martes, 14 de abril de 2020

Relato del martes: Ante la pantalla

Leopoldo adolecía, sin embargo, de un defecto: no le gustaba escribir.
—Augusto Monterroso

De nuevo sentado ante la pantalla, Pedro quería escribir.

Recordó aquel momento, hace ya más de diez años, en que compró un ordenador para mejorar la redacción de sus escritos, hasta entonces plagados de tachones (ya lo dice Lope:"Ríete tú de poeta que no borra”). La máquina hizo su servicio, pero ofrecía múltiples posibilidades de distracción ajenas al uso del bic o la olivetti.

En primer lugar, la tipografía. Hasta entonces, había escritos sus textos sin ninguna floritura, aparte las dos rayas que solía trazar bajo el título. Pero ahora, para éste, dudaba si sería más conveniente usar las VERSALES, la versalita o la negrilla. ¿Y qué me dicen del cuerpo del texto? Dejando aparte la elección (no del todo intrascendente) del sangrado, el espaciado entre párrafos o la justificación (cuya existencia tardó más de un mes en descubrir), quedaba la cuestión de decidir si la redonda camparía por sus respetos en la selva alfabética o, por el contrario, se vería invadida (invadida —se dijo—: esa es exactamente la palabra) por eventuales incursiones de la bastardilla, ya sea como marca de los tecnicismos (pues su género favorito era la anticipación) o revelando los pensamientos íntimos de los personajes.

Pero, ¡ay!, si hubieran quedado allí sus distracciones... Igual que aquel personaje de Monterroso, encontraba mil asuntos que descentraban su atención. Por ejemplo, la búsqueda de sinónimos. El diccionario electrónico permitía un millar de pesquisas y un millón de averiguaciones. Un registro sistemático hallaba términos insospechados; y si fatigaba el enorme volumen (virtual, se sobreentiende), descubría en aquel tesoro palabras que nunca habrían acudido a su mente.

Y aún peor: los escasos (pero evidentes) fallos del corrector ortográfico podían enmendarse utilizando un programa diseñado específicamente para ello, lo que convertía la búsqueda de tales errores (evidentes cuando proponía palabras extrañas como eció) en una obligación, un alto deber moral.

Por otra parte, la posibilidad de utilizar varias aplicaciones a la vez (que no vino de inmediato, sino según fue actualizando sus medios) contribuyó a aumentar las distracciones. No estaba mal que mantuviera una lista de personajes en una base de datos, para no perderse. Ni que, en una hoja de cálculo, mantuviera un pequeño esquema de los capítulos y las relaciones entre los mismos, incluyendo el controlado desorden en que debían quedar en la versión final, y unas cuantas posibilidades alternativas. No, no estaba mal, a pesar de que al final esos dos esqueletos no se materializaran en un texto. Pero, ¿para qué necesitaba ese buscaminas que estaba abierto continuamente —y continuamente en primer plano? ¿No era absolutamente inútil buscar la inspiración en la baraja francesa, o entre las filas de los defensores de la Tierra?

Cuando decidió conectarse a las redes telemáticas, el problema se agudizó; y eso que era difícil empeorar la situación; pues para entonces ya contaba con un equipo modernísimo equipado con los juegos más adictivos.

Se agravó el problema, decimos, porque, a pesar de que no se desvió del propósito inicial (comunicarse con otros escritores aficionados; publicar, ocasionalmente, alguna obra —publicar, sí: ¿acaso Vario, al publicar la Eneida de Virgilio, había utilizado en algún momento la imprenta?—; recibir aliento y, principalmente, criticar benévolamente la obra de sus compañeros de fatigas); a pesar, decimos, de su rectitud en el cumplimiento de su Deber de escritor, perdía el tiempo leyendo horas y horas los comentarios literarios del resto de contertulios.

¡Y qué maravillosas eran algunas! «Esto hay que pulirlo un poco», decía uno, «pero, entretanto, he concebido un argumento magnífico, fabuloso, del que ofreceré mañana el argumento y los cinco primeros párrafos. He de añadir que observo en el trabajo de Aqueronte una tacha insufrible: carece absolutamente de referencias al uso de la telefonía móvil en el mundo del porvenir.»

Así y todo, podría haberle quedado tiempo para escribir.

En un momento dado, encontró en un contenedor (pues era de esos escritores que pasean mirando al suelo, y son más dados al hallazgo de objetos que a la invención de personajes) un aparato antiquísimo. Obsoleto, sin duda. ¡Qué maravilla! Seguro que carecería de cualquier programa capacitado para distraerle.

Así fue. En su diminuto disco duro albergaba un anticuado procesador de textos, que manejaba un formato que podía ser reconocido por aquel otro que había utilizado hasta entonces. El resto del software era completamente incompatible. Nada de juegos, ni de internet; ni siquiera nada de calculadoras o gestores de datos. Estupendo.

Por aquel entonces aumentó su producción casera de documentos para el trabajo —pues de escribir, como bien se sabe, casi nadie vive—. Fichas técnicas, esquemas, resúmenes, formularios. Y, claro, vio que la velocidad obtenida por la falta de distracciones se veía lesionada por el esfuerzo que suponía crear textos sin apenas formato.

Y entonces descubrió, en su oficina, otro computador absolutamente idéntico a aquel que había rescatado de las garras del triturador. ¡Era maravilloso! ¡Podría imprimir, directamente en su trabajo, con aquel obsoleto artilugio! ¡Podría utilizar, incluso, los mismos tipos, la misma maqueta!

Aquel ordenador estaba —a pesar de su ancianidad— conectado a la red, y vio en él las direcciones de dos o tres lugares en que se podía obtener software gratuito con que mejorar las conversiones. A éste siguieron, de nuevo, los juegos.

Y ahí tienes ahora a Pedro, de nuevo frente a la pantalla. Parece ser que quiere escribir

(Rescatado de un documento Wordpefect/Mac, de fecha original 7/2/2002)


He decidido buscar entre cuentos antiguos por si encontraba las maravillosamente optimistas descripciones de los paisajes madrileños que escribía en mi juventud y he encontrado este relato. Lo escribí en una época en que había comenzado a usar un viejo Macintosh de principios de los años 90, conseguido en una oficina desalojada, para escribir. Durante un tiempo, como dice el relato anterior, me sirvió para ser mucho más productivo, aun con la contrapartida de necesitar WordPerfect 8 para leer los documentos escritos con Word para Macintosh, pues Word 97, que es lo que había en mi trabajo de entonces, no los leía. El problema es que, como dice también el relato anterior, en aquella época todavía funcionaba una página descarga de productos para Macintosh que permitía, incluso, descargar las versiones oficiales de MacOs 6 y MacOs 7, y todos sus driver, con lo que pude dedicar las horas muertas a insertar nuevos discos duros en este aparato, conectarle un lector de CD-ROM... en fin, que yo era a ese ordenador lo que el chaval del R5 (una de las primeras leyendas urbanas de esa red social hispana que es forocoches) a su automóvil.

Añoro aquel ordenador, aquel Mac en que yo ejecutaba emuladores de linux para poder jugar a juegos de consola, aquel Mac que me tuvo años intentando hacer una red coaxial appletalk entre él y un 486 que ejecutaba Slackware (probablemente, el problema estaba en ambas tarjetas de red). Ahora duerme el sueño de los justos en mi trastero. Alguna vez lo he encendido allí y ha funcionado, pero, desde que lo traje de casa de mis padres, no he conseguido nunca que se encienda en mi piso, solo en el trastero. Algún componente eléctrico está mal en mi casa, o estaba mal en la de mis padres y el trastero, y el delicado transformador del mac se resentía de ello.

No hay comentarios: