Juan injuria gravemente a Miguel. En cualquier otro lugar del mundo habría una pelea, pero en Frestugal son más civilizados. Miguel se encamina a la comisaría más próxima, rellena una instancia por cuadruplicado y a continuación compra una escopeta. Mientras tanto a Juan le llaman de comisaría, avisándole de la licencia concedida a su vecino. Hay que prevenir, se dice, y visita al comisario, que le expide otra licencia. Merece la pena además que Juan invierta algo de sus ahorros en contratar a Pedro, Ernesto y Leopoldo, que a su vez gestionarán sus permisos, no sea que tengan que balacear a alguien.
A Miguel le llegan entonces el aviso de que Juan, Pedro, Ernesto y Leopoldo amenazan su vida: contrata a Mario, Ignacio, Felipe, Venancio y Agustín. Entre llamada y llamada del comisario, la escalada de violencia llega a la contratación de cincuenta o más personas por bando, con sus correspondientes autorizaciones.
Finalmente, los dos rivales se encuentran. Cada cual aferra su escopeta con gesto sañudo y consulta el pequeño calendario de su reloj. Hace ya dos horas que expiraron sus permisos, pero todavía estarán en vigor los de sus acompañantes. Entonces, Pedro indica discretamente a Juan: mi turno termina en diez minutos. Con una mueca de asco, los rivales dejan a un lado las armas y se quitan las chaquetas. Para qué discutir, si al final siempre es mejor arreglarlo a hostias.
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