Este cuento desquiciado se preparó para la malograda convocatoria «ochentena» de @nicolet_eclipse. Es por ello que aparecen personajes míticos de los 80 como el doctor Jones (no lo cito por su apodo, que seguramente sea marca registrada), Marion Ravenwood, o ese mogwai tierno que se disfraza de Rambo cada vez que se ve obligado a salvar al mundo.
Quizá menos conocidos sean Jake Cutter, su perro Jack y su aeronave, protagonistas de la efímera serie Cuentos del Mono de Oro.
Las nuevas generaciones, finalmente, desconocen el placer que a los niños españoles de los 80 les producía el mítico juego Imperio Cobra, que realmente es un diseño de los 70. Dedico este cuento al autor de aquel juego, José Pineda García, y también a su ilustrador, cuyo nombre desconozco.
El doctor Jones contra el Imperio Cobra
El aeroplano cabeceaba peligrosamente. En el exterior, los vientos helados azotaban la planicie helada de Hyrga. Marion asentaba su estómago revuelto con tragos de arag. Jake Cutter trataba de estabilizar el Cutter's Goose mientras interrogaba al doctor Jones sobre el rumbo:
—¿Está seguro de que ese mapa es fiable? La escala está distorsionada. Y en la estepa apenas hay puntos de referencia. El punto que busca podría estar a un kilómetro de la cordillera o a cien millas.
—El tipo que me lo vendió en El mono de oro me dijo que no tenía pérdida. A mediodía, la ciudad reluce como si estuviera construida en cristal.
—Entonces, rece porque lleguemos a mediodía.
Un petardazo en el motor sacó de su estupor a Marion.
—Oiga, ¿ese ruido es normal?
—Un atasco en el carburador. Ya les dije que no debíamos repostar en aquel aeródromo.
—Mis libras no eran del todo… auténticas. Por eso preferí repostar en el Celeste Imperio.
—Ya no existe el Celeste Imperio, señor Jones. Actualícese. Ahora es una república, y pronto será una provincia de Japón.
—Translatio Imperii.
—¿Qué dice?
—Es lo que diría mi padre, un medievalista maniático del latín. Persia, Grecia, Roma, el Sacro Imperio, España, el imperio Británico, América… El poder va siempre hacia el oeste. Si sigue girando, quizá continúe por Japón. Es ley de vida… si no hacemos nada. Y FDR asegura que no quiere guerra.
—¿Lo cree usted?
—Lo que yo crea no tiene importancia. Pero me han contratado para buscar algo que quieren los japs.
Sonó otro petardazo en el motor. Después, la hélice detuvo sus giros.
—Espero que estemos cerca, porque vamos a tener que planear.
—Pero… ¡si queda otro motor! Estoy seguro de que este viejo clipper puede volar con un solo motor, Cutter.
En aquel momento, un ominoso silencio sustituyó al estruendo de los pistones. La otra hélice había dejado de girar.
—¿Decía algo?
—¡Maldita sea mi estampa! Trate de mantener el rumbo. No puede quedar mucho.
La cabeza de Marion asomó por la portezuela de la cabina.
—Hay algo que deberíais saber…
—¿Que los motores no funcionan? Eso ya lo sabemos.
—No, guapetón —dijo Marion—. Que el Palacio de Cristal está ahí, a tu derecha.
Efectivamente. A la derecha se divisaba un resplandor numinoso que no podía deberse a la simple refracción de los rayos solares. Un extraño verdor en torno de él sugería que la sola presencia de aquel palacio bastaba para derretir la nieve de la estepa.
—Tendremos que posarnos a cierta distancia. La panza del clipper puede arrastrarse por la nieve, pero no por la hierba.
El clipper cabeceó un momento y pareció saltar hacia abajo en el aire. Después, elevó el morro para reducir la velocidad mientras descendía entre fuertes vibraciones. Finalmente, su panza golpeó la gruesa capa de nieve y se deslizó a lo largo de varios cientos de metros botando con un ruido de tambores.
Marion se agarró a la portezuela y vomitó todo el alcohol que había bebido.
—Espero que los monjes nos reciban con un buen trago de arag para sentar el estómago.
Un grupo de pastores se acercó hacia el avión. Su olor a yak y a leche agria era suficiente para disimular el hedor del aliento de Marion.
—Willkommen —saludaron los campesinos en un perfecto alemán.
—¡Maldita sea! Ya nos ha adelantado la expedición de Aufschnaiter. Tenemos que darnos prisa antes de que la Sociedad Thule visite el oráculo. Cuttler, ¿se queda aquí reparando los motores?
—¡Qué remedio! Podría ayudarme la señorita Ravenwood. Creo que se da maña con la mecánica.
—Me encantaría echarte una mano, querido Jake. —Marion guiñó un ojo mientras mordía su carnoso labio inferior—. Sin embargo, creo que el doctor Jones tiene un poco oxidada la familia de lenguas bodish, ¿no es cierto?
—No he tenido ocasión, como tú, de practicar mis artes conversatorias en tugurios infectos.
—Eres un amor, Henry. Recuérdame por qué te dejé.
Marion se dirigió a los campesinos, les compró unas cuantas baratijas para turistas británicos fabricadas en la metrópoli y revendidas en las colonias a alto precio y finalmente les pidió que la guiaran hacia el palacio de Cristal.
No tardaron en encontrarse caminando por una superficie verde ligeramente encharcada al final de la cual se elevaba una ciudad colgada de la roca. Las formas macizas y los tejados de aleros curvados recordaban a los que Marion había encontrado en Lhasa cuando se acercaba a comprar hierbas para aromatizar el arag que vendía en su taberna. Sin embargo, la superficie de los edificios no tenía los colores de la madera pintada, sino que relucía como si estuviera hecha de una mezcla de hielo, nieve y cristal de roca.
—Bienvenidos a mi humilde morada, extranjeros —les saludó un anciano monje de cráneo afeitado—. ¿Qué les trae por aquí?
—Deseamos consultar el oráculo. Acerca de esto —respondió Marion y, señalando al doctor Jones, añadió—: Enséñaselo, Henry.
—¡Un hombre-cobra! Hacía tiempo que no veía uno. Son un amuleto de gran poder. Hay quien dice que, si se depositan en el suelo y se recita la plegaria adecuada, el hombre-cobra adquiere vida propia.
—Bueno, no será peligroso, tan pequeñito.
—No lo crea, bella extranjera. Las serpientes pequeñas son tan venenosas o más como las grandes. Además, la leyenda dice que el hombre-cobra toma el tamaño de un hombre normal. Pero pasen y discutiremos el asunto bebiendo un poco de chai.
—¿No tendría un vasito de arag para pasarlo?
—Me sorprende usted. Había oído que los británicos no beben antes de las siete de la tarde.
—No soy británica. Y aunque lo fuera, no vaya creyendo todo lo que lee en las novelas.
Un par de botellas después, aquel lama les indicó que el monje normalmente ocupado del oráculo había tomado unas vacaciones, pero se ofreció a interpretar el I-Ching por ellos.
Mmmm… Una línea entera, dos partidas y tres enteras. Es el hexagrama 26, ta chu. Indica peligro y la necesidad de contener algo grande.
—¿No podría ser más específico?
—Claro. Los hombres blancos que vinieron antes que ustedes me enseñaron otro sistema de adivinación. Esperen que coja el vaso y lo coloque boca abajo… Los símbolos de esta mesa son antiguas runas utilizadas en el lejano occidente.
—¡Pero si es una ouija!
—¿Una qué?
—Una ouija. La he visto en mi país.
—Entonces, no le importará hacer los honores. Coloque el dedo sobre el vaso, así… Muy bien.
El vaso de licor se deslizó sobre la mesa. Marion fue anotando las letras en las que se detenía brevemente. El lama sonreía y aplaudía.
—Vamos a ver… «R Tape loading error». ¿Puede significar que alguien se ha equivocado con un cargamento de cintas de seda?
—Bueno, la verdad es que… creo que yo estaba pensando en la última vez que visité París contigo. Ya sabes, aquella vez que me ataste a la cama.
—¡Serás puerco! Anda, vuelve a intentarlo.
Antes de que el vaso se volviera a mover, salió del lama una voz cavernosa que decía, en perfecto inglés:
—Ve a la isla de Rhytya. Allí encontrarás al gigante Polifemo. Derrótalo y conseguirás que el ave fénix te lleve a la isla de Cobra. —Después, el lama se aclaró la garganta, aunque sonó más bien como un eructo—. Creo que me ha sentado mal la bebida.
—¡Fantástico! —aplaudió Marion—. ¡Vuélvalo a repetir!
—Creo que no podría. Necesitaréis un aliado. Tomad esta caja. La pequeña criatura que vive en ella es un mogwai. Parece inofensivo, pero tened cuidado de no mojarlo ni darle de comer después de medianoche.
—Qué cuqui —dijo el doctor Jones—. Me recuerda a mi perro. Pero acabo de ver que es tarde. Lo siento, tenemos prisa.
Así que agarraron la caja de madera y salieron con ella corriendo hacia el clipper, que los esperaba con los motores al ralentí.
—¿Cargaste combustible?
—Sí, se lo cambié a unos expedicionarios alemanes por un cartón de cigarrillos y nuestras reservas de licor. Creo que hice un buen trato.
—¿Buen trato? Durante la próxima semana vas a beber solo agua.
—Ya lo hacía antes. No soy como el doctor Jones, que puede pilotar borracho.
Poco a poco, las hélices fueron tomando su velocidad máxima. El avión, sin molestarse en girar en redondo para aprovechar las rodadas del aterrizaje, despegó en línea recta deslizándose por la inmensa llanura helada.
—Y ahora, ¿adónde?
—A Rythya.
—¡Pero si eso es un nido de mosquitos!
—Lo será. Pero parece que allí es donde vive el gigante Polifemo. Y resulta que tenemos que enfrentarnos a él.
—Molifemo —dijo una vocecilla agua y nasal que salía de la cajita de madera.
—Caray, ¡si habla!
—¿Qué es eso? —dijo Jake girando la cabeza hacia Marion.
—¡Mira hacia delante! ¡Que te estrellas con las montañas del Alud!
—¡Montañitas a mí...!
Con un hábil movimiento de alabeo, Jake hizo pasar el avión por entre las cumbres que aislaban Hyrga del resto del mundo. Enseguida vieron bajo sus pies el anchuroso mar que se extendía en todas direcciones, menos a su espalda.
—Ojalá el aeródromo más cercano no quede lejos. Os he mentido. No canjeé el licor por combustible. Lo eché en el depósito. El cartón de cigarrillos me lo fumé mientras os esperaba.
— : —
Días después la aeronave se encontraba de nuevo surcando los aires, bien aprovisionada de gasolina de alto octanaje y víveres. Añadieron también dinamita en abundancia. Nunca se sabía cuánto era suficiente para un gigante.
El sol lucía sobre las playas de Rhytia, pero en su interior, bajo los mangles y los árboles del pan, pocos rayos de luz llegaban hasta el suelo embarrado. A pesar de lo umbrío del lugar, el calor era asfixiante, a lo que contribuía la humedad del ambiente.
Marion sintió deslizarse algo sobre su pierna y saltó sobre el doctor Jones, que a su vez reaccionó diciendo:
—¡Quitadme eso de ahí!
Afortunadamente, en este viaje el piloto se había traído a su perro Jack, un terrier de pelo liso blanco y canela que se lanzó a acabar con la culebrilla que había a asustado a Marion.
—Una culebra café. No es venenosa para los seres humanos. Deberían temer más a los mosquitos. Esos sí que les pueden dejar tiesos. Se han tomado su dosis de quinina, ¿verdad?
—Por supuesto —respondió Marion—. Aunque fue una pena aguar así la ginebra. Tuve que beber otro vaso a palo seco, para quitar el mal sabor de boca.
Mientras continuaban su alegre cháchara intrascendente, un latido regular iba superponiéndose a los gritos de los monos, los silbidos de las aves del paraíso y el pwiop, pwiop, palabra de la lengua umeda que bien pudieran haber utilizado los lugareños para describir el sonido del agua goteando sobre charcos en la oscuridad.
—¿Qué es eso?
—Serán los tambores de los aborígenes.
—No creo. Escuchad.
El sordo golpeteo iba acompañado de un estrépito que, según se hacía más y más cercano, permitía distinguir el chasquido de las ramas partidas, el chirrido de los árboles derribados, el crujido de las raíces arrancadas. Aunque la cúpula arbórea no les permitía ver, supieron de qué se trataba.
—Creo que estamos llegando, Henry.
—El gigante Polifemo. En la tradición clásica es un hijo de Neptuno, pastor de cabras en la isla de Sicilia y enamorado locamente de la ninfa Galatea, una pelandusca cuyo nombre significa «leche» y que según Ovidio tiene, efectivamente, la piel más clara que la flor del aligustre. Esta, sin embargo, prefiere a Acis. Pero, si creemos a Homero, el Polifemo siciliano fue eliminado de una forma un tanto salvaje por Ulises…
—Le clavó un tronco ardiendo en el ojo —resume Marion—. Así que este es otro Polifemo, ¿no? ¿Crees que podremos usar el mismo truco con él?
—¡Claro! Es un ser primitivo y salvaje —asintió Jake.
—Primitivo y salvaje, pero con dos mil años de experiencia. No nos valen truquitos infantiles. Además, tampoco podemos ver dónde está su ojo.
—¿Cómo actuaremos entonces?
—He estado leyendo todo lo que se sabe de estos seres y he descubierto por qué nos han prestado el mogwai. Se dice que un paladín mogwai de alineamiento legal atacará implacable toda manifestación del mal.
—¿Qué dices? ¿Vas a usar como luchador al mogwai? Pero mira esa cosita qué mona… ¡Sería como usar a Jake para luchar! ¿Verdad que tú no quieres luchar, Jack?
—¡Guau, Guau!
—Ha dicho sí.
—Disculpe, señorita. Dos guaus significa no.
—¿Estás seguro?
—Claro.
—Y en el contexto semántico de la pregunta, ¿qué respuesta esperábamos? ¿Sí o no?
—Lo tendría que pensar.
—¿Queda ginebra?
—Claro.
Mientras tanto, el doctor Henry Jones había sacado al mogwai de su jaula. La pequeña bestia (una especie de osito de peluche con orejas peladas) caminaba esquivando cuidadosamente los charcos. Había cogido una rama puntiaguda y la blandía como lanza en su mano derecha (no quedan mogwais zurdos, pues los caritativos lamas los venden a un doctor alemán que paga buena plata para poder viviseccionarlos). De repente, el mogwai se llevó un dedo a la boca.
—¡Silencio...!
En mitad del camino había un gran charco ominosamente ovalado y cinco pequeños charcos más pequeños. Pero no era eso lo que había llamado la atención de su pequeña mascota. Era algo que estaba tras los árboles y que Jack estaba ahora señalando, el cuerpo en tensión, hocico y cola formando una línea recta, la pata anterior izquierda doblada.
—Ese árbol más grueso…
—¡Dios mío. no puede ser…!
Lo que habían tomado por un grueso y velludo tronco era una de las piernas del cíclope.
—¡A por él!
Mientras el mogwai trepaba por la peluda extremidad, el resto de los aventureros enroscaron una gruesa cuerda alrededor del tobillo de Polifemo. Luego buscaron el otro tobillo y, después de atar ambas piernas, comenzaron a meter ramitas de madera entre las uñas de los pies de aquella bestia, con un doble objetivo: de una parte, que el dolor ocultara los movimientos del animalillo; de otra, que el cíclope se viera animado a levantar las piernas, perdiendo el equilibrio. En efecto, no tardó en derrumbarse, arrastrando consigo los árboles y dejando en aquella selva un claro que fue llamado «claro de Polifemo» hasta que la vegetación volvió a adueñarse de él unos meses más tarde.
Una vez derribado y cegado Polifemo, les bastó con un par de cargas dinamita para rematar al monstruo, tras lo cual se dirigieron de nuevo a la costa con la esperanza de encontrar el Ave Fénix, ese maravilloso vehículo que les habían prometido las leyendas. Sin embargo, resultó que se trataba de un pájaro, apenas mayor que un grajo, aunque de colores más brillantes.
—Yo creía que eso de «ave fénix» era una metáfora. Pensaba en… naves espaciales precolombinas, carros de fuego profetizados en la biblia…
—Pues ya ves, Jake. Era solo un pájarillo. Así que ya puedes ir calentando motores para seguirlo allá donde vaya.
Algo debía de tener de mágico aquella ave, pues se colocó justo en el morro del Cutter's Goose y fue señalando cuidadosamente cada maniobra que tuvo que hacer el comandante. Gracias a ello encontraron la legendaria isla Cobra, una roca pentagonal sobre el océano que recordaba lejanamente la cabeza de un ofidio.
—La leyenda dice que unos hombres-cobra guardan la isla. Pero, en realidad, es una mala traducción. Estoy seguro de que el original dice «Hombre Okra».
—¿Está seguro, doctor Jones? El quingombó no se cultiva por estas tierras...
—¡Claro! ¿Cree que me hubiera embarcado en esta aventura si hubiera habido ofidios de por medio? Les tengo pánico.
—No hace falta que me lo jure.
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El clipper amerizó suavemente y después se acercó al acantilado.
—Tendrán que arreglárselas solos ustedes dos. Yo tengo que quedarme aquí controlando que las olas no lancen el avión contra los acantilados. Utilicen la balsa neumática. ¿Se llevarán los animales?
—El mogwai no puede mojarse. Y, en cuanto a Jack… ¡es su perro! Cuídelo usted.
—Podrían, al menos, pasearlo para que hiciera sus necesidades… Ha sido un vuelo largo.
Al cabo de un rato, Marion y Henry se encontraban examinando la roca de la isla Cobra. A sus pies, Jack babeaba y movía alegremente el rabo.
—¿Por dónde subiremos? Esta pared parece lisa como un espejo.
—¿Qué tal si rodeamos la isla? Quizá en algún punto sea más fácil escalar…
Efectivamente, en la esquina opuesta de la isla una gran cueva se abría en mitad de la pared. Al fondo parecían verse dos llamitas rojas, como dos ojos.
—Oye, Henry. Eso que se ve al fondo, ¿no será una deidad arcana ávida de sangre?
—Pamplinas. Además, si te fijas bien, está mirando más a la derecha. Así que no hay de qué preocuparse.
—Y esos señores que hacen guardia en la galería de la izquierda, ¿no tienen una cara un poco extraña?
—Debe de ser un peinado tribal,
—Espera, se acerca una luz. Agáchate.
Se acercó una figura vestida con taparrabos. Era humana hasta el torso, pero su cuello y su cabeza eran los de una cobra india. El resplandor de la linterna dejó a la vista seres semejantes haciendo guardia en las cuatro esquinas de la sala.
—¿Conque hombres okra, eh…?
—Menos mal que nos hemos traído a Jack.
—¿Qué?
—Menos mal que nos hemos traído a Jack.
—Pues no se está dando por enterado,
En lugar de repetir la frase por tercera vez, el doctor Jones agarró al terrier y lo lanzó con todas sus fuerzas hacia uno de los hombres-cobra. Antes de que el guardián pudiera comérselo, el perrillo se revolvió y clavó sus colmillos en el cuello, sin soltar su presa. Aprovechando la confusión, el arqueólogo y su intrépida acompañante corrieron hacia el sanctasanctórum del templo.
—¡Me cisco en lo más barrido! —dijo el doctor Jones.
—Pa' mear y no echar gota —confirmó Marion.
Ante ellos se erguía una colosal cobra que se retorcía y silbaba indiferente al hecho de que sus escamas estuvieran hechas de piedra.
—¡Ataca, Henry!
—Lo mío son las piedras, no las serpientes.
—Pues hazte a la idea: esa serpiente es una piedra.
—Lo siento. Me ha mirado con sus ojos llameantes y he quedado petrificado.
—¡Hombres! Nunca están ahí cuando los necesitas —bufó Marion. Y, tras darse fuerzas con un trago largo de agua de colonia (la ginebra se había terminado), se lanzó a los ojos de la bicha— ¡Ven aquí, lagarta, que vas a ver lo que es bueno!
Mientras Marion se debatía a tiros con el monstruoso ofidio, Jack se acercó al doctor Jones moviendo el rabo y comenzó a tirar de la mochila. El doctor tardó un rato en recordar que en el interior de la mochila les quedaban todavía las cargas de dinamita que habían sobrado del combate con el gigante.
—Muy listo. Anda, coge el palito y llévaselo a la serpiente mala… ¡Marion, cuando diga tres, apártate de la serpiente!
Fue pura casualidad que Marion pudiera desenredarse del dios cobra a tiempo de evitar la explosión del cartucho.
—¡Estoy bien, gracias! —gritó irritada. Y luego recordó— ¿y Jack?
—¿Ese chucho? Más nos valía que se hubiera quedado en el avión. No sirve para nada. No creo que haya sobrevivido.
Pero decirlo y que el terrier asomara su cabecita entre los restos de la cobra fue todo uno.
—¿Qué lleva en la boca?
—El ojo de la cobra. Es lo que querían los japs, aunque desconozco su poder. Espero que el gobierno pague un buen dinero por él.
— : —
Unos días después, en una taberna perdida de la polinesia, Jake Cutler empeñaba por enésima vez su perro para sostener sus envites de poker.
—Jake, no voy a aceptar a Jack a cambio de mi reloj. ¿No fuiste hace un mes a buscar un tesoro?
—Eso, Jake. ¿Dónde está el tesoro? Venga, cuéntanos otro cuento de lamas, gigantes y hombres-cobra.
—Vale. Me habéis pillado. Voy de farol.
—Como siempre...