lunes, 13 de enero de 2020

52 retos de escritura: Día de Reyes

Este relato corresponde a la propuesta «52 retos de escritura para 2020» del blog de Literup.com. Concretamente, este relato desarrolla la propuesta «2. Escribe un relato que ocurra el día de Reyes».

Pienso en un relato sobre el día de Reyes. No quiero contar el típico cuento de un niño que descubre que el amor es el mejor regalo. Es un tópico manido, y todo lo que hay que decir lo dijo ya Oliver Henry a propósito de Jim y Delia. Por esa misma razón, también he de descartar ese recuerdo de mi infancia, revolviendo todos los armarios en la noche del día cinco sin encontrar nada, y ver la bicicleta en el salón al día siguiente. Quizá debiera hablar sobre ese triste día de Reyes en que mis padres salieron corriendo a su ciudad de provincias, cuarenta y ocho horas después de haber venido de allí, al conocer la muerte de mi abuela, dejándonos a cargo de una prima algo mayor que nosotros. Pero sería demasiado personal. Y tampoco es adecuado decir que a menudo he pasado la tarde del día de Reyes metido en cama, pasando el resfriado.

Entonces, ¿de qué puedo hablar? Quizá del caballito aquel que vi un día de Reyes en que paseaba por el rastro.

Ahí estaba, el caballo de papel maché sobre una tabla, con dos ruedas de hojalata para arrastrarlo por el suelo. Conservaba la pintura marrón del pelaje, las líneas oscuras que resaltaban las crines. Solo una línea blanca, cerca de una de sus orejas, delataba un desconchón arreglado. En sus ojos vi el gesto nostálgico del último dueño al vaciar el trastero de su padre y encontrar aquel juguete que creía perdido tras haber pasado tantas horas de su infancia arrastrándolo por el suelo de su casa. Quizá su padre lo había guardado porque pensó que ya era mayor para arrastrar un caballo, el gorro de papel en la cabeza y la cornetilla en la mano; que ya tenía la edad de su primo Juan cuando se lo cedió, reticente pero obligado por su madre, harta de que lo usara para escenificar la guerra de Troya con los soldaditos de plomo. Juan lo había recibido, a su vez, de su hermano Miguel, que lo heredó del primo Felipe. Felipe fue quien lo recibió, emocionado, una mañana de Reyes. Él había recorrido con su madre muchas jugueterías; le enseñaron coches a pilas, soldados de plomo, indios de plástico, juegos de construcción de madera. Pero él se empeñó en que lo que más le gustaba era el caballito de papel maché, que ya en aquella época se veía anticuado. Los Reyes Magos rodearon el caballo con un juego de construcción y unos soldaditos, pero el niño, fiel a su primer impulso, estuvo todo el día jugando con él, y aunque jugó también con el resto de regalos, siempre fue aquel su favorito, hasta que, con doce años, su madre le dijo que había llegado el momento de desprenderse de los juguetes y hacer hueco a cosas de mayores.

¿Sabéis esa escena de Laberinto en que la protagonista preadolescente (interpretada por una Jennifer Connelly que contaba ya dieciséis años) tiene la casa llena de muñecas y se niega a cedérselas a su hermanito? Algo así debió de sentir Felipe cuando su madre se lo quitó; pero la dignidad le impidió reclamárselo al primo Miguel cuando lo vio arrastrándolo por los largos pasillos de casa de los abuelos. Miguel se cansó pronto del caballito, y no puso objeciones en que Juan se apropiara de él. Incluso le resultó satisfactorio, pues el caballo resultaba un estupendo blanco para el tirachinas que se fabricó con un globo y el cuello de una botella de lejía. ¡Cómo lloraba Juan cuando el caballo recibía los impactos de las bolas de papel! Y eso que eran blandas. Tanto, que solo hicieron un pequeño desconchón en las orejas del caballo. Pero los llantos del niño destrozaban los nervios de sus padres. Así que a los ocho años le convencieron de que era mayor para jugar arrastrando un caballito. De modo que se lo dio a Emilio un día de Reyes. «¿Ves qué alegre está? —le dijo su madre—. Has hecho una buena acción». Juan sonrió un momento, con esa sonrisa triste del niño que sabe que debe sentirse alegre, que debe crecer añadiendo una capa más al pastel de frustraciones que convierten al niño en adulto, y jugó por última vez con él, simulando que lo hacía con Emilio. ¡Qué años tan buenos había pasado haciéndolo correr por el jardín del bulevar, colocando sobre él su muñeco de trapo, dejándolo caer lentamente por una rampa de libros. Pero se hizo mayor, sí, y realmente supo que si no se lo hubiera quitado su padre, hubiera concitado las risas de sus compañeros de colegio. Y, sin embargo, si hubiera sabido que estaba en el trastero, si lo hubiera sabido unos años antes, quizá se lo hubiera dado a Pedro. Ahora su hijo era mayor y vivía con la madre, a cientos de kilómetros, y en realidad, en fin, esas cosas ya no se llevaban. Tenía nostalgia, pero había que vaciar la casa. También Emilio, como su primo, había ido aprendiendo con los años que ser adulto es sustituir lo deseable por lo necesario. Lo llevó con otros trastos a un trapero y se olvidó del asunto.

Toda esta historia me la contaron los ojos del caballo aquel día que lo vi en la ribera de curtidores. Claro es que el caballo estaba tratando de encontrar un hogar, de conseguir un nuevo dueño. Pero entonces vi un crío que arrastraba del brazo a su padre hacia el puesto, y me aparté de su camino

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