Hace frío, y es tarde. Por la calle no caminan sino dos o tres personas enfundadas en abrigos largos y protegidas con gorro, bufanda y guantes. Tras la bruma, se escucha el aullido de una sirena.
No sé por qué estoy aquí fumando un cigarrillo, como si esperase a alguien, en la boca del metro. Salí de casa para tirar la basura, pero, después de dejar cada bolsa en su contenedor, entré en el bar y compré una cajetilla. Después me tomé una caña.
No huyo de nadie. Arriba sólo me espera House, o los anuncios del intermedio. Dejé la tele encendida porque volvía en un momento, pero después de salir del bar me he llegado hasta el metro, y he estado a punto de entrar. Uno se hiela aquí fuera.
Y, sin embargo, no puedo moverme. Debo de tener un aspecto cómico, pero, afortunadamente, no sale nadie. Y tampoco se me ve desde la acera. Toda la realidad al alcance de mis ojos son la entrada y las dos escaleras. Por eso fumo, para entretenerme, para controlar el paso del tiempo. No sé por qué, pero estoy convencido de que volveré a mi casa cuando termine el tercer cigarrillo. Es una convicción absurda, como esa que hace a los niños evitar las grietas de las baldosas, o aquélla que nos impulsa a participar en la primitiva de la empresa, por si toca. Así que, después de esperar un momento, lo pongo en mis labios y enciendo el mechero.
En ese momento, escucho unos pasos. Un hombre malencarado baja las escaleras con paso tambaleante. Pone una jeringuilla en mi cuello, y me pide todo lo que lleve encima. Le doy el monedero, el reloj, el paquete de tabaco y fuego. Con el mismo paso tambaleante, entra caminando en el túnel del metro.
Doy tres caladas más al cigarro, arrojo la colilla y, libre por fin, corro hacia el metro, salto los tornos y empujo escaleras abajo a ese cabrón drogadicto.
1 comentario:
Buen final. Ah! y me has hecho pasar frío, de ese que no te puedes estar quieto...
Anduve revolviendo en tus escritos.
Vuelvo en ná.
Gracias por tu comentario en mi blog.
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