martes, 12 de mayo de 2020

El cuento del martes: Ático Zeta

(Este relato no es sino la transcripción de un sueño. Pensé en emplearlo como comienzo de algo más largo, pero sería difícil mantener el tono. Juraría que ya se publicó en este blog, pero he tenido que buscarlo en mi facebook, donde lo publiqué de modo restringido el 24 de agosto de 2014. Me gusta especialmente la frase final, derivada de los aullidos que me despertaron a las cuatro o cinco de la madrugada, cuando los perros pastores barruntan el amanecer).

Es tarde pero aún quedan algunos comercios abiertos. He bajado a la calle por alguna razón que no recuerdo y me doy cuenta de que mis pies van calzados con zapatillas de bayeta. Quizá quería haber ido a mi casa, a mi casa de verdad, que está en otro barrio —y quizá en otra ciudad, porque los detalles que se van revelando muestran que esto no es Madrid; no, al menos, el Madrid que conozco— pero me avergüenza entrar con esta facha al metro.

Así que decido volverme al ático. Buscándolo entro a un bar de copas donde me conocen; evito la conversación con la parroquia de solteras y divorciadas y me escabullo por una salida lateral; bajo los escalones que conducen a la siguiente puerta de la manzana, donde el portero no pone objeciones a que entre en mi estado a una sala de fiestas; en un momento de lucidez, salgo, atravesando toda la cola de clientes y sigo avanzando por la calle.

Un mendigo joven, armado de una muleta cubierta de cinta aislante blanca, golpea a otro mayor que lleva un bastón del mismo color. Es, obviamente, una cuestión de competencia comercial; sin embargo, me asusta la fiereza con que el primero golpea al segundo. Corro a la siguiente puerta, una puerta metálica de acabado mate decorada con siglas que se repiten una y otra vez. Es una iglesia —una de esas iglesias modernas con apariencia de sala de cine— y considero por un momento sentarme en una de las butacas corridas de plástico y pedir ayuda al cielo para mí o para el mendigo anciano. Prefiero, sin embargo, salir corriendo.

Encuentro, por fin, la entrada al vestíbulo de mi edificio; en ese instante, algo hace que no corra hacia el ascensor, sino que me meta en uno de los apartamentos del bajo, cuya puerta está entreabierta. Se celebra algún tipo de fiesta y los asistentes —muchos de los cuales hablan en inglés y tienen aspecto extranjero— miran divertidos mi ridículo aspecto. Corro intentando evitar que me tomen una foto. No sé cómo consigo atraer la atención de la anfitriona; el caso es que la persuado para que me lleve a la puerta de atrás, para atravesar por ella hacia el ascensor de servicio. Hay un problema, me dice. Cuando me lleva hacia allá, comprendo de qué me habla. Lo que debería ser la cocina es una pequeña habitación y la puerta de servicio está cubierta de estanterías con libros. Me llama la atención que los libros sean infantiles; no libros para niños chicos, sino El pequeño Vampiro, Crónicas de Idhún y cosas por el estilo. Están agrupados por sagas o colecciones y algunos tienen la portada hacia el exterior, como en una librería, formando una especie de mural.

Sacamos los libros y movemos un poco la estantería, lo suficiente para retirar a su vez una fina chapa de madera que cubre la puerta. Esta está atascada; solo tras luchar un rato contra ella conseguimos abrirla. Pero tras la puerta se observa un panorama de horror: la madriguera de un vagabundo, llena de basura acumulada. Recuerdo entonces que el mendigo anciano vive en los bajos de ese mismo edificio. La basura obstruye la puerta y nos cuesta un esfuerzo ímprobo cerrarla y colocar de nuevo la estantería, los libros.

Es entonces cuando comprendo mi error. Los cerrojos quedaron abiertos; el lugar es ahora inseguro. Ellos pueden entrar. Temo haber sido poseído por algún tipo de fuerza que me llevó a hacer todo esto para dejar franca su entrada. Es horrendo tener que retirar de nuevo la estantería, que a duras penas hemos logrado encajar en el hueco. Podría usar el poder, y esta vez estaría justificado. Además, si he convencido a la dueña del piso es que ella también está enterada. Pero no puedo mover las cerraduras, está claro: si yo pudiera cerrar desde aquí la puerta, ellos también podrían abrirla.

Comienzo, por tanto, a sacar volúmenes de nuevo, a mover la librería, a disponerme a retirar la placa de madera, aunque conozca la dificultad que supondrá arreglar todo después. Entonces, me despierta un coro de ladridos. Es la hora a la que cantan los perros.

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