miércoles, 11 de noviembre de 2020

Varia literaria

Cuando salí de la universidad, recién acabada la licenciatura, y decidí ponerme a preparar oposiciones para profesor de instituto, descubrí de repente que existía un siglo entero de la literatura del que apenas sabía nada: el siglo XVIII. Tan grande fue mi conciencia de la ignorancia que el primer curso para profesores que hice por voluntad propia versó sobre el siglo XVIII. Además, en aquella época devoré cuanta obra de aquel siglo cayó en mis manos, desde el delicioso Villarroel hasta el divertido padre Isla.

Quizá por cuestiones de tiempo, al siglo XVIII no se le prestaba atención en la carrera de filología Española de la Autónoma, donde no se impartía una especialidad en literatura. Tampoco se le había prestado atención en las clases que cursé en mi adolescencia. La literatura de segundo curso de BUP fue, ante todo, una introducción a conceptos literarios usando como campo de batalla textos que se extendían hasta el Siglo de Oro; al curso siguiente, en lugar de la aburrida historia de la literatura que prescribían los temarios, mi profesor prefirió concentrarse en analizar obras del realismo hasta la generación del 98, saltándose el Quijote, sí, pero llevando a la práctica el espíritu del currículo según el cual la literatura ha de servir principalmente como modelo para ejercitar la comprensión y expresión.

Pero no puedo decir que nunca hubiera visitado el siglo XVIII en mi recorrido educativo, ya que en la escuela leí fragmentos de «El sí de las niñas» e incluso me obligaron a memorizar (ya lo olvidé) algún fragmento de la «Sátira a Arnesto». Iriarte, Samaniego, Jovellanos, Moratín eran clásicos habituales en los manualitos de la EGB en los primeros años 80.

¿De dónde viene el odio al siglo XVIII, entonces? En mis primeros años de profesor siempre pensé que el Romanticismo había acabado volando por los aires los valores de aquella generación, y más o menos eso es lo que enseño a mis alumnos, pero en realidad los valores de unos y otros no están tan enfrentados. A Larra le gustaba Moratín. El tomo "las cien mejores poesías de la lengua castellana", compilado —creo— a finales del siglo XIX, cede amplio espacio a poetas del neoclásico, entre los que asoman autores de poemas patrióticos que seguramente inflamaban el pecho de nuestros románticos. De hecho, las redes sociales han hecho pasar poemas de aquella generación por poemas de Espronceda. ¡Nuestro dieciocho es tan contradictorio! Por un lado, los tardobarrocos como Villarroel. Por otro, los clérigos reformistas como Feijóo e Isla. Feijóo no cree en vampiros, pero habla de ellos. Isla parodia la escolástica, y al hacerlo recurre con maestría a sus métodos. Samaniego es el modelo de autor preocupado por la moral que escribe fábulas para los alumnos del seminario, pero también cae bajo su pluma el pornográfico Jardín de Venus. Cadalso es neoclásico y prerromántico; no se conforma con lo viejo ni con lo nuevo; pide moderación, pero sus personajes desentierran cadáveres, presa de las pasiones. Me gustaría saber más sobre el heterodoxo Blanco-White y sobre los poetas clérigos de su Sevilla natal.

Quizá el problema está en que ninguna generación literaria es homogénea ni coherente consigo misma. Del mismo modo que los neoclásicos defienden las ideas ilustradas (entre las que están, no lo olvidemos, la libertad y abolición de la nobleza de sangre) pero se aferran como un clavo ardiendo al respeto de las normas, los románticos hacen alarde de la libertad pero se refugian en ese pasado feudal de campesinos atados al terruño y no rechazarán, como Martínez de la Rosa, una cartera de Gobernación, si llega el caso.

martes, 18 de agosto de 2020

El cuento del martes: desde el otro lado

Este texto lo escribí para la convocatoria Space Opera de @Arachne81 . En realidad no encajaba mucho en la convocatoria, pero me apetecía darle la vuelta al género.

Desde el otro lado

Nadie hubiera creído en los últimos años del siglo diecinueve que este mundo estaba siendo vigilado intensamente y de cerca por inteligencias mayores que la del hombre y aun así tan mortales como la suya; que mientras los hombres se ocupaban en sus varios asuntos estaban siendo escudriñados y estudiados, quizá tan de cerca como un hombre con un microscopio podría escudriñar las efímeras criaturas que pululan y se multiplican en una gota de agua.
H. G. Wells, La guerra de los mundos

Día 1

«Doscientos años atrás, el ataque Zirklodiano destruyó nuestro planeta. Los invasores arruinaron la maquinaria que fundía las reservas de agua dulce de los polos y las hacía correr por los canales. Nuestro mundo fue cubierto por la desdicha. Solo después de cincuenta años de conflictos entre los supervivientes se impuso la cordura. Las diversas hordas se unieron bajo la mano férrea del Líder. Bajo su mandato se recuperó poco a poco la tecnología, todos los esfuerzos dirigidos a un único objetivo: defender nuestro planeta de ataques exteriores y prepararnos para la colonización de nuevos mundos. El primer paso será la colonización del planeta Interior, cuyos análisis espectrográficos revelan una gran cantidad de agua. Hoy, ese planeta se encuentra en el punto idóneo. Dentro de unas horas, lanzaremos nuestros proyectiles de exploración. Pero primero, saludemos a los intrépidos exploradores.»

He escuchado el discurso del líder en posición de firmes. Se me ha hecho largo. Me ha extrañado ser capaz de mantener la compostura. Sobre todo porque sé que las cosas no van a ser tan fáciles. Los espectrógrafos revelan la presencia de agua y de oxígeno, sí. Pero junto a ellos, también indican que hay cada vez más carbono. Mal asunto. En ese planeta hay vida… y hay industria. Claro que el proyectil lleva un grueso blindaje, tanto que se ha aumentado la fuerza de impulso necesaria para alcanzar la velocidad de escape. Para evitar el fracaso de la misión, cientos de proyectiles saldremos al unísono, confiando en sobrevivir tanto al despegue como al impacto.

Después de posar para la televisión, nos hemos dirigido con paso firme a los transportes que han llevado a cada cual a su proyectil: Un tosco cilindro hueco en el interior de otro cilindro más amplio que actuará como tubo de lanzamiento. Dentro del cilindro reside el módulo de colonización, una especie de araña plegada cuyas patas amortiguarán el lanzamiento. Ahí está mi habitáculo. No solo sirve de cápsula de soporte vital y de transporte: también está provisto de un emisor de rayos calóricos por si es necesario defenderse de alguna criatura o cavar un escondite.

El habitáculo es estrecho; me ha costado introducirme en él. Tuve que meter primero la cabeza y luego los tentáculos, uno a uno. Después, he esperado a que los operarios rellenen el interior del proyectil con líquido amortiguador y cierren la gran tapa.

Antes del lanzamiento, los científicos no se pusieron de acuerdo sobre la manera de aminorar la velocidad del choque contra Interior. Según algunos, la gruesa atmósfera de aquel planeta permitiría desarrollar algún sistema de reducción de velocidad a través de resistencia aerodinámica; otros preferían reducir la fuerza del impacto mediante zonas deformables y líquidos amortiguantes. A mí me ha tocado, como al 90% de los colonos, un proyectil del segundo tipo, más fiable. Pero sigo teniendo miedo. Dejo este cuaderno mientras la gran tapa se cierra completamente y se apaga la luz, señal de que el lanzamiento es inminente. Espero sobrevivir para continuarlo.

Día 2

Cientos de exploradores habrán tenido ayer la misma sensación que tuve yo. Mi cuerpo blando aplastado por efecto de la aceleración y estirado de nuevo al alejarse de la gravitación del planeta natal. ¿Se sentirá así la masa de huckla cuando, después de pasarle el rodillo, la metes al horno para que se infle? Y, cuando la nave llegue a su objetivo, ¿será menor el golpe que el de la bola de masa lanzada sobre la mesa?

Día 4

Me siento solo. Me gustaría poder comunicarme con mis compañeros, pero el emisor calórico que sirve como arma y sistema de comunicación es inútil a altas velocidades. Somos un ejército de guerreros solitarios avanzando en mitad de la noche.

Día 7

Dijeron que el camino serían tres o cuatro días. Tengo víveres para un mes. Y luego tengo la hierba roja que plantaré en mi parcela de la colonia. Realmente, no creo que me muera de hambre. Lo que hace que cada día pase la vida ante mis ojos es la incertidumbre sobre mi supervivencia al impacto de la llegada.

Día 10

Acabo de descubrir que la mitad de las cajas de víveres están vacías. Maldito aparato propagandístico. Está claro que era imperativo lanzar la colonización cuanto antes, sin importar que no hubiera terminado el acopio de alimentos. Tendré que racionarlos.

Día 14

Los sensores informan que ya estoy cerca del planeta. Santo Líder, protégeme. Espero sobrevivir al impacto.

Día 15

Creo que he tenido el honor en ser el primero en llegar, o al menos el primero en despertar tras la colisión contra mi objetivo. Los sensores han revelado una multitud de criaturas bípedas que se afanaban por romper o perforar la tapa de proyectil.

Santo Líder, protégeme. He chupado mis tentáculos rezándote y te he dado mi agua. Allá vamos.

Día 15. Continuación

El ruido de la tapa desenroscándose ha hecho que los bípedos se apartaran, pero por poco tiempo. He puesto el rayo calórico a mínima potencia y he trazado en el suelo los signos que en el idioma universal significan «venimos en son de paz». También lo he lanzado hacia los cuatro puntos cardinales y hacia el cielo. Sin embargo, ha habido un resultado inesperado. El trozo de suelo hacia el que había lanzado el rayo ha comenzado a arder. En esta atmósfera rica en oxígeno, el mínimo calor hace que prendan los objetos. Los bípedos han reaccionado violentamente. Uno ha lanzado un haz de destellos hacia mí con un artefacto misterioso. El espectroscopio indica que contenía magnesio. Otros han comenzado a disparar con rudimentarias armas de pequeño calibre. Pero la mayoría han huido. ¿Cómo convencerlos de que venimos en paz?

Día 16

Esta madrugada, un estruendo me despertó. La tierra saltaba a mi alrededor formando cráteres enormes. El telémetro indicó la presencia de armas de gran calibre a unos 5 verstas de mi posición. Colocando el emisor calórico en alta potencia, he destruido la amenaza. Después he hecho señales luminosas con el emisor calórico, tanto hacia los cuatro puntos cardinales como en dirección mi planeta, a la vez que hacía sonar la trompa de alarma.

En esta atmósfera, tiene un timbre extraño. Ese «hula, hula» atronador es más intenso que el agudo sonido que hace en casa.

Día 17

He sembrado la hierba roja. Se supone que en este clima húmedo y rico en carbono crecerá rápidamente. Pero los sensores indican una escasez de radiación solar que quizá nuestros agrónomos no tuvieron en cuenta.

Mientras la estaba sembrando recibí otro ataque artillero, pero pude repelerlo fácilmente. Los mensajes por emisor calórico avisan de otra amenaza: bípedos que salen de debajo de la tierra o que cavan trampas que se abren bajo las patas del módulo colonizador. Oigo continuamente el «hula, hula» de otros colonizadores pidiendo ayuda. No hay que confiarse.

Día 19

Ya ha empezado a brotar la hierba roja. Sus praderas se extienden todo a lo largo de la gran corriente de agua, haciendo que este lugar resulte más familiar. Me he afanado todo el día en aplanar el terreno para facilitar el crecimiento de mi pequeña hacienda. He decidido que el lugar donde impacté sea mi parcela de colono cuando acabemos con los habitantes hostiles.

Este planeta sería bonito si sus criaturas no se afanaran en atacarnos. Es mucho más fértil que nuestro mundo. Me gustan especialmente unos vegetales de gran tamaño y tallo extremadamente duro que crecen acá y allá. Parece que a los habitantes les gustan también, porque muchos acompañan el curso de los caminos, como si los hubieran plantado allí.

Día 20

La hierba roja estará pronto lista para la recolección. Es una gran noticia, porque estoy quedándome sin suministros.

Un bípedo me ha atacado esta noche. Se acercó a mí en la oscuridad, con aviesas intenciones. Corría ocultándose tras las tapias de esas construcciones bajas en que viven los bípedos de esta zona. Después, se arrastró entre las matas de vegetación local, pensando que no lo detectaría. Suerte que los científicos desarrollaron estos sensores tan eficaces. Esperé a que estuviera al alcance de mi brazo mecánico y lo aplasté entre sus garras.

Día 21

El procesador de alimentos indica que la hierba roja, que tan rápido ha crecido, no posee aquí el mismo valor nutritivo que en nuestro planeta natal. He tenido que añadir organismos locales. Comencé con los restos del bípedo que destrocé ayer y con unos cuadrúpedos peludos que se acercaron a alimentarse del cadáver. En general, las criaturas de este lugar son pequeñas. Casi todas caben por el hueco del procesador. Solo unos grandes cuadrúpedos peludos que se alimentan de hierba ofrecen cierta dificultad a la hora de insertarlos enteros, aunque se pueden cortar en pedazos.

El comandante del campo de entrenamiento nos previno contra la tentación de añadir proteínas locales a la dieta, posible fuente de intoxicación, pero la necesidad obliga.

Día 22

He vuelto a sufrir un intento de ataque. Un gran hoyo se abrió bajo una de las patas del módulo de exploración. La máquina quedó desequilibrada y, en ese momento, salieron de sus escondites varios hostiles que empezaron a golpear la pata. Usé el brazo para apoyarme sobre uno de esos vegetales altos que pueblan este planeta y recuperar el equilibrio. Después, barrí con el brazo a esos insensatos.

A través del emisor térmico he recibido señales de compañeros que han seguido la gran corriente de agua hasta su final. Allí, el contenido de electrolitos es demasiado elevado como para llenar los depósitos. Sin embargo, hay gran cantidad de materia orgánica con que cargar el procesador de alimentos. Mañana intentaremos hacer una expedición hacia esa zona.

Día 23

Un grupo de grandes máquinas de metal, mayores que cinco cilindros puestos en fila uno tras otro, nos han emboscado. Se mantienen sobre la superficie del agua, como los innuks de nuestras leyendas, y están erizadas de artillería de gran calibre. Dos de los nuestros han caído heroicamente antes de que eliminásemos la amenaza. Hemos avisado al resto de colonos para que busquen y destruyan esas máquinas de metal en las orillas de la gran isla sobre la que hemos caído.

Día 24

A orillas de la gran corriente de agua hay una ciudad. Sus edificios son altos; los sensores de larga vista mostraban multitudes de bípedos saliendo de ella, así como tosca maquinaria movida por los cuadrúpedos grandes. Nos hemos acercado lentamente a ella mientras contemplábamos con regocijo la muchedumbre asustada que cubría los senderos. También vimos una extraña máquina alargada que se arrastraba sobre un camino de metal. Se movía a mucha velocidad y no se detuvo hasta que lanzamos el rayo calórico sobre su primer segmento. Con todos los seres que vamos recogiendo, hay comida para una buena temporada.

Día 25

Hemos instalado un gran procesador de alimentos en el centro de la ciudad. Después hemos recorrido el lugar para recolectar distintos organismos de dos y cuatro patas que intentan esquivar nuestros brazos mecánicos. Pero más importante que procesar alimentos sería investigar una manera de conservarlos sin que pierdan sus propiedades. No sabemos si es por la atmósfera de este planeta, pero los glúcidos se van convirtiendo en ácido a las pocas horas. Es algo para lo que no estábamos preparados.

Día 26

La ciudad ha revelado ser una trampa. Sus calles están huecas; en cualquier lugar aparecen seres hostiles que atacan y corren para desaparecer después en el interior de los edificios o en las entrañas de la tierra. Nuestro comandante nos ha autorizado a destruirla.

Día 27

Ayer incendiamos todos los edificios de madera y los vimos arder durante toda la noche. Fue un bonito espectáculo. Varias bóvedas construidas en metal se derritieron bajo el calor de las llamas. También nos ocupamos en derribar esas estructuras que cruzan la gran corriente de agua, así como los objetos que se mantenían sobre su superficie.

Algunos edificios están construidos en material cerámico y han resistido al calor. Al principio los hemos estado derribando golpeando entre dos o tres colonizadores con el brazo mecánico, mientras otro vigilaba en busca de esos bípedos que continúan hostigándonos de manera suicida.

Uno de mis compañeros ha descubierto un juego. Levanta con el brazo mecánico un gran trozo de escombro y lo lanza hacia el tejado un edificio lejano, rompiéndolo en mil pedazos. Es divertido competir por ser quien más lejos lo lanza. A veces, al levantar el bloque de escombro salen criaturas que se escondían debajo. Otras veces, es el edificio el que revela seres hostiles que se creían lejos de nuestro alcance.

Día 28

No había tenido tiempo de fijarme antes, pero en esta gruesa atmósfera permite que algunos organismos floten y se deslicen por el aire. La ciudad está llena de ellos, así como de unas pequeñas criaturas —tan pequeñas que apenas las vemos— que se desplazan corriendo cuando derribamos una pared o hacemos un agujero en el suelo en busca de hostiles. Parecen comer otros seres muertos, así como de restos orgánicos diversos. En cualquier caso, son demasiado escurridizas para echarlas en el procesador de alimentos.

Día 29

Hoy ha ocurrido algo extraño. El colonizador que me acompañaba en la demolición de un edificio ha hecho la señal de «problema» y ha parado. Después, cuando ha vuelto al trabajo, le he hecho una señal interrogativa, pero no ha sabido responderme nada concreto. Solo ha mantenido la señal de «problema indefinido». Tras un par de horas, ha vuelto a hacer la señal de «ocupado». Ahora no responde a mis señales. ¡Santo líder! ¿Será un arma invisible?

Día 30

Esta noche, mi compañero ha hecho sonar su trompa de alarma y todavía sigue sonando. Sin embargo, su emisor térmico sigue sin hacer señal alguna, a pesar de que nuestro otro compañero, el que hace de guardián, está también tratando de comunicarse con él. No sé qué puede sucederle. El sonido de la trompa de alarma se va haciendo más lento y grave. Debe de estar agotándose su energía.

Día 30. Continuación

Me siento raro. No sé qué me ocurre. Criaturas aladas se han acercado hacia mi compañero. Parece que están intentando romper los vidrios del módulo colonizador, pero él no hace nada por evitarlo. Debería defenderlo con mi emisor de rayos. Sin embargo, me cuesta centrar la vista.

Día 31

Apenas puedo moverme. Siento un intenso dolor en mis vísceras. No puedo comer. Cada vez que lo intento, de mi tubo digestivo sale una sustancia de extraño color. Hay algo maléfico en este planeta; quizá en los alimentos, quizá en el aire. Santo líder, ¡tengo que avisar a mis compañeros! Lanzaré mi mensaje hacia las estrellas. La próxima vez, debemos prepararnos mejor.

Epílogo

En la academia militar, el comandante Hurkon examinaba el manuscrito. Le había sido remitido por un guerrero mecánico del regimiento avanzado, que lo encontró en el interior de un antiguo módulo de colonización cuidadosamente preservado desde cien años atrás por las criaturas bípedas. «Es una pena», se dijo, «que esta información no nos llegase antes. Hubiera salvado a las tropas de la segunda y tercera oleadas, también desaparecidas inexplicablemente. Ahora bien, el botín que han traído las tropas mecánicas en nuestra reciente victoria, ¿no habrá esparcido ese mal invisible por nuestro planeta?»

martes, 11 de agosto de 2020

El cuento del martes: El Dr Jones contra el Imperio Cobra

Este cuento desquiciado se preparó para la malograda convocatoria «ochentena» de @nicolet_eclipse. Es por ello que aparecen personajes míticos de los 80 como el doctor Jones (no lo cito por su apodo, que seguramente sea marca registrada), Marion Ravenwood, o ese mogwai tierno que se disfraza de Rambo cada vez que se ve obligado a salvar al mundo.

Quizá menos conocidos sean Jake Cutter, su perro Jack y su aeronave, protagonistas de la efímera serie Cuentos del Mono de Oro.

Las nuevas generaciones, finalmente, desconocen el placer que a los niños españoles de los 80 les producía el mítico juego Imperio Cobra, que realmente es un diseño de los 70. Dedico este cuento al autor de aquel juego, José Pineda García, y también a su ilustrador, cuyo nombre desconozco.



El doctor Jones contra el Imperio Cobra


El aeroplano cabeceaba peligrosamente. En el exterior, los vientos helados azotaban la planicie helada de Hyrga. Marion asentaba su estómago revuelto con tragos de arag. Jake Cutter trataba de estabilizar el Cutter's Goose mientras interrogaba al doctor Jones sobre el rumbo:

—¿Está seguro de que ese mapa es fiable? La escala está distorsionada. Y en la estepa apenas hay puntos de referencia. El punto que busca podría estar a un kilómetro de la cordillera o a cien millas. 

—El tipo que me lo vendió en El mono de oro me dijo que no tenía pérdida. A mediodía, la ciudad reluce como si estuviera construida en cristal.

—Entonces, rece porque lleguemos a mediodía.

Un petardazo en el motor sacó de su estupor a Marion.

—Oiga, ¿ese ruido es normal?

—Un atasco en el carburador. Ya les dije que no debíamos repostar en aquel aeródromo.

—Mis libras no eran del todo… auténticas. Por eso preferí repostar en el Celeste Imperio.

—Ya no existe el Celeste Imperio, señor Jones. Actualícese. Ahora es una república, y pronto será una provincia de Japón.

Translatio Imperii.

—¿Qué dice?

—Es lo que diría mi padre, un medievalista maniático del latín. Persia, Grecia, Roma, el Sacro Imperio, España, el imperio Británico, América… El poder va siempre hacia el oeste. Si sigue girando, quizá continúe por Japón. Es ley de vida… si no hacemos nada. Y FDR asegura que no quiere guerra.

—¿Lo cree usted?

—Lo que yo crea no tiene importancia. Pero me han contratado para buscar algo que quieren los japs.

Sonó otro petardazo en el motor. Después, la hélice detuvo sus giros.

—Espero que estemos cerca, porque vamos a tener que planear.

—Pero… ¡si queda otro motor! Estoy seguro de que este viejo clipper puede volar con un solo motor, Cutter.

En aquel momento, un ominoso silencio sustituyó al estruendo de los pistones. La otra hélice había dejado de girar.

—¿Decía algo?

—¡Maldita sea mi estampa! Trate de mantener el rumbo. No puede quedar mucho.

La cabeza de Marion asomó por la portezuela de la cabina.

—Hay algo que deberíais saber…

—¿Que los motores no funcionan? Eso ya lo sabemos.

—No, guapetón —dijo Marion—. Que el Palacio de Cristal está ahí, a tu derecha.

Efectivamente. A la derecha se divisaba un resplandor numinoso que no podía deberse a la simple refracción de los rayos solares. Un extraño verdor en torno de él sugería que la sola presencia de aquel palacio bastaba para derretir la nieve de la estepa.

—Tendremos que posarnos a cierta distancia. La panza del clipper puede arrastrarse por la nieve, pero no por la hierba.

El clipper cabeceó un momento y pareció saltar hacia abajo en el aire. Después, elevó el morro para reducir la velocidad mientras descendía entre fuertes vibraciones. Finalmente, su panza golpeó la gruesa capa de nieve y se deslizó a lo largo de varios cientos de metros botando con un ruido de tambores.

Marion se agarró a la portezuela y vomitó todo el alcohol que había bebido.

—Espero que los monjes nos reciban con un buen trago de arag para sentar el estómago.

Un grupo de pastores se acercó hacia el avión. Su olor a yak y a leche agria era suficiente para disimular el hedor del aliento de Marion.

Willkommen —saludaron los campesinos en un perfecto alemán.

—¡Maldita sea! Ya nos ha adelantado la expedición de Aufschnaiter. Tenemos que darnos prisa antes de que la Sociedad Thule visite el oráculo. Cuttler, ¿se queda aquí reparando los motores?

—¡Qué remedio! Podría ayudarme la señorita Ravenwood. Creo que se da maña con la mecánica.

—Me encantaría echarte una mano, querido Jake. —Marion guiñó un ojo mientras mordía su carnoso labio inferior—. Sin embargo, creo que el doctor Jones tiene un poco oxidada la familia de lenguas bodish, ¿no es cierto?

—No he tenido ocasión, como tú, de practicar mis artes conversatorias en tugurios infectos.

—Eres un amor, Henry. Recuérdame por qué te dejé.

Marion se dirigió a los campesinos, les compró unas cuantas baratijas para turistas británicos fabricadas en la metrópoli y revendidas en las colonias a alto precio y finalmente les pidió que la guiaran hacia el palacio de Cristal.

No tardaron en encontrarse caminando por una superficie verde ligeramente encharcada al final de la cual se elevaba una ciudad colgada de la roca. Las formas macizas y los tejados de aleros curvados recordaban a los que Marion había encontrado en Lhasa cuando se acercaba a comprar hierbas para aromatizar el arag que vendía en su taberna. Sin embargo, la superficie de los edificios no tenía los colores de la madera pintada, sino que relucía como si estuviera hecha de una mezcla de hielo, nieve y cristal de roca.

—Bienvenidos a mi humilde morada, extranjeros —les saludó un anciano monje de cráneo afeitado—. ¿Qué les trae por aquí?

—Deseamos consultar el oráculo. Acerca de esto —respondió Marion y, señalando al doctor Jones, añadió—: Enséñaselo, Henry.

—¡Un hombre-cobra! Hacía tiempo que no veía uno. Son un amuleto de gran poder. Hay quien dice que, si se depositan en el suelo y se recita la plegaria adecuada, el hombre-cobra adquiere vida propia.

—Bueno, no será peligroso, tan pequeñito.

—No lo crea, bella extranjera. Las serpientes pequeñas son tan venenosas o más como las grandes. Además, la leyenda dice que el hombre-cobra toma el tamaño de un hombre normal. Pero pasen y discutiremos el asunto bebiendo un poco de chai.

—¿No tendría un vasito de arag para pasarlo?

—Me sorprende usted. Había oído que los británicos no beben antes de las siete de la tarde.

—No soy británica. Y aunque lo fuera, no vaya creyendo todo lo que lee en las novelas.

Un par de botellas después, aquel lama les indicó que el monje normalmente ocupado del oráculo había tomado unas vacaciones, pero se ofreció a interpretar el I-Ching por ellos.

Mmmm… Una línea entera, dos partidas y tres enteras. Es el hexagrama 26, ta chu. Indica peligro y la necesidad de contener algo grande.

—¿No podría ser más específico?

—Claro. Los hombres blancos que vinieron antes que ustedes me enseñaron otro sistema de adivinación. Esperen que coja el vaso y lo coloque boca abajo… Los símbolos de esta mesa son antiguas runas utilizadas en el lejano occidente.

—¡Pero si es una ouija!

—¿Una qué?

—Una ouija. La he visto en mi país.

—Entonces, no le importará hacer los honores. Coloque el dedo sobre el vaso, así… Muy bien.

El vaso de licor se deslizó sobre la mesa. Marion fue anotando las letras en las que se detenía brevemente. El lama sonreía y aplaudía.

—Vamos a ver… «R Tape loading error». ¿Puede significar que alguien se ha equivocado con un cargamento de cintas de seda?

—Bueno, la verdad es que… creo que yo estaba pensando en la última vez que visité París contigo. Ya sabes, aquella vez que me ataste a la cama.

—¡Serás puerco! Anda, vuelve a intentarlo.

Antes de que el vaso se volviera a mover, salió del lama una voz cavernosa que decía, en perfecto inglés:

—Ve a la isla de Rhytya. Allí encontrarás al gigante Polifemo. Derrótalo y conseguirás que el ave fénix te lleve a la isla de Cobra. —Después, el lama se aclaró la garganta, aunque sonó más bien como un eructo—. Creo que me ha sentado mal la bebida. 

—¡Fantástico! —aplaudió Marion—. ¡Vuélvalo a repetir!

—Creo que no podría. Necesitaréis un aliado. Tomad esta caja. La pequeña criatura que vive en ella es un mogwai. Parece inofensivo, pero tened cuidado de no mojarlo ni darle de comer después de medianoche.

—Qué cuqui —dijo el doctor Jones—. Me recuerda a mi perro. Pero acabo de ver que es tarde. Lo siento, tenemos prisa.

Así que agarraron la caja de madera y salieron con ella corriendo hacia el clipper, que los esperaba con los motores al ralentí.

—¿Cargaste combustible?

—Sí, se lo cambié a unos expedicionarios alemanes por un cartón de cigarrillos y nuestras reservas de licor. Creo que hice un buen trato.

—¿Buen trato? Durante la próxima semana vas a beber solo agua.

—Ya lo hacía antes. No soy como el doctor Jones, que puede pilotar borracho.

Poco a poco, las hélices fueron tomando su velocidad máxima. El avión, sin molestarse en girar en redondo para aprovechar las rodadas del aterrizaje, despegó en línea recta deslizándose por la inmensa llanura helada.

—Y ahora, ¿adónde?

—A Rythya.

—¡Pero si eso es un nido de mosquitos!

—Lo será. Pero parece que allí es donde vive el gigante Polifemo. Y resulta que tenemos que enfrentarnos a él.

Molifemo —dijo una vocecilla agua y nasal que salía de la cajita de madera.

—Caray, ¡si habla!

—¿Qué es eso? —dijo Jake girando la cabeza hacia Marion.

—¡Mira hacia delante! ¡Que te estrellas con las montañas del Alud!

—¡Montañitas a mí...!

Con un hábil movimiento de alabeo, Jake hizo pasar el avión por entre las cumbres que aislaban Hyrga del resto del mundo. Enseguida vieron bajo sus pies el anchuroso mar que se extendía en todas direcciones, menos a su espalda.

—Ojalá el aeródromo más cercano no quede lejos. Os he mentido. No canjeé el licor por combustible. Lo eché en el depósito. El cartón de cigarrillos me lo fumé mientras os esperaba.

— : —

Días después la aeronave se encontraba de nuevo surcando los aires, bien aprovisionada de gasolina de alto octanaje y víveres. Añadieron también dinamita en abundancia. Nunca se sabía cuánto era suficiente para un gigante.

El sol lucía sobre las playas de Rhytia, pero en su interior, bajo los mangles y los árboles del pan, pocos rayos de luz llegaban hasta el suelo embarrado. A pesar de lo umbrío del lugar, el calor era asfixiante, a lo que contribuía la humedad del ambiente.

Marion sintió deslizarse algo sobre su pierna y saltó sobre el doctor Jones, que a su vez reaccionó diciendo:

—¡Quitadme eso de ahí!

Afortunadamente, en este viaje el piloto se había traído a su perro Jack, un terrier de pelo liso blanco y canela que se lanzó a acabar con la culebrilla que había a asustado a Marion.

—Una culebra café. No es venenosa para los seres humanos. Deberían temer más a los mosquitos. Esos sí que les pueden dejar tiesos. Se han tomado su dosis de quinina, ¿verdad?

—Por supuesto —respondió Marion—. Aunque fue una pena aguar así la ginebra. Tuve que beber otro vaso a palo seco, para quitar el mal sabor de boca.

Mientras continuaban su alegre cháchara intrascendente, un latido regular iba superponiéndose a los gritos de los monos, los silbidos de las aves del paraíso y el pwiop, pwiop, palabra de la lengua umeda que bien pudieran haber utilizado los lugareños para describir el sonido del agua goteando sobre charcos en la oscuridad.

—¿Qué es eso?

—Serán los tambores de los aborígenes.

—No creo. Escuchad.

El sordo golpeteo iba acompañado de un estrépito que, según se hacía más y más cercano, permitía distinguir el chasquido de las ramas partidas, el chirrido de los árboles derribados, el crujido de las raíces arrancadas. Aunque la cúpula arbórea no les permitía ver, supieron de qué se trataba.

—Creo que estamos llegando, Henry.

—El gigante Polifemo. En la tradición clásica es un hijo de Neptuno, pastor de cabras en la isla de Sicilia y enamorado locamente de la ninfa Galatea, una pelandusca cuyo nombre significa «leche» y que según Ovidio tiene, efectivamente, la piel más clara que la flor del aligustre. Esta, sin embargo, prefiere a Acis. Pero, si creemos a Homero, el Polifemo siciliano fue eliminado de una forma un tanto salvaje por Ulises…

—Le clavó un tronco ardiendo en el ojo —resume Marion—. Así que este es otro Polifemo, ¿no? ¿Crees que podremos usar el mismo truco con él?

—¡Claro! Es un ser primitivo y salvaje —asintió Jake.

—Primitivo y salvaje, pero con dos mil años de experiencia. No nos valen truquitos infantiles. Además, tampoco podemos ver dónde está su ojo.

—¿Cómo actuaremos entonces?

—He estado leyendo todo lo que se sabe de estos seres y he descubierto por qué nos han prestado el mogwai. Se dice que un paladín mogwai de alineamiento legal atacará implacable toda manifestación del mal.

—¿Qué dices? ¿Vas a usar como luchador al mogwai? Pero mira esa cosita qué mona… ¡Sería como usar a Jake para luchar! ¿Verdad que tú no quieres luchar, Jack?

—¡Guau, Guau!

—Ha dicho sí.

—Disculpe, señorita. Dos guaus significa no.

—¿Estás seguro?

—Claro.

—Y en el contexto semántico de la pregunta, ¿qué respuesta esperábamos? ¿Sí o no?

—Lo tendría que pensar.

—¿Queda ginebra?

—Claro.

Mientras tanto, el doctor Henry Jones había sacado al mogwai de su jaula. La pequeña bestia (una especie de osito de peluche con orejas peladas) caminaba esquivando cuidadosamente los charcos. Había cogido una rama puntiaguda y la blandía como lanza en su mano derecha (no quedan mogwais zurdos, pues los caritativos lamas los venden a un doctor alemán que paga buena plata para poder viviseccionarlos). De repente, el mogwai se llevó un dedo a la boca.

—¡Silencio...!

En mitad del camino había un gran charco ominosamente ovalado y cinco pequeños charcos más pequeños. Pero no era eso lo que había llamado la atención de su pequeña mascota. Era algo que estaba tras los árboles y que Jack estaba ahora señalando, el cuerpo en tensión, hocico y cola formando una línea recta, la pata anterior izquierda doblada.

—Ese árbol más grueso…

—¡Dios mío. no puede ser…!

Lo que habían tomado por un grueso y velludo tronco era una de las piernas del cíclope.

—¡A por él!

Mientras el mogwai trepaba por la peluda extremidad, el resto de los aventureros enroscaron una gruesa cuerda alrededor del tobillo de Polifemo. Luego buscaron el otro tobillo y, después de atar ambas piernas, comenzaron a meter ramitas de madera entre las uñas de los pies de aquella bestia, con un doble objetivo: de una parte, que el dolor ocultara los movimientos del animalillo; de otra, que el cíclope se viera animado a levantar las piernas, perdiendo el equilibrio. En efecto, no tardó en derrumbarse, arrastrando consigo los árboles y dejando en aquella selva un claro que fue llamado «claro de Polifemo» hasta que la vegetación volvió a adueñarse de él unos meses más tarde.

Una vez derribado y cegado Polifemo, les bastó con un par de cargas dinamita para rematar al monstruo, tras lo cual se dirigieron de nuevo a la costa con la esperanza de encontrar el Ave Fénix, ese maravilloso vehículo que les habían prometido las leyendas. Sin embargo, resultó que se trataba de un pájaro, apenas mayor que un grajo, aunque de colores más brillantes.

—Yo creía que eso de «ave fénix» era una metáfora. Pensaba en… naves espaciales precolombinas, carros de fuego profetizados en la biblia…

—Pues ya ves, Jake. Era solo un pájarillo. Así que ya puedes ir calentando motores para seguirlo allá donde vaya.

Algo debía de tener de mágico aquella ave, pues se colocó justo en el morro del Cutter's Goose y fue señalando cuidadosamente cada maniobra que tuvo que hacer el comandante. Gracias a ello encontraron la legendaria isla Cobra, una roca pentagonal sobre el océano que recordaba lejanamente la cabeza de un ofidio.

—La leyenda dice que unos hombres-cobra guardan la isla. Pero, en realidad, es una mala traducción. Estoy seguro de que el original dice «Hombre Okra».

—¿Está seguro, doctor Jones? El quingombó no se cultiva por estas tierras...

—¡Claro! ¿Cree que me hubiera embarcado en esta aventura si hubiera habido ofidios de por medio? Les tengo pánico.

—No hace falta que me lo jure.

— : —

El clipper amerizó suavemente y después se acercó al acantilado. 

—Tendrán que arreglárselas solos ustedes dos. Yo tengo que quedarme aquí controlando que las olas no lancen el avión contra los acantilados. Utilicen la balsa neumática. ¿Se llevarán los animales?

—El mogwai no puede mojarse. Y, en cuanto a Jack… ¡es su perro! Cuídelo usted.

—Podrían, al menos, pasearlo para que hiciera sus necesidades… Ha sido un vuelo largo.

Al cabo de un rato, Marion y Henry se encontraban examinando la roca de la isla Cobra. A sus pies, Jack babeaba y movía alegremente el rabo. 

—¿Por dónde subiremos? Esta pared parece lisa como un espejo.

—¿Qué tal si rodeamos la isla? Quizá en algún punto sea más fácil escalar…

Efectivamente, en la esquina opuesta de la isla una gran cueva se abría en mitad de la pared. Al fondo parecían verse dos llamitas rojas, como dos ojos.

—Oye, Henry. Eso que se ve al fondo, ¿no será una deidad arcana ávida de sangre?

—Pamplinas. Además, si te fijas bien, está mirando más a la derecha. Así que no hay de qué preocuparse.

—Y esos señores que hacen guardia en la galería de la izquierda, ¿no tienen una cara un poco extraña?

—Debe de ser un peinado tribal, 

—Espera, se acerca una luz. Agáchate.

Se acercó una figura vestida con taparrabos. Era humana hasta el torso, pero su cuello y su cabeza eran los de una cobra india. El resplandor de la linterna dejó a la vista seres semejantes haciendo guardia en las cuatro esquinas de la sala.

—¿Conque hombres okra, eh…?

—Menos mal que nos hemos traído a Jack.

—¿Qué?

—Menos mal que nos hemos traído a Jack.

—Pues no se está dando por enterado,

En lugar de repetir la frase por tercera vez, el doctor Jones agarró al terrier y lo lanzó con todas sus fuerzas hacia uno de los hombres-cobra. Antes de que el guardián pudiera comérselo, el perrillo se revolvió y clavó sus colmillos en el cuello, sin soltar su presa. Aprovechando la confusión, el arqueólogo y su intrépida acompañante corrieron hacia el sanctasanctórum del templo.

—¡Me cisco en lo más barrido! —dijo el doctor Jones.

Pa' mear y no echar gota —confirmó Marion.

Ante ellos se erguía una colosal cobra que se retorcía y silbaba indiferente al hecho de que sus escamas estuvieran hechas de piedra.

—¡Ataca, Henry!

—Lo mío son las piedras, no las serpientes.

—Pues hazte a la idea: esa serpiente es una piedra.

—Lo siento. Me ha mirado con sus ojos llameantes y he quedado petrificado.

—¡Hombres! Nunca están ahí cuando los necesitas —bufó Marion. Y, tras darse fuerzas con un trago largo de agua de colonia (la ginebra se había terminado), se lanzó a los ojos de la bicha— ¡Ven aquí, lagarta, que vas a ver lo que es bueno!

Mientras Marion se debatía a tiros con el monstruoso ofidio, Jack se acercó al doctor Jones moviendo el rabo y comenzó a tirar de la mochila. El doctor tardó un rato en recordar que en el interior de la mochila les quedaban todavía las cargas de dinamita que habían sobrado del combate con el gigante.

—Muy listo. Anda, coge el palito y llévaselo a la serpiente mala… ¡Marion, cuando diga tres, apártate de la serpiente!

Fue pura casualidad que Marion pudiera desenredarse del dios cobra a tiempo de evitar la explosión del cartucho.

—¡Estoy bien, gracias! —gritó irritada. Y luego recordó— ¿y Jack?

—¿Ese chucho? Más nos valía que se hubiera quedado en el avión. No sirve para nada. No creo que haya sobrevivido.

Pero decirlo y que el terrier asomara su cabecita entre los restos de la cobra fue todo uno.

—¿Qué lleva en la boca?

—El ojo de la cobra. Es lo que querían los japs, aunque desconozco su poder. Espero que el gobierno pague un buen dinero por él.

— : —

Unos días después, en una taberna perdida de la polinesia, Jake Cutler empeñaba por enésima vez su perro para sostener sus envites de poker. 

—Jake, no voy a aceptar a Jack a cambio de mi reloj. ¿No fuiste hace un mes a buscar un tesoro?

—Eso, Jake. ¿Dónde está el tesoro? Venga, cuéntanos otro cuento de lamas, gigantes y hombres-cobra.

—Vale. Me habéis pillado. Voy de farol.

—Como siempre...

martes, 21 de julio de 2020

El cuento del martes: ¿Fosco?

Cuando yo era pequeño, había muy pocos géneros. Borges era fantástico, como lo era El señor de los anillos, aunque no hubiera relación entre ambos. Ahora, merced a la necesidad de compartimentar los gustos de los lectores, cada género popular se multiplica en decenas de subgéneros. 

Gracias a una convocatoria he descubierto que existe el género fosco. Ellos lo definen como "ambiente y elementos del género de terror sin terror". Parece que se refieren a una ambientación gótica (aunque esa ambientación tampoco requiere terror: véanse Batman o El Cuervo). Pero no me queda claro. Así que aquí va un intento.




La noche había caído hacía un par de horas. Los focos en la estatua del Santo creaban una extraña sombra en la ermita, bajo la cual nos refugiábamos de miradas indiscretas. Sentados en los huecos que a tientas habíamos detectado entre cardos, espinos, piedras afiladas y bostas de vaca removíamos el caldero en que habíamos vertido la vieja receta de vino barato, limonada y azúcar heredada de nuestros hermanos mayores. A falta de melocotón, el viento se había encargado de espolvorear mosquitos que aderezasen aquel mejunje que consumíamos con fruición insana.

En la penumbra de aquel yermo, algunas manos cobraban vida propia. Los ojos se dejaban llevar por las alucinaciones y los oídos, atentos a los extraños sonidos que las aves nocturnas y las ratas producen en su juego de vida y muerte, estaban prestos a escuchar una buena historia.

Ya nos habían contado las andanzas del Profeta al otro lado del océano; ya habíamos sabido de los viajes de los Druidas en su afán recolector de misteriosas hierbas que hacían soñar extraños sueños; no tenía a mano el Bardo su guitarra para recordarnos su viejo repertorio. El hastío, ese terrible fantasma del que nacen el horror del esplín y el demonio de la travesura, estaba comenzando a hacer mella en nosotros. Fue por eso por lo que, recordando tiempos mejores, propuse contar una historia de miedo.

—Recordáis mi colegio, ¿verdad? Allá, junto a los muros de adobe horadados por las balas de los fusilamientos, se alza un edificio neomudéjar con dos altas torres. Para entrar al edificio desde el patio hay que subir una escalinata en cuya cima se apostan los profesores a vigilar alumnos díscolos. Pues un profundo semisótano se extiende bajo la escuela. Allí el oscuro pasillo por el que se accede al comedor y al gimnasio, salpicado de anacrónicos objetos —un podio que nunca se ha empleado, sillas desvencijadas, objetos de laboratorio...— y recorrido por las tuberías de la calefacción. El olor a desinfectante se mezcla con el tufillo del repollo y las judías verdes, que el hambre hace apetecibles. Mientras esperamos, alguien habla sobre el fantasma de la enfermera que murió allí durante la guerra, cuando aquello era un hospital.

»Ortiz y Manada ríen, pero entonces Navarro propone hurtar un vaso del comedor y llevarlo a la capilla. Allí, donde nadie nos buscará, podremos preparar nuestra ouija. Saben que yo siempre llevo un bolígrafo encima, y cuentan con él para dibujar el alfabeto sobre la tarima.

La sesión se programa para comenzar inmediatamente después del postre. Cuando llegamos a la capilla, Ortiz saca de su jersey el vaso de la comida; yo hago entrega del bolígrafo a Navarro, pero ella me pide que dibuje yo el alfabeto. Me niego; tengo mala letra; los otros tres insisten. Acepto a regañadientes. Pero mi mano, de alguna manera, se niega a obedecer la intención y las letras acaban formando extraños y laberínticos caminos que se entrecruzan. Algunos caracteres se repiten. Otros son vecinos de símbolos nunca vistos ni pronunciados por boca humana. Estoy como en trance. Pero mis amigos parecen contentos con el resultado. Colocan el vaso. Posamos los dedos encima. El cristal comienza a vibrar y se dirige rápidamente hasta un símbolo con forma espiral. Al principio creo que es una broma de Ortiz, pero entonces el vaso empuja hacia arriba nuestros dedos. Hay que desembocar. Ninguno tiene muy claro cómo hacerlo. Manada, venciendo su habitual timidez, se ofrece a tapar el vaso, llevarlo al lavabo y vaciarlo allá de lo que sea que esté dentro. Pero entonces vemos la pila de agua bendita en la puerta de la capilla. Ninguno de nosotros se pregunta qué hace llena de agua, diez años después de que el último cura dejase el colegio. Manada cubre con su manaza el vaso hasta llegar a la pileta; entonces, hunde el vaso en el agua bendita, retira su mano y lo inclina para que entre el agua bendita dentro. El vaso comienza a vibrar. Manada sale corriendo, a tiempo de evitar el estallido del vaso. Afortunadamente, a esa hora los profesores están vigilando el patio y el conserje echando una mano con la limpieza, así que nadie ha oído el estruendo. Usamos las cortinas para recoger los cristales sin cortarnos y los escondemos en una bola de folios, para tirarlos en las papeleras del baño. Pero nos olvidamos de tapar el alfabeto de la tarima. Menos mal que nadie entraba en aquella capilla, que al año siguiente fue reformada para construir un salón de actos.

Alrededor del caldero, el aquelarre discutió las bondades de aquella historia. A la Guerrera le parecía una patraña; el Profeta consideraba que la tensión producida por el hecho sobrenatural se diluía ante las consideraciones de tipo disciplinario. La Viajera propuso contar otra historia diferente, pero el frío de la noche estaba calando ya nuestros huesos y el brebaje se estaba terminando. Así que recogimos los vasos, la botella vacía y los cartones de vino y descendimos tambaleantes el sendero, discutiendo si refugiarnos en la Última Taberna o huir prudentemente hacia nuestros catres. 

jueves, 9 de julio de 2020

Pixma TR4500 vs MX535

En ejecución de la garantía extendida de mi vieja Canon MX535 he recibido una Pixma TR4500. Creo que hoy es el primer día que he intentado imprimir con ella algo más largo que un par de páginas, así que aprovecharé la ocasión para hacer una pequeña comparativa.

Sistemas operativos soportados:
Uno de los grandes problemas que supuso la sustitución de mi vieja impresora es que yo todavía realizo algunas tareas en un viejo ordenador con windows XP aislado de la red. Esta impresora ya no acepta windows XP ni Vista. Sin embargo, acepta Linux, aunque no he comprobado que efectivamente funcione. Otras impresoras anteriores, que supuestamente soportaban linux, nunca las conseguí usar desde ese sistema operativo, ya fuera mediante IP o cable.
Entradas:
La impresora acepta conexión USB a un ordenador y también conexión WiFi. Aparentemente, no pueden coexistir ambas (algo que ya me ha sucedido en otras impresoras). La conexión WiFi es más fácil de configurar que en otras impresoras, ya que los datos de conexión se envían por una WiFi punto a punto entre el ordenador y la impresora. Esta WiFi punto a punto también sirve para imprimir desde un móvil sin revelar la contraseña de la red doméstica. En cambio, se echa en falta la conexión para lectura de memorias USB o tarjetas SD. Es cierto que últimamente la lectura de pinchos USB era cada vez más básica y a veces se limitaba a PDF o JPG, pero puede salvarnos la vida si a las siete de la mañana, cuando salimos corriendo al trabajo y recordamos que no hemos impreso un examen, el móvil está sin batería y al ordenador le ha dado por actualizarse.
Velocidad de impresión:
Imprimiendo a doble cara uno de esos PDF que se escanean como imagen, la impresora es terriblemente lenta. 12 páginas en 52 minutos, que viene a ser 0,23 páginas por minuto o 1 página cada 4 minutos y 20 segundos.
Textos posteriores, en modo texto y a dos páginas por hoja, me los ha impreso a una velocidad más aceptable. Como en medio he ido de compras, no sabría decir exactamente la velocidad media. Eso sí, en uno de los trabajos la impresora ha cancelado silenciosamente el trabajo en la página 6 y ha vuelto a comenzarlo desde el principio.
Escaneado:
No se ofrece el escaneado a doble cara manual, pero podemos acceder a una opción parecida si accedemos a la IJ Scan Utility y desde ahí al editor de PDF, donde podemos escanear la primera cara automáticamente y después recolocar las páginas del escaneado de la otra cara. Ese editor de PDF también incorpora la opción de reconocer texto (eso sí, como viene sucediendo con casi todos los OCR desde hace veinte años, se nos priva de la opción de corregir los errores de OCR).
Tinta:
Me ha dado la primera advertencia después de impresas unas 140 páginas (70 folios a doble cara de artículos de la UNED, más unas 20 de dos contratos que imprimí hace varias semanas, más las páginas de alineación, registro en google y configuración de red). Sigue imprimiendo bien 46 páginas (26 x­­ 2 caras) después.

De momento, esto es lo que he podido ver sobre las características de mi impresora. Espero que no se me atasque como se atascaba la otra, porque creo que el sistema de desatasco sigue siendo levantar físicamente la impresora (algo que las personas de más edad o con problemas físicos no pueden hacer, y tampoco aquellos que hayan colocado la impresora dentro de un mueble). Hay que destacar que, como medida de seguridad para evitar atascos, esta impresora utiliza un "casete" de papel, es decir, aunque la bandeja de papel no está cerrada como en una impresora láser, sin embargo hay que operar como en una de ellas, extrayendo la bandeja antes de rellenarla de papel.

sábado, 4 de julio de 2020

Alicia PÉREZ GIL: Ojos verdes

PÉREZ GIL, Alicia: Ojos verdes. Cádiz, Cazador, 2019. 180 págs., 15cm
Precio:
5 euros
ISBN:
978-84-17646-23-3
Descriptores:
Fantasía oscura - Terror en lo cotidiano - Relaciones laborales - Pasiones turbulentas - Personajes LGTBIQA+
Rebeca llevaba una vida feliz hasta que esos desalmados del sindicato la demandaron. Se siente traicionada por sus jefes, que no han querido dar la cara y admitir que ella solo cumplía sus instrucciones. Se descubre insatisfecha con su relación, construida sobre la seguridad y el confort. Y entonces irrumpen en su vida tres brujas que alterarán su vida. Ella no cree en esas cosas. Pero hay algo que la atrae magnéticamente a ese consultorio espiritual.
El prólogo de Itzíar Mínguez Arnáiz presenta esta novelette como una «copla de terror futurista». Yo diría que es una actualización de la Canción de Navidad de Dickens que quita lo que le sobra y añade el principal elemento realista que falta: la pasión sexual, la atracción fatídica que rompe matrimonios. Es cierto que este libro es copla, como Canción de Navidad es villancico. Y si en los cuentos de navidad británicos del XIX eran abundantes los espíritus, la copla pide embrujos que arrastren el corazón y despierten los deseos más oscuros. 
Ojos verdes se construye sobre una tríada, como la novela corta de Dickens y tantas obras de la tradición popular. Pero no es exactamente el presente, el pasado y el futuro lo que se le presenta a la protagonista, sino el yo y el ellos (entiéndase: no un ego/id freudiano, sino más bien una dupla autoestima/«otroestima»). A traves de ello descubrimos que nosotros no construimos el egoísmo adulto a partir de la nada, como hizo Scrooge, sino que poco a poco le vamos dando forma, hasta que se adapta a nuestro cuerpo como un traje a medida.
En ese sentido, la profundización en la protagonista está muy lograda, aunque sea a costa de lanzar por ahí cuatro o cinco personajes terciarios (los del pasado) que son meros tipos, figuras creadas desde el propio prejuicio de Rebeca.
El otro gran acierto es la renuncia al final feliz. Porque la autora sabe que, blancos, negros o grises, preferimos ser nosotros mismos. 

sábado, 20 de junio de 2020

Sábado de cuento: Santiago

A 12 horas del cierre de la antología Terror hispano, me puse a teclear esta historia que llevaba tiempo formándose en mi cabeza. Como no es suficientemente extensa para esa convocatoria, he decidido no presentarla y escribirla en el blog.

Después de este largo período de confinamiento, por fin he podido quedar con algunos alumnos (aquellos que no se han quedado sin dinero) y charlar con ellos cara a cara tomando unos refrescos en el Retiro. Casi todos han perdido gran parte del español que habían logrado aprender, tras meses de hablarlo solo ocasionalmente en las videoclases a las que no siempre conseguían conectarse. Por eso he querido que nos juntásemos y empezásemos a hablar cara a cara.

No sé cómo, Sueli cuenta una leyenda de São Paulo, una escabrosa historia de terror. Y entonces, Ibrahim dice que a él le pasó algo extraño hace unos meses, pero que no sabe si será capaz de contarlo. Le pregunto por qué, y él dice algo en árabe a Omar, que lo traduce diciendo que es una historia complicada. Insisto en que lo intente, cambiando de lengua cuando no sepa cómo expresarlo, y que intentaremos traducirlo al español. Queda conmigo en que, cuando no sepa decir algo, lo dirá en inglés para que yo lo traduzca. Él sabe que muchos de los alumnos no saben inglés, pero que Sueli y yo lo chapurreamos suficientemente bien como para traducirlo a la lengua de Cervantes.

No estoy muy seguro de comprender toda la historia. Hay detalles que seguramente se pierden en la traducción, y ahora al verterla en el papel estoy probablemente añadiendo de mi tintero impresiones y recuerdos varios; Ibrahim habla de una zona que me es muy conocida y es fácil adornar las historias cuando se cuentan de memoria.

· · ·

El confinamiento le pilló a Ibrahim en Logroño. Había ido a visitar a un amigo que se dedicaba a dar clases de inglés. Habiendo sido él mismo profesor de inglés antes de huir de El Cairo, le pareció que su amigo podría presentarle a algún contacto. Pero resultó que habían elegido la peor semana. Los colegios cerraron y los padres eran reticentes a que sus hijos fueran a clases particulares. Así que se encontró en una ciudad desconocida y sin trabajo. Pero su amigo Nuraddin le dijo que no se preocupase, que solo serían unos días. Sin embargo, según se alargó la cosa, el dinero se acabó y el amigo le propuso que fueran a trabajar al campo.

A mí, como narrador interesado en detalles antropológicos, me gustaría que Ibrahim se extendiera más en contar la situación del confinamiento, las redes de ayuda mutuas, las costumbres de hospitalidad. Pero Ibrahim pasa de puntillas sobre estos detalles, por lo que no puedo añadir nada sin recurrir a la imaginación.

Sí que se extiende en hablar sobre el campo. Y ahí surge la primera digresión. Varios alumnos coinciden en que ellos también lo pensaron. Siendo alguno de ellos ex-menor no acompañado (lo que en Estados Unidos sería un dreamer), yo mismo estuve a punto de animarlos a probar la experiencia, ya que cumplían los requisitos de los decretos que cada semana salían del cacumen (o más bien, del magín) del gobierno. Finalmente, lo descarté, pues todos vivíamos en Madrid y el decreto priorizaba a los residentes rurales.

Mi alumno (que roza ya la cincuentena) dice que ni él ni su amigo miraron ley alguna: simplemente se fueron a Albelda, se plantaron en la entrada del pueblo y esperaron a que los llamaran.

A mí, que no me atrevía a llevar un pendrive a un alumno de secundaria sin datos móviles por miedo a que me detuviera la policía, me sorprende que mis alumnos hayan viajado entre una ciudad y los pueblos cercanos sin ningún problema. Fátima, que había ido a Salamanca durante la pandemia, me aclara la lo sucedido:

—La policía dice: Son moros, van a trabajar.

Ibrahim y Nuraddin estuvieron doblando el espinazo para coger hortalizas de todo tipo, pero recuerda con especial horror los espárragos. Se levantaban muy temprano, porque había que cogerlos antes de que les diera el sol. Había que sacarlos de la tierra misma. El jornal era mísero, casi solo les daba para la comida y la gasolina, pero por lo menos tenían algo.

—Y entonces alguien nos habló de Clavijo.

Clavijo era un pueblo que no quedaba lejos de donde estaban. Los cristianos de la zona se enorgullecían de un milagro que espantó a los moros durante una batalla; lo tenían como un símbolo patriótico y religioso. Pero, dejando aparte eso, era un estupendo mirador desde el cual se veía todo el llano que rodea a Logroño.

Así que un día, después de trabajar en la huerta, dejaron el coche a la entrada del pueblo y treparon la empinada colina en que se asienta el castillo. Era tarde; el lugar se veía desierto; la gente estaría encerrada en sus casas. Aun así, subieron en silencio para que no les vieran.

Cuando llegaron al arco de piedra que daba acceso al castillo, se quedaron admirados de que aquellas ruinas siguieran en pie. Era una tosca muralla que rodeaba la colina por el lado más largo y los dos más cortos de un angosto rectángulo, dejando al otro el escarpado precipicio como única defensa. La corta pared del lado sur tenía labrada una ventana por la que corría un fuerte viento; quien se atrevía a asomar la cabeza, podía ver una panorámica de la llanura aluvial que se extendía hasta el Ebro.

Desde aquella ventana, Nuraddin observó que la Guardia Civil se acercaba a mirar su furgoneta. Mal asunto. Si los pillaban, podían ponerles una multa. Decidieron quedarse en el castillo, esperar a que anocheciese y, cuando no se vieran luces en el pueblo ni en la carretera, conducir de vuelta.

Ibrahim, para entretener la espera, pidió a Nuraddin que contase lo que supiese de ese castillo. Al parecer, la leyenda de la fantástica batalla era una patraña inventada por los cristianos. La batalla real tuvo lugar en Albelda, y el general musulmán al que derrotaron, un tal Musa ibn Musa, se vio traicionado por un aliado que cambió de bando. Caballos milagrosos apareciendo en los cielos. Vaya fantasías.

El viento, caída ya la tarde, se iba haciendo gélido. Pero todavía se veían lucecitas en las ventanas del pueblo. No podían arriesgarse a salir. Tampoco a encender una luz, aunque fuera la pantalla del móvil.

Pasear para entrar en calor tampoco era una opción con aquel suelo completamente irregular, sembrado de escalones y pozos, con la parte transitable estaba reducida en algunas zonas a unos pocos centímetros, sin pared ni barandilla para separarla del abismo. Así que se juntaron para mantener un poco la temperatura.

—Las ruinas tienen algo misterioso.

—Tienes que ver las pirámides. Algún día, cuando vuelva a Egipto, te tengo que llevar.

—Entonces, yo tendría que llevarte a ver Petra.

El viento gemía a través de esa ventana absurda abierta al norte en un muro incompleto. Las luces del lejano Logroño brillaban. Hogares de gente que entretenía sus noches jugando con videoconsolas, viendo películas. Gente que no tenía que levantarse antes del alba para coger espárragos.

—Aquí en el campo hay estrellas. En Madrid no las hay.

Un estrépito lejano, como de cadenas, les sorprendió. Pensaron que quizá era la policía, de vuelta con una grúa, para llevar la furgoneta. O más probablemente un tractor, volviendo con un remolque por las pistas llenas de baches. Pero en el pueblo habían dejado de verse luces.

—Ahora podemos volver.

Manteniendo la mano derecha pegada a la pared, llegaron a la puerta.

—Recuerda que había un escalón.

Ibrahim midió con el pie y bajó al sendero. Habían subido campo a través, pero ahora sería mejor el sinuoso camino asfaltado que llevaba hasta el pie y acababa en mitad de la plaza del pueblo.

Pero entonces Nuraddin vio algo y tocó el brazo de Ibrahim. Ambos se echaron a la cuneta del camino. Ascendían unas luces.

—¡La Guardia Civil!

—No pueden habernos visto.

—Quizá revisan el castillo todas las noches.

Pero las luces no tenían el aspecto de una linterna. Era más bien como si un gato pudiera contagiar la fosforescencia de sus ojos a las matas de alrededor; como si la luz avanzase por sus propios medios.

—Vamos a bajar por ahí.

—Está empinado, nos caeremos.

—Venga, vamos.

Echaron a correr, montículo abajo. Ibrahim tropezó con un saliente de roca. Cayó sobre la rodilla; por el dolor, supo que se había hecho sangre. Fue a levantarse el pantalón pero miró atrás. Entonces, se irguió y saltó de roca en roca, deslizándose por la pendiente, y corrió tras Nuraddin que ya buscaba, nervioso, las llaves de la furgoneta en su bolsillo.

—¿Lo viste?

—¿Fue eso lo que vieron las tropas de Musa ibn Musa?

—No creo. Hubiera espantado también a los cristianos.

—Estaban desesperados. Nada los espantaría.

—Nosotros también lo estamos. Y hemos salido corriendo.

· · ·

Le preguntamos a Ibrahim qué es lo que vio. Un hombre a caballo, las ropas extrañamente luminosas, seguido por otros tres hombres a pie y perros. Los hombres llevaban armadura completa y no se veían sus rostros, pero los perros… ¿podrían esos ojos hundidos, ese hocico descarnado, esas costillas al aire estar en un mastín vivo?

—No era Santiago. Era la hueste.

—¿La hueste? —dice Manuel Almeida, uno de mis alumnos brasileños— ¿Y eso qué es?

—La hueste, el huerco, la santa compaña, las ánimas del purgatorio. ¿No llevaron esa leyenda los portugueses a Brasil? —y en mi francés macarrónico, añado:— En français, hellequin. Vienen a llevarse a los vivos al otro mundo.

Estoy por recomendar a mis alumnos alguna adaptación de “El monte de las Ánimas” cuando Ibrahim me corta:

—Me da igual qué fuese. Os juro que durante dos semanas estuve trabajando hasta el agotamiento pero no aun así no conseguí dormir bien hasta que volví a Madrid. No quiero saber nada de ruinas.

martes, 26 de mayo de 2020

Hoy es martes pero esto no es un cuento: Pido disculpas

Todos sabíamos que en algún momento iba a llegar el día en que alguien nos pidiese responsabilidades por cómo hemos actuado ante casos de fuerza mayor. Había que elegir entre dos males. Parece que no elegí el adecuado. Por ello, he enviado un mensaje a mis alumnos pidiendo disculpas. Este es el contenido de dicho mensaje, con alguna corrección de estilo posterior. Si desea conocer el mensaje original, puede pedírmelo en la dirección de correo electrónico que está disimulada al final del mensaje pero aparece claramente al final del mismo.

Estimados alumnos:

Desde el principio he sido consciente de que recibir vuestros mensajes en mi dirección de correo personal era lesivo contra vuestra intimidad, justo del mismo modo en que lo era contra la mía. Pero si he usado el correo personal ha sido por las siguientes razones:

1) En primer lugar, porque el correo de educamadrid no funcionaba. Varios de vosotros lo habéis comprobado: mensajes que se pierden, que rebotan sin avisar al remitente ni al destinatrario, etcétera.

2) En segundo lugar, porque, como muchos de vosotros no tenéis ordenador en casa, solo móviles, e incluso compartís vuestro terminal con otros miembros de la familia, la manera de optimizar recursos en vuestras casas era permitiros hacer las tareas en el cuaderno y mandar las fotos por correo.

¿Por qué por correo y no a la nube de educamadrid o al servidor de moodle? Porque carecíais de usuario de educamadrid, ya que para activar vuestro usuario se tendría que haber autorizado en un formulario impreso ANTES de que se cerrase el centro (algún técnico me habló de la posibilidad de pediros fotos de ese formulario, pero si cualquiera puede falsificar la foto de un famoso, está claro que falsificar la foto de una firma no debe de ser mucho más difícil).

Y bien, ¿qué problema hay con las fotos? El correo electrónico es compatible con un estándar de 1982, y por ello no está pensado para enviar imágenes. Estas son empaquetadas en un formato especial en el que abultan un 50% más en el servidor. Una foto "pequeña" de 4 megas hecha con un Samsung abulta 6 megas en mi ordenador.

Y educamadrid no solo tiene una cuota de espacio muy baja, sino que además para los profesores es imposible conocer cuánto espacio de cuota nos queda en el servidor.

3) La tercera razón de que emplease mi cuenta personal de gmail era la necesidad de mantener archivados todos vuestros mensajes, puesto que constituyen material evaluable. Desde el correo web de educamadrid no se puede solicitar la descarga de un archivo de los mensajes; se puede hacer en algunos clientes de correo electrónico, si se acierta con el adecuado. En cambio, en gmail se puede pedir una copia de todo el buzón cada dos meses.

4) Además, hasta que el 16 de abril, un mes después del cierre del centro, la consejería de educación me otorgó una licencia de office, los recordatorios de webex usaban mi cuenta PERSONAL de office, puesto que webex se integra con el calendario de outlook, pero no con el calendario DAVx usado por educamadrid.

5) Lo mismo sucedía grosso modo con los mailings. Hasta que tuve la cuenta corporativa de office (recordad: un mes después) tuve que programar una macro de mailing para poder enviar los mensajes con vuestras notas desde excel con el correo de educamadrid (word los envía usando outlook, es decir, una cuenta de hotmail/outook/microsoft). Mi primer mensaje sin usar esa complicada macro fue un auténtico fracaso, porque aunque estaba usando word con mi cuenta de educamadrid, outlook os envió el mensaje desde mi cuenta personal, exponiendo otra de mis direcciones de correo. Muchos compañeros emplearon hojas de cálculo de google. Yo no las usé para no darle a google vuestras notas. Claro que al usar una cuenta corporativa de Microsoft y guardar vuestras notas en la nube estoy dándole vuestros datos a Microsoft. LOS TÉRMINOS DE LICENCIA DE MICROSOFT DICEN CLARAMENTE QUE MICROSOFT SE RESERVA EL DERECHO DE HACER USO DE CUALQUIER DATO EN SUS SERVIDORES, Y NO APARECE NINGUNA EXCLUSIÓN EXPLÍCITA PARA CUENTAS CORPORATIVAS.

6) Por todo ello, consideré que, en lugar de usar una cuenta de correo de educamadrid que fallaba más que una escopeta de feria, era más razonable

7) Durante todo este tiempo, he tenido cuidado de usar copia oculta (CCO:/BCC:) para enviar cualquier correo que fuera dirigido a más de una persona. Podría haber creado un grupo de correo. Es más, podría hasta haberos dado una cuenta de correo en mi propio servidor, donde tengo un Moodle más fácil de utilizar (al menos para los profesores) que el de educamadrid. Pero no lo hice, porque sabía que ello era lesivo para vuestra intimidad. De hecho, tengo mi servidor cerrado hasta que tenga dinero para contratar un gestor de datos.

8) En conversación con un técnico de informática de la Comunidad de Madrid les expuse los problemas 1, 2 y 3. Básicamente, se lavaron las manos. Hoy nos han llegado instrucciones de la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid prohibiéndonos el uso de direcciones personales de correo electrónico.

Por tanto, a partir de ahora dejaré de enviar y recibir mensajes en ⋔∅∁·liαmg☺ἀΥ⊙m∋∫oj. Usad solo este correo. Os pido perdón por haber estado usando mi correo personal y los vuestros. Un abrazo a todos. Os deseo salud para vosotros y los vuestros.

Atentamente,

José Gabriel Moya Yangüela



P.D. Consecuentemente con la decisión del delegado de datos de la Comunidad de Madrid, dejaré de usar mi teléfono personal para contactar con los alumnos. Cerraré asimismo los grupos de telegram y de whatsapp (aunque en estos los alumnos han entrado libremente y por su propia voluntad, como diría el conde Drácula). Pensaré también si cerrar el Padlet donde recuerdo las tareas a los alumnos y dejaré de usar formularios de google para solventar el problema de que el módulo "lección" de moodle mezcla las sesiones de los usuarios anónimos. Vaya, ¡vacaciones!

martes, 12 de mayo de 2020

El cuento del martes: Ático Zeta

(Este relato no es sino la transcripción de un sueño. Pensé en emplearlo como comienzo de algo más largo, pero sería difícil mantener el tono. Juraría que ya se publicó en este blog, pero he tenido que buscarlo en mi facebook, donde lo publiqué de modo restringido el 24 de agosto de 2014. Me gusta especialmente la frase final, derivada de los aullidos que me despertaron a las cuatro o cinco de la madrugada, cuando los perros pastores barruntan el amanecer).

Es tarde pero aún quedan algunos comercios abiertos. He bajado a la calle por alguna razón que no recuerdo y me doy cuenta de que mis pies van calzados con zapatillas de bayeta. Quizá quería haber ido a mi casa, a mi casa de verdad, que está en otro barrio —y quizá en otra ciudad, porque los detalles que se van revelando muestran que esto no es Madrid; no, al menos, el Madrid que conozco— pero me avergüenza entrar con esta facha al metro.

Así que decido volverme al ático. Buscándolo entro a un bar de copas donde me conocen; evito la conversación con la parroquia de solteras y divorciadas y me escabullo por una salida lateral; bajo los escalones que conducen a la siguiente puerta de la manzana, donde el portero no pone objeciones a que entre en mi estado a una sala de fiestas; en un momento de lucidez, salgo, atravesando toda la cola de clientes y sigo avanzando por la calle.

Un mendigo joven, armado de una muleta cubierta de cinta aislante blanca, golpea a otro mayor que lleva un bastón del mismo color. Es, obviamente, una cuestión de competencia comercial; sin embargo, me asusta la fiereza con que el primero golpea al segundo. Corro a la siguiente puerta, una puerta metálica de acabado mate decorada con siglas que se repiten una y otra vez. Es una iglesia —una de esas iglesias modernas con apariencia de sala de cine— y considero por un momento sentarme en una de las butacas corridas de plástico y pedir ayuda al cielo para mí o para el mendigo anciano. Prefiero, sin embargo, salir corriendo.

Encuentro, por fin, la entrada al vestíbulo de mi edificio; en ese instante, algo hace que no corra hacia el ascensor, sino que me meta en uno de los apartamentos del bajo, cuya puerta está entreabierta. Se celebra algún tipo de fiesta y los asistentes —muchos de los cuales hablan en inglés y tienen aspecto extranjero— miran divertidos mi ridículo aspecto. Corro intentando evitar que me tomen una foto. No sé cómo consigo atraer la atención de la anfitriona; el caso es que la persuado para que me lleve a la puerta de atrás, para atravesar por ella hacia el ascensor de servicio. Hay un problema, me dice. Cuando me lleva hacia allá, comprendo de qué me habla. Lo que debería ser la cocina es una pequeña habitación y la puerta de servicio está cubierta de estanterías con libros. Me llama la atención que los libros sean infantiles; no libros para niños chicos, sino El pequeño Vampiro, Crónicas de Idhún y cosas por el estilo. Están agrupados por sagas o colecciones y algunos tienen la portada hacia el exterior, como en una librería, formando una especie de mural.

Sacamos los libros y movemos un poco la estantería, lo suficiente para retirar a su vez una fina chapa de madera que cubre la puerta. Esta está atascada; solo tras luchar un rato contra ella conseguimos abrirla. Pero tras la puerta se observa un panorama de horror: la madriguera de un vagabundo, llena de basura acumulada. Recuerdo entonces que el mendigo anciano vive en los bajos de ese mismo edificio. La basura obstruye la puerta y nos cuesta un esfuerzo ímprobo cerrarla y colocar de nuevo la estantería, los libros.

Es entonces cuando comprendo mi error. Los cerrojos quedaron abiertos; el lugar es ahora inseguro. Ellos pueden entrar. Temo haber sido poseído por algún tipo de fuerza que me llevó a hacer todo esto para dejar franca su entrada. Es horrendo tener que retirar de nuevo la estantería, que a duras penas hemos logrado encajar en el hueco. Podría usar el poder, y esta vez estaría justificado. Además, si he convencido a la dueña del piso es que ella también está enterada. Pero no puedo mover las cerraduras, está claro: si yo pudiera cerrar desde aquí la puerta, ellos también podrían abrirla.

Comienzo, por tanto, a sacar volúmenes de nuevo, a mover la librería, a disponerme a retirar la placa de madera, aunque conozca la dificultad que supondrá arreglar todo después. Entonces, me despierta un coro de ladridos. Es la hora a la que cantan los perros.

miércoles, 6 de mayo de 2020

Este miércoles, el relato del martes: Los ladrones ciegos

—El día que definitivamente pierda la vista —dijo Enrique—, me uniré a los ladrones ciegos.

—¿Qué dices?

—¿Acaso no crees que sea posible? Es improbable que me libre del glaucoma y de las cataratas. Estoy condenado genéticamente.

—No lo digo por eso. No creo que seas capaz de sisar un céntimo en una compra. Y mucho menos, de robar.

—¿Pues qué iba a hacer? Nunca tuve arte para cantar. No me lanzarían monedas, sino piedras para que callara. Y en cuanto a aprender braille y seguir trabajando de oficinista... No se me daría bien. No tengo memoria para esas cosas.

—¿Y qué clase de ladrón ciego serías? ¿Del que se tropieza en el metro, fingiendo no saber dónde está, y te roba la cartera sin que te enteres, o del que te pide ayuda para que le cruces el paso de cebra y es entonces cuando hace una seña a un compañero para que, cruzándose contigo, la haga desaparecer?

—Yo no considero esa taxonomía de ladrones ciegos. Los que nombras, son solo aficionados; trabajan a tiempo parcial, normalmente comisionados por videntes. Gente con familia a la que mantener y sin ambiciones. No, no sería de esos. En mi opinión, hay fundamentalmente dos clases de ladrones ciegos.

»Están los que se deleitan en la oscuridad. Pasean sus días y sus noches por los laberintos del alcantarillado, por las galerías amplias del metro, por los estrechos callejones en sombra. Allí se deleitan en sentir unos pasos asustados, la vacilación ante la luna callada, el jadeo nervioso de quien sabe que no se pueden visitar las tinieblas sin pagar un precio. Yo no tengo paciencia para ser de esos.

»Por otro lado, los que viven al sol. Los que no tienen miedo de ser vistos. Por la mañana vienen del oriente, y por las tardes llegan en dirección contraria. No dudan en acompañarse de un espectáculo de luces e incluso de músicas estridentes que confundan a su público. Es difícil reconocer su rostro, aunque muchos han descrito un obeso perfil eclipsando una corona de luz brillante. Son crueles. Devuelven a la humanidad el ruido que la humanidad produjo. Cada atraco les duele más a ellos que a su víctima. No necesitan el dinero; pero, ya que sería inmoral desprenderse de él en caridades hipócritas, han de consumirlo en una bacanal, extáticos de goces carnales, alcohol y música, lamentando que esos focos hipnóticos que llevan como anzuelo de incautos sean incapaces de sumergirlos a ellos mismos en trance. De vez en cuando, una de sus víctimas se arranca los ojos y los sigue.»

—¿Preferirías pertenecer, entonces, a esta segunda especia de ladrones?

—Me gustaría. Aunque hay un tercer grupo. Esos que no cantan ni escriben, pero se encargan de que otros canten y escriban por ellos. Que no tienen memoria, pero conocen secretamente lo que sucedió eras antes de que sus antepasados llegaran al mundo, pues lo han visto en sus ensueños. Aquellos que roban las voces de las comadres, de los historiadores, de los filósofos, y las hacen pasar por la suya. Quizá preferiría ser uno de estos. Lo seré algún día, si tengo suficiente talento.

lunes, 20 de abril de 2020

Relato del martes: Despertar de la sangre

Escribí este texto para la convocatoria de la antología Insomnes hasta el amanecer convocada conjuntamente por Insomnia Ediciones y Grupo Amanecer. No pasó la criba. A continuación, lo pulí para enviarlo a otra convocatoria en que también encajaba, Orgullo Zombie. Pero tampoco ha pasado la criba. Así que he programado que se publique el 20 de abril de 2020, una semana y un día después del fallo de la última convocatoria a la que fue presentado. Antes de que leáis el texto, vaya por delante mi enhorabuena a los seleccionados en ambas antologías.


El despertar de la sangre

Despierto con dolor en las sienes y un zumbido en mi cabeza; seguiría durmiendo, pero el frío se me clava en los pies, en los brazos, en el pecho. Algo más agudo y sólido me muerde un lateral de la pierna, en la parte alta del muslo. Apoyo mi mano para incorporarme y siento cómo se hunde en la tierra. ¿Dónde estoy? Papeles, hierbas, latas. Tres altas tapias rodean el lugar por sendos lados; por el cuarto, una malla metálica completa el cierre. Esto parece un descampado. ¿Cómo llegué aquí? Vagos, confusos recuerdos de anoche. Recuerdo que no había planeado salir, pero llamó Marta. Que bebí tres o cuatro copas, no más de lo habitual. Salí un poco tambaleante, es cierto... Pero creo que conseguí subir a un taxi. Después, todo se nubla. Palpo los bolsillos del pantalón y no encuentro el móvil ni la cartera. Las llaves sí están: comienzo a comprender el dolor agudo en mi pierna. Me pongo en pie con torpeza. Aunque está oscuro, distingo bien los contornos. Hay como una sutil claridad que envuelve las cosas. Será cosa de la dilatación de las pupilas; dicen que el alcohol la provoca. Hallo, tirado en el suelo, mi abrigo. Me lo pongo. Está sucio, tiene una mancha de color oscuro en su cuello. Palpo el de mi camisa. Siento una costra rígida en él. Pienso qué hacer a continuación. Debería ir a comisaría, denunciar el robo de la documentación, el móvil, las tarjetas. Pero... ¿dónde habrá una comisaría? Quizá sea mejor ir a casa. Ir a casa y dormir.

No reconozco esta calle, pero decido caminar cuesta abajo. Quizá así encuentre el río. Tomo tres o cuatro calles, dando giros sinuosos siempre cuesta abajo y, si bien no encuentro el río, llego finalmente a una ancha avenida que reconozco como el paseo de Extremadura. Desde aquí tendría que ser capaz de alcanzar mi barrio. Cruzo el paseo y sigo una línea más o menos recta hasta que empiezo a reconocer algunos edificios, allá en la distancia, que me ayudan a orientarme. El tramo más duro son los quinientos metros que separan el parque de Aluche de mi piso: según me acerco, parece que van abandonándome las fuerzas.

Llego a casa. Tengo una sed tremenda y siento un hambre terrible, pero lo primero es lo primero. Busco en el ordenador el teléfono del banco para cancelar las tarjetas. Apunto el número. Lleno un vaso y, mientras bebo buchecitos de agua, pregunto si ha habido algún movimiento. Me dicen que sí. ¿De cuánto? Varios cientos de euros, el límite diario. Mientras llamo al segundo banco a cancelar las otras tarjetas, abro alarmado la banca online en el ordenador y cambio mi clave, que —«por motivos de seguridad»— el año pasado fue reducida por el banco a un corto pin de cuatro dígitos fácil de obtener si, como sospecho, alguien me ha drogado. Pero, cuando voy a pulsar el botón «continuar», me dicen que debo aceptar la operación desde mi móvil. El móvil. He olvidado bloquearlo. Marco el número de la compañía telefónica y solicito que bloqueen mi móvil. No les basta con pedir mi DNI: exigen también el IMEI del teléfono y otros datos de la tarjeta SIM. Afortunadamente, guardo todos esos datos en el ordenador, lo que me evita un andar buscando cajas de cartón por toda la casa. Finalmente, hago una última llamada al banco y solicito que bloqueen mi acceso a la banca online, ya que me han robado las contraseñas y el móvil.

Asalto la nevera. Está casi vacía, como de costumbre. No me apetece nada cocinar, pero me ha obliga a ello mi manía de evitar embutidos y aperitivos para mantener las tentaciones a raya. Casco cuatro huevos sobre la sartén. Mientras se hacen, bebo varios vasos de agua, acompañando el primero de un paracetamol, y me como tres mandarinas. Después de los huevos sigo con hambre. En el congelador tengo unas rodajas de salmón. Las devoro sin apenas descongelarlas, y después recuerdo la existencia, en un estante sobre el del desayuno, de unos botes de paté que compré antes de que mis prejuicios expulsaran los embutidos de casa. Los engullo a cucharadas. No me siento saciado aún, pero no me atrevo a comer más. Finalmente, me acuesto.

Me despierta el pitido del detector de humo. Me dejé la sartén al fuego; ya sabía yo que en mi estado no era buena idea cocinar. Apago el fuego; la sartén está para tirarla, pero, fuera de ello, no hay más daños. Una tenue luz se va filtrando por detrás de los estores opacos. Debe de ser de día. Convendría que fuera a comisaría a hacer la denuncia, así que me ducho, dejando que el agua se lleve un poco de mi resaca.

Cuando salgo de la ducha, siento la arcada en el vientre. Abro la tapa del inodoro y vomito. Arrojo toda la recena y, después, el estómago sigue contrayéndose en espasmos improductivos mientras mis ojos lagrimean. Me lavo la cara con agua fría y después lavo y enjuago concienzudamente mis dientes. Los noto un poco extraños. Ese incisivo en segunda fila... diría yo que era el más alto de todos. Pero ahora los caninos parecen ser ligeramente más largos.

Me peino y me visto. Meto mi ropa de anoche en la lavadora. La mancha parece... ¿sangre? No sé; por si acaso, lavaré en frío con quitamanchas. Entonces, recuerdo la mancha del abrigo. Con una toallita, la elimino antes de salir de casa. No es cosa de presentarse en comisaría con una mancha de sangre.

Sé donde está la policía porque un par de años atrás tuve que hacer ese largo camino para renovar mi pasaporte. Tengo que llegar a General Ricardos, cruzar la calle y hacer otro tanto de la distancia, hasta llegar a la pared opuesta de la gigantesca finca de Vista Alegre. Y no estoy para paseos.

En comisaría, el policía muestra una actitud francamente hostil. Su voz es dura, como si no creyera que me han robado. Como si pensara que voy simplemente para ahorrarme la multa de la pérdida del carnet.

—Al llamar para cancelar las tarjetas me dijeron que había cargos importantes. No sé, puede que me drogaran para que les diera el PIN.

—¿Fue a un hospital para que le hicieran un análisis de tóxicos?

—No… No se me ocurrió. Solo quería volver a casa. Además, no soy de la seguridad social, así que no sé qué centro de urgencias me corresponde. Todas esas cosas las llevo en el móvil, y también me lo robaron, ¿recuerda?

Con gesto cansino, me alarga el escrito de la denuncia.

—Bueno, firme aquí. Pero recuerde que una denuncia falsa es un delito.

—Oiga, ¿no será usted de Muface o Isfas? Es porque me diga qué hospital me corresponde...

—Ande, camine. Más le vale dormirla.

Cuando salgo de comisaría el sol está muy alto. Me molesta intensamente en los ojos. Quisiera entrar a un todo a cien para conseguir unas gafas de sol, pero recuerdo que no llevo un duro. Tendré que acercarme al banco. Pero primero, al hospital.

Paso por casa para buscar en el ordenador qué centro de urgencias me corresponde. Al lado de la dirección, un teléfono de cita previa. Nunca antes había visto que hubiera que pedir cita previa para urgencias, pero llamo, por si acaso. Así me dirán si ahí me pueden hacer la prueba.

—¿Oiga? Miren, me pasó una cosa rara anoche y... en la policía me han dicho que debería hacerme una prueba de tóxicos. ¿La hacen ahí?

Después de cuatro o cinco llamadas consigo una dirección. Está lejos, muy lejos. Y hace demasiado sol para ser diciembre. Cojo mis gafas de sol y un sombrero. Al salir a la calle me pongo también —de manera instintiva— los guantes, aunque no haga demasiado frío. Decido dirigir mis pasos primero al banco, pues, aunque está a tres kilómetros de casa, me pilla de camino al hospital. Es posible que ahí pueda obtener dinero para un taxi.

Tengo que bajar hasta el río, cruzar el puente de Toledo y después subir por la calle Acacias. Es un paseo estupendo si no se tiene mejor cosa que hacer y se cuenta con volver en autobús o metro. Pero sin un euro en el bolsillo ni tarjeta de transportes, la longitud del paseo se hace terrible. Además, hay tanto ruido... General Ricardos está lleno de gente; todos parecen hablar a la vez. De vez en cuando captas una o dos conversaciones estúpidas. ¿De verdad no podrían callarse con quién estuvieron anoche y qué hicieron en la cama? Y sigo con un hambre terrible, pero no me atrevo a comer nada porque el estómago me sigue doliendo y porque, al fin y al cabo, no tengo con qué pagar. Por fin llego a la oficina del banco y me planteo que, estando tan lejos, debería cambiar de entidad. Claro que estaba mucho más cerca antes de la crisis, cuando compré la casa, y estoy amarrado por una hipoteca cuyas condiciones no podrían mejorarse hoy.

—Me han robado la documentación y las tarjetas. He cancelado las tarjetas y la banca online. Tiene aquí la denuncia. Quisiera saber si puedo sacar dinero con mi firma.

—Lo siento, su cuenta está vacía. Hicieron una transferencia esta mañana.

—Pero, ¡si cancelé la banca online anoche!

—Fue desde la oficina diecisiete. A primera hora de la mañana.

—Y ¿cómo se identificaron?

—Con el carnet, supongo.

—¿Dónde está la comisaría más próxima?

Afortunadamente, la oficina bancaria está cerca de la comisaría de Embajadores. Solo hay que enfilar por el final de Ribera de Curtidores hasta la calle Embajadores y caminar un par de manzanas. Me acerco allí para ampliar la denuncia. Con una sonrisa, me dicen que no puedo ampliarla en esa comisaría, que tengo que ir a la original. Les digo que estoy sin dinero a causa del robo de mis tarjetas, y que solo puedo moverme a pie. El oficial se encoge de hombros, con cara de «¿a mí qué me importa?». Decido no seguir luchando. Continúo mi camino hacia el hospital, una larga cuesta arriba de otros dos kilómetros por la ronda de Atocha hacia Alfonso XII, donde me meteré al Retiro para atajar.

El tramo junto al Reina Sofía vuelve a ser molesto. ¿Por qué tanta gente? ¿Qué hay en este lugar que tanto les atraiga? ¿De verdad son capaces de distinguir el Guernica de una burda imitación? Y todos hablando a la vez. Las terrazas llenas, la gente desayunando en esos bares casposos donde se pagan los refrescos a precio de cubata. Un bloody Mary. Eso es lo que debería tomarme, sí. Pero no llevo un clavel. Joder cuánto ruido. Y qué descarados, diciendo en voz alta que le van a robar al guiri rubio. Ojalá sepa español, mira.

—Eh, tú. Si le vas a robar, hazlo. Pero deja de hablar sobre ello, cabronazo.

El chaval sale corriendo, diciendo algo que no comprendo. Antes de desaparecer a lo lejos, se detiene un momento para santiguarse.

Cruzo la calle Atocha y el Prado para enfilar Moyano. Joder, y yo sin un duro para comprar libros. A pesar de ello, no puedo evitar pararme en la caseta del señor Ríus para  ver si hay algo que merezca la pena comprar. Aspiro el olor del papel antiguo como un elixir que me da fuerzas para seguir mi camino. En el parque, noto algo curioso. La mayor parte de la gente tiene la piel extremadamente sonrosada, con un brillo rojizo. No me había dado cuenta hasta ahora porque soy daltónico, por lo que solo percibo tenuemente el rojo en condiciones de mucha luz. Es normal que vea colorearse las mejillas de las muchachas que corren y de la gente que hace taichí, pero también veo brillos rosados en un abuelito que pasea al perro. Dos corredores pasan muy cerca de mi; están subiendo la cuesta a toda velocidad, tanta, que mis oídos imaginan sus pulsaciones de su corazón como un tamborileo. Qué extraños efectos causa la resaca. Junto al Ángel caído veo una persona solitaria con gafas de sol cuya piel —los escasos centímetros que no van cubiertos— parece pálida como la mía. Aunque los cristales oscuros tapan sus ojos, da la impresión de que me está mirando.

En el estanque, el gentío vuelve a ser tan insoportable como en la glorieta de Atocha. Todos gritan en un babel de voces que se hace insoportable. He de retirarme hacia los caminos más escondidos y menos transitados para buscar un poco de silencio. Me siento un momento en un banco. El hombre de las gafas se acerca a mí. Se ve que me ha seguido. Bajo la sombra de los castaños se quita el sombrero y las gafas de sol para acercarse, de modo que compruebo que, efectivamente, su piel carece del brillo rojizo que he percibido en casi toda la gente. Resulta extraño, porque bajo ese abrigo grueso, con la bufanda al cuello y las manos cubiertas de guantes, debería estar sudando como un pollo. Entonces me doy cuenta de que ahora yo tampoco sudo. Hace un rato que he dejado de sudar.

—Disculpe, ¿nos conocemos? —digo, con un tono que pretende afearle su conducta y mostrarle que deseo estar solo.

—Creo que lo he confundido con otra persona —responde. Se gira y desaparece entre los senderos del parque.

Por fin llego a la puerta de O'Donnell. Desde la Puerta del Ángel Caído hasta aquí habré hecho kilómetro y medio; me quedará otro tanto, más o menos, hasta el hospital. Pero ya será por Príncipe de Vergara, una calle en línea recta y casi llana. Y si vuelve a molestarme el ruido de la gente, puedo meterme a una de las calles laterales, pues este barrio tiene un trazado ortogonal perfecto.

No tardo demasiado en llegar al hospital, una de esas clínicas centenarias ubicadas en la esquina de Juan Bravo con Príncipe de Vergara. En recepción, le explico a la enfermera que no tengo tarjeta sanitaria ni móvil, porque me los han robado. Ella acepta a regañadientes darme un turno. Me dirijo a la sala de espera, que está llena de gente.

Observo a la gente que espera a mi alrededor. Unas cuantas lesiones traumáticas; un niño con fiebre —es curioso: él no se ve pálido ni sonrosado, sino de un color malsano que no sabría nombrar—; un hombre que tapa su dedo —sin duda se ha cortado; se huele la sangre desde aquí—; un anciano al que más le valdría no haber venido, pues, a juzgar por su cara, no tiene ya remedio.

Van entrando uno tras otro, se marchan y nuevos pacientes van llegando y entran a consulta antes que yo. Tendrán problemas más graves que el mío. Supongo que el triaje me habrá colocado como última prioridad; al fin y al cabo, no voy a morir porque no me hagan la maldita prueba. Aunque es cierto que me está entrando curiosidad por saber el resultado. Pero al fin me canso de esperar y me dirijo a la ventanilla.

—Oiga, no me han llamado aún. ¿Se han olvidado de mí?

—¿Qué número era usted?

—El M153.

—Pues en el ordenador dice que le hemos mandado un SMS hace una hora y no ha ido a la consulta.

—Es que no tengo móvil, ¿sabe? Me lo han robado.

—Le daremos un nuevo número.

Otro buen rato en la sala de espera. Ni siquiera ahí se calla la gente. Niña, ¿no te podías callar el detalle de que temes que tu novio te haya dejado embarazada? Ya se lo contarás a tu amiga después. Aunque claro que tampoco está bien que ella diga que se lo ha montado con tu novio a tus espaldas. Vamos, que no es este el lugar para hacer una escenita. A deciros mierda, a la calle.

Llaman por fin a mi número. La enfermera es una chica joven y —no sé cómo—sé en ese momento que es la primera vez que tiene que buscar una vena. Está casi más nerviosa que yo. Cuando por fin acierta, no sale apenas sangre.

—¿Puede ser porque estoy deshidratado?

Ella lo niega y dice que tendrá que volver a pincharme. Acepto, resignado. Por fin llena los dos tubos de ensayo que necesita. Después me da un bote para una prueba de orina.

—Tendrían que habérselo dado antes, ¿sabe? Para que lo llenase en la sala de espera. Y... sabe que la prueba tenía que hacerla en ayunas, ¿verdad? ¿Ha comido usted?

—Comí a las seis de la madrugada. Pero lo vomité todo. Si quiere que llene esto, tendré que beber agua.

—Tiene vasos de plástico en los baños.

Voy al baño, cojo un vasito de plástico y lo lleno con el agua amarillenta que sale de los grifos. Después me meto en uno de los cubículos del retrete para ocuparme del bote de orina. Aguardo a que salga el siguiente paciente del despacho de la enfermera para dárselo. Afortunadamente, ella me ha dado también la pegatina correspondiente, porque en caso contrario seguro que habría olvidado ya el código del resto de mis muestras. Me despido y salgo del hospital, mareado por el hambre y la espera, confundido por el laberinto de pasillos y escaleras.

Descubro que ya está atardeciendo. Me quito las gafas de sol. Está refrescando, así que me dejaré puesto el sombrero.

Joder, qué día. No sé si es el hambre, la caminata, la larga espera o el hecho de que me  haya tocado una enfermera novata, pero estoy poseído por un odio horrible. No sé qué más podría ocurrirme ya.

Emprendo el camino de vuelta, despacio, pensando en cómo hubiera subido mi estadística de pasos en el móvil si no me lo hubieran robado. La avenida es larga, y pensar que me quedan ocho kilómetros de calles oscuras por recorrer me pone más nervioso aún.

Oigo un tenue zumbido a mi espalda. Un chico con un patinete pasa a mi lado, a toda velocidad, sin luces, sin mirar. Podría haberme atropellado. Eso hubiera sido el colmo. Menos mal que he tenido buenos reflejos. Al pasar, lo he agarrado del cuello. Para darle un mordisco.

martes, 14 de abril de 2020

Relato del martes: Ante la pantalla

Leopoldo adolecía, sin embargo, de un defecto: no le gustaba escribir.
—Augusto Monterroso

De nuevo sentado ante la pantalla, Pedro quería escribir.

Recordó aquel momento, hace ya más de diez años, en que compró un ordenador para mejorar la redacción de sus escritos, hasta entonces plagados de tachones (ya lo dice Lope:"Ríete tú de poeta que no borra”). La máquina hizo su servicio, pero ofrecía múltiples posibilidades de distracción ajenas al uso del bic o la olivetti.

En primer lugar, la tipografía. Hasta entonces, había escritos sus textos sin ninguna floritura, aparte las dos rayas que solía trazar bajo el título. Pero ahora, para éste, dudaba si sería más conveniente usar las VERSALES, la versalita o la negrilla. ¿Y qué me dicen del cuerpo del texto? Dejando aparte la elección (no del todo intrascendente) del sangrado, el espaciado entre párrafos o la justificación (cuya existencia tardó más de un mes en descubrir), quedaba la cuestión de decidir si la redonda camparía por sus respetos en la selva alfabética o, por el contrario, se vería invadida (invadida —se dijo—: esa es exactamente la palabra) por eventuales incursiones de la bastardilla, ya sea como marca de los tecnicismos (pues su género favorito era la anticipación) o revelando los pensamientos íntimos de los personajes.

Pero, ¡ay!, si hubieran quedado allí sus distracciones... Igual que aquel personaje de Monterroso, encontraba mil asuntos que descentraban su atención. Por ejemplo, la búsqueda de sinónimos. El diccionario electrónico permitía un millar de pesquisas y un millón de averiguaciones. Un registro sistemático hallaba términos insospechados; y si fatigaba el enorme volumen (virtual, se sobreentiende), descubría en aquel tesoro palabras que nunca habrían acudido a su mente.

Y aún peor: los escasos (pero evidentes) fallos del corrector ortográfico podían enmendarse utilizando un programa diseñado específicamente para ello, lo que convertía la búsqueda de tales errores (evidentes cuando proponía palabras extrañas como eció) en una obligación, un alto deber moral.

Por otra parte, la posibilidad de utilizar varias aplicaciones a la vez (que no vino de inmediato, sino según fue actualizando sus medios) contribuyó a aumentar las distracciones. No estaba mal que mantuviera una lista de personajes en una base de datos, para no perderse. Ni que, en una hoja de cálculo, mantuviera un pequeño esquema de los capítulos y las relaciones entre los mismos, incluyendo el controlado desorden en que debían quedar en la versión final, y unas cuantas posibilidades alternativas. No, no estaba mal, a pesar de que al final esos dos esqueletos no se materializaran en un texto. Pero, ¿para qué necesitaba ese buscaminas que estaba abierto continuamente —y continuamente en primer plano? ¿No era absolutamente inútil buscar la inspiración en la baraja francesa, o entre las filas de los defensores de la Tierra?

Cuando decidió conectarse a las redes telemáticas, el problema se agudizó; y eso que era difícil empeorar la situación; pues para entonces ya contaba con un equipo modernísimo equipado con los juegos más adictivos.

Se agravó el problema, decimos, porque, a pesar de que no se desvió del propósito inicial (comunicarse con otros escritores aficionados; publicar, ocasionalmente, alguna obra —publicar, sí: ¿acaso Vario, al publicar la Eneida de Virgilio, había utilizado en algún momento la imprenta?—; recibir aliento y, principalmente, criticar benévolamente la obra de sus compañeros de fatigas); a pesar, decimos, de su rectitud en el cumplimiento de su Deber de escritor, perdía el tiempo leyendo horas y horas los comentarios literarios del resto de contertulios.

¡Y qué maravillosas eran algunas! «Esto hay que pulirlo un poco», decía uno, «pero, entretanto, he concebido un argumento magnífico, fabuloso, del que ofreceré mañana el argumento y los cinco primeros párrafos. He de añadir que observo en el trabajo de Aqueronte una tacha insufrible: carece absolutamente de referencias al uso de la telefonía móvil en el mundo del porvenir.»

Así y todo, podría haberle quedado tiempo para escribir.

En un momento dado, encontró en un contenedor (pues era de esos escritores que pasean mirando al suelo, y son más dados al hallazgo de objetos que a la invención de personajes) un aparato antiquísimo. Obsoleto, sin duda. ¡Qué maravilla! Seguro que carecería de cualquier programa capacitado para distraerle.

Así fue. En su diminuto disco duro albergaba un anticuado procesador de textos, que manejaba un formato que podía ser reconocido por aquel otro que había utilizado hasta entonces. El resto del software era completamente incompatible. Nada de juegos, ni de internet; ni siquiera nada de calculadoras o gestores de datos. Estupendo.

Por aquel entonces aumentó su producción casera de documentos para el trabajo —pues de escribir, como bien se sabe, casi nadie vive—. Fichas técnicas, esquemas, resúmenes, formularios. Y, claro, vio que la velocidad obtenida por la falta de distracciones se veía lesionada por el esfuerzo que suponía crear textos sin apenas formato.

Y entonces descubrió, en su oficina, otro computador absolutamente idéntico a aquel que había rescatado de las garras del triturador. ¡Era maravilloso! ¡Podría imprimir, directamente en su trabajo, con aquel obsoleto artilugio! ¡Podría utilizar, incluso, los mismos tipos, la misma maqueta!

Aquel ordenador estaba —a pesar de su ancianidad— conectado a la red, y vio en él las direcciones de dos o tres lugares en que se podía obtener software gratuito con que mejorar las conversiones. A éste siguieron, de nuevo, los juegos.

Y ahí tienes ahora a Pedro, de nuevo frente a la pantalla. Parece ser que quiere escribir

(Rescatado de un documento Wordpefect/Mac, de fecha original 7/2/2002)


He decidido buscar entre cuentos antiguos por si encontraba las maravillosamente optimistas descripciones de los paisajes madrileños que escribía en mi juventud y he encontrado este relato. Lo escribí en una época en que había comenzado a usar un viejo Macintosh de principios de los años 90, conseguido en una oficina desalojada, para escribir. Durante un tiempo, como dice el relato anterior, me sirvió para ser mucho más productivo, aun con la contrapartida de necesitar WordPerfect 8 para leer los documentos escritos con Word para Macintosh, pues Word 97, que es lo que había en mi trabajo de entonces, no los leía. El problema es que, como dice también el relato anterior, en aquella época todavía funcionaba una página descarga de productos para Macintosh que permitía, incluso, descargar las versiones oficiales de MacOs 6 y MacOs 7, y todos sus driver, con lo que pude dedicar las horas muertas a insertar nuevos discos duros en este aparato, conectarle un lector de CD-ROM... en fin, que yo era a ese ordenador lo que el chaval del R5 (una de las primeras leyendas urbanas de esa red social hispana que es forocoches) a su automóvil.

Añoro aquel ordenador, aquel Mac en que yo ejecutaba emuladores de linux para poder jugar a juegos de consola, aquel Mac que me tuvo años intentando hacer una red coaxial appletalk entre él y un 486 que ejecutaba Slackware (probablemente, el problema estaba en ambas tarjetas de red). Ahora duerme el sueño de los justos en mi trastero. Alguna vez lo he encendido allí y ha funcionado, pero, desde que lo traje de casa de mis padres, no he conseguido nunca que se encienda en mi piso, solo en el trastero. Algún componente eléctrico está mal en mi casa, o estaba mal en la de mis padres y el trastero, y el delicado transformador del mac se resentía de ello.