Estoy viendo una película de Netflix mientras juego con el móvil para tratar de olvidar el hecho de que mi vida, tal como la conocí, se acaba. La serie no acabo de entenderla, es algo sobre un mejicano al que detienen... No sé: quizá si pudiera escucharla la comprendería, pero está aquí, atronando, la impresora de la que estoy haciendo salir diversas tonterías absolutamente inútiles. Inútiles porque esto se acaba.
Y me da mucha rabia, porque creo que he conseguido pulverizar el récord, pero ya no servirá de nada. En unas horas, o quizá unos días, todo habrá terminado. Adiós películas, adiós juegos de móvil, adiós diversiones absurdas y aburguesamiento cómodo. Saltará todo en pedazos con la puerta. No hay remedio.
¡Es tan bonito ver en la tele a esos dos mejicanos de clase alta que pasean sin pensar que su felicidad la viven pisando cadáveres de campesinos y mojados! ¡Es tan bonito estar aquí, dedicado a pasatiempos banales, olvidando que yo, aunque con menos lujo, también he vivido sobre esos mismos cadáveres, pero que se acumulaban más lejos de mi casa!
En la telenovela, la cárcel aguarda, por alguna nimiedad ―un millón distraído por acá, una soborno aceptado por allá― al feliz matrimonio de clase alta. Yo, realmente, no sé lo que aguardo, pero he escuchado los disparos en la lejanía y he visto el humo que se alzaba más allá de las últimas casas. No quiero poner las noticias; prefiero seguir viendo una serie bonita. Si tuviera unas cervezas, quizá comenzaría a beber. Pero me da miedo salir a comprarlas. Ya lo haré mañana: no tengo más remedio que ir al trabajo. La vida sigue.
Quizá, a la vuelta, mi casa ya no esté. O quizá el el trayecto siegue mi vida uno de esos tiros que se oyen a lo lejos. Espero que sea después de haber abierto las cervezas.
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