Estaba claro que María Martins se sentía incómoda. Aunque les había recibido amablemente en su casa y les había servido unos cafés, su lenguaje corporal la traicionaba. Había sido capaz de mantener los ojos —aquellos ojos de un azul casi grisáceo— clavados en suyos, sin rehuír su mirada. También había evitado que su clara piel pecosa se ruborizase ante las insinuaciones de los policías. Pero su mano no paraba de acariciar una y otra vez la larga melena roja que caía entre sus hombros.
El inspector Usmaíl Expósito y su ayudante, Güendolín Amigo, se extrañaban de que aquella mujer no quisiese colaborar. Habían comprobado en la base de datos que estaba absolutamente limpia, y que no tenía nada que perder. Pero conocían a esta gente de clase alta: seguro que no hablaría sin que estuviese presente un abogado.
—¿Dicen ustedes que ha muerto François Marigault? ¡El bueno de François! ¿Y por qué han creído conveniente comunicármelo?
—Es posible que no se trate de un accidente. Pero nadie ha reclamado su homicidio.
—¿Y creen que yo podría saber quién...?
—Usted fue su amante hasta hace seis meses. Parece que le dedicó a usted su último volumen de poemas.
—En efecto, estuvimos muy unidos. Pero, como usted dice, hacía seis meses que no nos veíamos.
—Tenemos entendido —dijo el inspector Expósito&mdash que su ruptura no fue muy... cordial. De hecho, el último poema de su libro acaba con un verso muy... desagradable.
—«Es tu espalda / el rubicundo lomo de la vulpeja» —terció la subinspectora Amigo— ¿Sabe lo que es una vulpeja?
Aquella pregunta era un mero recurso retórico. María Martins, académica del Instituto de Lexicologia de la Academia das Ciências y correspondiente de la Real Academia Española, sabía perfectamente que una vulpeja era el cánido
Vulpes vulpes, llamado en román paladino vulpeja, raposa o zorra, hasta que este último término se desprestigió y se comenzó a utilizar el masculino para denominar a aquel animal. Era bastante probable que María conociera también las connotaciones que habían acabadado por convertir en tabú las formas femeninas del vocablo, así que Expósito llevó la conversación de nuevo a su terreno:
—Escuche: no tenemos intención de acusarla de nada, pero en cuarenta y ocho horas pasará a ser oficialmente un homicidio no declarado, penado con hasta veinte años de cárcel. Así que, si usted tiene alguna idea de quién ha sido, le recomendamos que le diga que hable con un abogado para hacer una declaración antes de que expire el plazo.
Cuando terminaron el café, la señora Martins les acompañó a la puerta con una sonrisa. Nada en sus gestos hacía ver que le hubieran producido impresión alguna las palabras de Martins. De hecho, había dejado de tocarse el pelo.
De vuelta en el coche, Güendolín conducía irritada por la frustración que le había producido la superioridad de aquella mujer.
—¿Ha tenido algún homicidio no declarado antes, jefe?
—Casi todos se reclaman en el plazo previo de setenta y dos horas. Sólo en un par de ocasiones hemos llegado a recurrir a las cuarenta y ocho horas de gracia.
—¿Y qué sucedió?
—Cantaron de plano. Estaban completamente limpios, así que se libraron con la anotación relativa al agotamiento del derecho al homicidio.
—¿Cree que eran los culpables de verdad?
—No me pagan para saber eso. Me da igual si alguien les ofreció un buen trato; lo importante es que triunfó la justicia y las víctimas cobraron su indemnización.
—Pero, ¿y si no eran culpables?
—¡Parece mentira que lleves quince años en esto, Amigo! Ya deberías saber que todo el mundo es culpable.
Dos días después, el departamento de policía era un hervidero de gente. ¡Hacía tanto tiempo que no se había producido un homicidio sin declarar! ¡Y tenía que ser precisamente el de una celebridad pública, el poeta Marigault! Cierto que casi todo el mundo pensaba que sus poemas habían sido escritos por Paco Heredia, el cantaor que los había popularizado a través de videos musicales. Pero seguía siendo una gran pérdida.
Usmaíl Expósito estaba convencido de que María Martins era culpable, pero le parecía inconcebible que se arriesgase a pagar con veinte años de cárcel la muerte del poeta... Especialmente absurdo cuando Marigault no tenía hijos y había muerto sin cambiar su testamento, y por tanto, ella heredaría todo el dinero, sin tener que pagar indemnización alguna.
Aunque el jefe del departamento comenzaba a barajar la hipótesis de que la muerte hubiera sido realmente accidental, había demasiados detalles que parecían desmentirlo. Estaba la rotura en el circuito de freno, demasiado limpia para ser accidental. Estaba el testimonio del camionero, que indicó que el coche había intentado esquivarle sin frenar, como también testimoniaba la falta de rodadas en el asfalto. Y, por último, estaban los cien miligramos de metil- diazepinona encontrados en su sangre.
(Continuará)