Incluso para la relajada moral frestuguesa, Eneas Noé quedará siempre en la memoria como un impío maltratador de ancianos. Él siempre afirmó que había actuado dentro de la ley y amparándose en su derecho constitucional al homicidio: triquiñuelas de abogado, claro está. ¡Malditos picapleitos!
Indignado por una nueva ley que según él discriminaba a los trabajadores jóvenes frente aquellos que llevaban más años en el ejercicio de sus profesiones, su maledicencia le llevó a afirmar que los sindicalistas, maduros y próximos a la edad de jubilación, habían cedido ante las reivindicaciones de patronal y gobierno a cambio de que se salvasen los privilegios de su propia generación. ¡Injurias propias de un demente!
Ofuscada su mente con estos pensamientos, irrumpió en el Colegio de Abogados acompañado de un centenar de personas que compartían las mismas creencias. Pidió el carnet a todos y cada uno de los presentes e hizo dos grupos: los menores de cuarenta años, a la izquierda. Los mayores, a la derecha.
El anciano Jublot, el antiguo ministro de trabajo que continuaba trabajando en el sindicato a sus setenta años, se olió lo peor e intentó rebelarse. Eneas hizo un gesto a cuatro de sus secuaces, que lo inmovilizaron, le cortaron las piernas y lo lanzaron por la ventana luego de una fenomenal paliza. Todos los que secundaron a Jublot fueron asimismo torturados hasta la muerte: a Jerónimo Gamasa, el abogado de los pobres, le amputaron la última falange de cada dedo con la guillotina de cortar las octavillas; a Koldo Martínez, el secretario del sindicato, le arrancaron uno a uno todos los dientes empleando un pisapapeles; incluso a la joven Eva Branco, una secretaria que trató de parar la masacre, le cubrieron de grapas toda la espalda. Al resto, hasta llegar a cien, los mataron a tiros.
El impío Eneas Noé adujo en su juicio que tanto él como cada uno de sus socios se habían limitado a matar a una persona por cabeza, de forma que la ley sobre el homicidio les amparaba. Así que el fiscal tuvo que conformarse con los cargos de tortura por el trato dado a Jublot. El juicio no llegó a celebrarse; a pesar de ello, la justicia triunfó.
Un grupo de honrados ciudadanos asaltó los calabozos de los tribunales y se llevó a rastras al criminal hasta la plaza mayor, donde ya estaba preparada la pira. Eneas, al conocer su final, lloró, pataleó, pidió clemencia. No se sabe quién prendió la llama, aunque posteriormente el fiscal quiso arrogarse todo el mérito.
La hoguera ardió durante la primera media hora con un fuego débil que permitió al reo reflexionar sobre su crimen. Murió, según la autopsia, sofocado por el humo antes de que su carne mortal prendiera. Sin embargo, el público esperó hasta que su cuerpo se redujo a cenizas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario