implicaba, quizá, el recurso a una vieja norma que nunca había sido totalmente derogada. Y al abrir las páginas de un grueso volumen en que se encuadernaban varios números del Boletín, descubrió el texto en letra uncial del Appendix Adalberti.
El local estaba sumido en una penumbra solo rota por su lamparilla de lectura. El viejo bedel, mutilado de alguna de las numerosas guerras que habían asolado el país en el último siglo, dormía la siesta sobre un volumen de la constitución del 48 mientras su cigarrillo, apoyado descuidadamente en un cenicero, dejaba una estela grisácea flotando en el aire. Augusto introdujo el volumen en su maletín, se deslizó en el almacén de la biblioteca y, tras recolocar los libros en el estante para disimular el hueco, dejó el número siguiente sobre el mostrador, con una nota en que explicaba que no había querido perturbar el descanso de quien lo atendía.
No pudo esperar al día siguiente. A pesar de que el reloj había dado ya las ocho y la negrura era absoluta en el cielo de diciembre, se encaminó al añejo edificio de oficinas que albergaba su destartalado despacho. Vació la mesa de papeles, ficheros, máquinas de escribir: todo lo arrojó a un lado para poder apoyar el voluminoso códice sin causarle ningún perjuicio. Encendió la lámpara del escritorio. Tomó una gruesa lupa para poder comprobar si en algún lugar se había enmendado una letra, y se aseguró de tener a mano el reactivo de agalla de roble que había preparado años atrás en espera de este día. Entonces se inclinó sobre el volumen y leyó, leyó con voz cada vez más profunda aquellos siniestros hexámetros en que un monje desconocido había querido enmendar la obra del gran Adalberto.
Todo estaba en silencio a su alrededor, hasta tal punto que los crujidos del entarimado, a los que en otro momento no habría prestado atención, se hicieron siniestramente evidentes. Las tuberías de calefacción chirriaban al contraerse mientras el gélido clima de la ciudad iba ganando la batalla a las ascuas que, en algún oscuro sótano, humeaban bajo la caldera. El viento azotaba las paredes haciendo ondear furiosamente las colgaduras que anunciaban, en el piso superior, la presencia de una academia de mecanografía. Y el vidrio esmerilado de la puerta dejó ver una luz que avanzaba por el pasillo.
Entonces, Augusto detuvo la lectura, apagó la bombilla y esperó. Unos pasos se acercaron desde su derecha y volvieron a alejarse por su izquierda. Era sin duda el conserje en su ronda nocturna, comprobando que ninguno de los estudiantes de la academia hubiera bajado a husmear por los pisos inferiores. Sí, eso debía de ser, pues el techo comenzaba a sonar con el ruido atronador de las sillas al moverse y un tableteo al que no había prestado atención, acostumbrado como estaba a él, se hacía cada vez más evidente.
Pensó en volver a encender la luz, tomar su sombrero y su abrigo y dirigirse a la pensión en que vivía. Era ya tarde y se iba a perder la cena. Aunque sentía una vaga opresión en el estómago que le había quitado el apetito, no quería exponerse de nuevo a la cháchara sermoneante de la patrona. Sí; probablemente eso sería lo mejor.
Aún a oscuras, se inclinó sobre el libro para cerrarlo y percibió una vaga fosforescencia que dibujaba nuevos perfiles bajo los antiguos caracteres. Era un nuevo misterio que tendría que explorar; quizá con una cámara fotográfica. Podría pedir una a don Fernando, si llegaba a la pensión antes de que se hubiera acostado.
Recogió todo rápidamente y salió del edificio. Tras sí llevaba una sensación de alerta similar a la de aquel que siente que ha olvidado una luz encendida, un grifo goteando, la llave del gas abierta, un cigarrillo mal apagado sobre una pila de papeles. ¿Hacía bien en dejar aquel tomo en su despacho? Aunque aquello le inquietaba, sabía que sería peor llevarlo a la pensión, pues podría suscitar perversos comentarios.
Cuando por fin llegó a la pensión, hacía mucho que se había recogido el comedor. Se metió silenciosamente en su cubículo y aguardó entre sueños febriles y agitados a que sonara el timbre del despertador. Desayunó silenciosamente bajo la fiera mirada de la patrona y solo se atrevió a abrir su boca cuando vio que don Fernando aparecía en el umbral de la cocina. Acordó entonces el préstamo de una cámara, para lo cual pasaría a media tarde por el establecimiento del fotógrafo.
Pasó la mañana buscando información para su cliente, lo que impidió que aprovechase la luz solar para examinar con detalle el libro. Además, aquella fosforescencia aparecería solo en la penumbra nocturna. Acudió de nuevo a consultar el Boletín, sin que el Bedel le hiciera observación alguna. Consiguió finalmente consultar la ley que había buscado el día anterior, concluyendo el trabajo a tiempo. Comió un bocadillo de sardinas, cuidando de no manchar su gastado gabán, y salió para su despacho. Después de recibir a su cliente, pudo por fin dirigirse al estudio fotográfico, de donde regresó con un trípode, una Voigtländer y consejos para fotografiar con poca luz. De vuelta a la oficina se percató de la ausencia del libro sobre el escritorio.
Desechó la idea de que su cliente lo hubiera robado, pues no llevaba cartera y se cubría con un escueto abrigo bajo el cual no podía haber escondido aquel voluminoso tomo. Así pues, solo quedaba la posibilidad de que estuviera en algún otro lugar del despacho. Pero, por más que revolvió entre los papeles de su mesa, los ficheros de los rincones, los anaqueles de las paredes, no tuvo más remedio que darse por rendido y volver a la pensión, desesperado.
Agradeció durante la cena el préstamo de la cámara, pero aclaró que no habría que revelar ninguna foto, ya que se había extraviado la pieza que pretendía fotografiar. No quiso decir más, pero ante la insistencia de los comensales añadió que se trataba de un antiguo libro, reliquia prestada por uno de sus clientes, en la que había encontrado una inédita recopilación de fazañas que podría tener interés para su tesis, en caso de que decidiera retomarla algún día. Con ello, la conversación se desvió hacia la preocupante decadencia de los estudios históricos que debían mostrar al mundo el pasado esplendor de nuestra patria; para cuando llegaron al postre, todos habían olvidado la existencia de aquel libro.
Al día siguiente, un asunto pendiente llevó a Augusto de nuevo a la Academia. Después de haber examinado todas las sentencias pertinentes para el caso que le había conducido hasta allí, tuvo el capricho y la osadía de despertar al bedel y pedirle el mismo volumen del Boletín que, días atrás, había robado de la biblioteca.
Esperó un rato en la mesa de lectura, divertido ante la evidente incapacidad del hombrecillo para localizar un libro que no estaba allí. Pero, tras un cuarto de hora de espera, y cuando ya le iba a gritar a través de la puerta del depósito que no se molestase, que no era tan urgente, apareció el mutilado de guerra con el grueso volumen, aclarando que no estaba en su sitio, sino en la mesa donde se dejaban los ejemplares devueltos.
Le preguntó si recordaba quién había sido el último en pedírselo. No estaba muy seguro, pero solo dos personas pasaban asiduamente por aquel lugar. Aparte de él, el otro habitual era un viejecillo escuálido que solía vestir un abrigo que le quedaba pequeño.
No era aquella una ocasión propicia para sustraer de nuevo el Appendix. Así que, después de anotar en su libreta los pasajes que llamaron más poderosamente su atención, volvió al despacho y buscó en el fichero los datos de su cliente, aquel anciano que encajaba perfectamente en la descripción hecha por el bedel. La ficha había desaparecido, junto con todas las averiguaciones del caso en que pudieran haberse hallado pistas que permitieran localizarle.
Augusto volvió a su pensión, donde durmió un sueño inquieto plagado de horrores nocturnos. Y por alguna razón no le extrañó saber, al salir a la calle a la mañana siguiente, que el viejo edificio de la Academia había ardido por los cuatro costados, junto con el insensato bedel que se había dormido sobre los libros con una colilla en la boca.
Es sabido que este mundo está lleno de misterios irresolubles. Algunos pueden deberse a la casualidad; otros hacen que los mortales se pregunten si alguna deidad maligna juega con dados cargados a la hora de construir el universo. Bajo un mismo avatar, una potencia condujo a los mortales hacia el tomo prohibido y otra lo arrebató de sus manos. Averiguar cuál de las dos sea la piadosa y cuál la perversa se halla más allá de nuestra humana comprensión... a menos, claro está, que a nosotros también nos sea permitido echar un vistazo al Appendix Adalberti.
Este cuento fue enviado el 27 de diciembre de 2014 al concurso de Noviembre Nocturno, donde fue rechazado.