Una de las principales características de esos premios que se conceden a una trayectoria es que, por definición, siempre llegan tarde. Tanto que a menudo se ofrece el premio a quien ya ha demostrado que no lo merece.
Así sucede de vez en cuando en el Príncipe de Asturias, y así sucede también en el Nobel. Que la Unión Europea reciba el Nóbel de la Paz en 2012 es tan absurdo como lo hubiera sido que Arafat recibiese ese mismo premio no en 1994 —cuando lo recibió— sino diez años después, deshechos los sueños en el pacifismo palestino.
Pues no niego que la Unión haya merecido el Nobel. El momento más oportuno fue en 2005, al año siguiente de proclamarse la (luego difunta) Constitución Europea. También podría haberlo sido tras la entrada en circulación del Euro o mejor antes, en 1995, con la entrada en vigor del acuerdo de Schengen. Pero en los tiempos que corren no está el horno para bollos, ni la UE para premios.
Lo único digno de premio que ha hecho la unión en los últimos años ha sido tirar de las orejas a los diversos socios cada vez que trataban de implantar medidas racistas (recuérdese el «Enough is enough!» —«¡Basta ya!»— de la comisaria Viviane Reding al presidente francés). Pero durante el mismo período ha mostrado que es una institución sostenida por intereses mezquinos y transacciones con moneda política, lo que se ha puesto de manifiesto una y otra vez a lo largo de la crisis económica que viene durando cuatro años ya.
La política de abandono de la agricultura puesta en práctica en este mismo período por la Uunión Europea ha tenido mucho que ver también con la crisis alimentaria que ha provocado conflictos sangrientos en el norte de África, la costa mediterránea de Asia y Yemen. Es cierto que el origen de esta crisis está en el anuncio de la reducción de exportaciones de grano rusas, que hizo subir los precios en los mercados de futuros. Pero que un grupo de países decida reducir su nivel de autoabastecimiento ayuda a que en el resto suban los precios.
Muchos países de la Unión pertenecen a la OTAN, organización que en los últimos años ayudó, sí, a acabar con un dictador en Libia: pero lo hizo a su sangrienta y a la vez cobarde manera, bombardeando indiscriminadamente. Y cuando los refugiados lanzaron mensajes de socorro, los barcos de la OTAN, incluidos los pertenecientes a los países de la unión, desoyeron sus llamadas. Lo bueno de las misiones humanitarias, como sabemos desde la misión en Bosnia, es que uno puede desfazer virgos y fazer tuertos, y sigue siendo un caballero.
Tras la misión en Libia, se perdonó a este país la deuda —contraída en gran medida con Italia, pero también con Rusia y China—. En cambio, ¿qué hizo la Unión con los suyos? Abandonarlos a su propia suerte, o bien ofrecerles préstamos en condiciones draconianas y con unos mecanismos de control que para sí quisiera aquella humanitaria organización dirigida por Lucky Luciano.
Son muchas, pero que muchas meteduras de pata. La UE no tiene la Baraka de los árabes, ni el Mana de los polinesios, ni la Luck de los teutones. Más bien parece tener lo que los antropólogos llaman Witchcraft, Brujería y los castizos Gafe: esa capacidad indefinida para que le ocurran desgracias a todo el que te toca. Como saben los Azande, el gafe no tiene la culpa de ser gafe, ni puede impedirlo, pues lo es involuntariamente. Así que la única manera de acabar con el maleficio es acabar con el gafe.
Del mismo modo, la única manera de acabar con toda esta mierda —perdóneseme la palabra— que nos viene de Europa es acabar con la unión. O, por lo menos, ya que nos parecería brutal lo que Frazer nos contaba sobre el sacerdote de Diana en Nemi, jubilar a aquellos que han demostrado una y otra vez su incompetencia, en lugar de reelegirlos como hizo no hace mucho el Parlamento Europeo.
La unión hace la fuerza. Pero para eso tiene que ser unión, y no »merienda de negros«.
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