—El día que definitivamente pierda la vista —dijo Enrique—, me uniré a los ladrones ciegos.
—¿Qué dices?
—¿Acaso no crees que sea posible? Es improbable que me libre del glaucoma y de las cataratas. Estoy condenado genéticamente.
—No lo digo por eso. No creo que seas capaz de sisar un céntimo en una compra. Y mucho menos, de robar.
—¿Pues qué iba a hacer? Nunca tuve arte para cantar. No me lanzarían monedas, sino piedras para que callara. Y en cuanto a aprender braille y seguir trabajando de oficinista... No se me daría bien. No tengo memoria para esas cosas.
—¿Y qué clase de ladrón ciego serías? ¿Del que se tropieza en el metro, fingiendo no saber dónde está, y te roba la cartera sin que te enteres, o del que te pide ayuda para que le cruces el paso de cebra y es entonces cuando hace una seña a un compañero para que, cruzándose contigo, la haga desaparecer?
—Yo no considero esa taxonomía de ladrones ciegos. Los que nombras, son solo aficionados; trabajan a tiempo parcial, normalmente comisionados por videntes. Gente con familia a la que mantener y sin ambiciones. No, no sería de esos. En mi opinión, hay fundamentalmente dos clases de ladrones ciegos.
»Están los que se deleitan en la oscuridad. Pasean sus días y sus noches por los laberintos del alcantarillado, por las galerías amplias del metro, por los estrechos callejones en sombra. Allí se deleitan en sentir unos pasos asustados, la vacilación ante la luna callada, el jadeo nervioso de quien sabe que no se pueden visitar las tinieblas sin pagar un precio. Yo no tengo paciencia para ser de esos.
»Por otro lado, los que viven al sol. Los que no tienen miedo de ser vistos. Por la mañana vienen del oriente, y por las tardes llegan en dirección contraria. No dudan en acompañarse de un espectáculo de luces e incluso de músicas estridentes que confundan a su público. Es difícil reconocer su rostro, aunque muchos han descrito un obeso perfil eclipsando una corona de luz brillante. Son crueles. Devuelven a la humanidad el ruido que la humanidad produjo. Cada atraco les duele más a ellos que a su víctima. No necesitan el dinero; pero, ya que sería inmoral desprenderse de él en caridades hipócritas, han de consumirlo en una bacanal, extáticos de goces carnales, alcohol y música, lamentando que esos focos hipnóticos que llevan como anzuelo de incautos sean incapaces de sumergirlos a ellos mismos en trance. De vez en cuando, una de sus víctimas se arranca los ojos y los sigue.»
—¿Preferirías pertenecer, entonces, a esta segunda especia de ladrones?
—Me gustaría. Aunque hay un tercer grupo. Esos que no cantan ni escriben, pero se encargan de que otros canten y escriban por ellos. Que no tienen memoria, pero conocen secretamente lo que sucedió eras antes de que sus antepasados llegaran al mundo, pues lo han visto en sus ensueños. Aquellos que roban las voces de las comadres, de los historiadores, de los filósofos, y las hacen pasar por la suya. Quizá preferiría ser uno de estos. Lo seré algún día, si tengo suficiente talento.
2 comentarios:
que bonito relato me has hecho pasar un regio tiempo
Hola, Mucha. Perdona que no te contestara. Me llegan los comentarios por correo, pero cuando los abro no tengo abierta la cuenta del blog. Visité tu página, pero me pareció demasiado intensa. Le daré otra oportunidad.
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