Camino guiando a un grupo de niños. Uno de ellos se obstina en pegarse a mi espalda. Noto, incómodo, cómo se clava su nariz en mis riñones. Finalmente me giro. Entonces veo su boca llena de sangre, sus colmillos sobresaliendo de los labios, y le digo:
—¿Cómo te has atrevido? Además, has manchado mi camisa...
Pero, en cuanto me giro, se vuelve a pegar a mi espalda descaradamente.
Entonces lo agarro. Comienza a llorar. ¿Qué debería hacer? Si tomo medidas contra él, ¿no dirán que yo empecé dejando que se pegase a mí? ¿Cómo justificarme?
Helado, despierto de la pesadilla. Dejo que su claro simbolismo invada mi mente y después, piadoso, pase de largo.
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