viernes, 6 de marzo de 2020

52 retos de escritura: 10. Disfraz

Este relato corresponde a la propuesta «52 retos de escritura para 2020» del blog de Literup.com. Concretamente, este relato desarrolla la propuesta «10.Esta semana los disfraces son los protagonistas. Tus personajes deben ir disfrazados durante todo el relato». Esto me hace pensar que no voy una semana retrasado en el reto, como pensaba (empecé pasado el 6 de enero), sino con dos semanas de retraso, puesto que mis vacaciones por fin de semana siguiente al carnaval fueron hace 7 días.

Voy vestido de señor de los años 10 o 20. No lo tengo muy claro, y tampoco quienes me acompañan, Julia, Isabel, Tomás, Arturo, Cristina, Manuel —echamos en falta a Ireneo Santos, que tuvo que quedarse en Madrid corrigiendo unos exámenes— que han sido quienes por votación escogieron la temática del disfraz. La idea era imitar la época reflejada en la película Titanic, pero dado que vamos a cenar en la Casa Grande, hubiera sido más adecuado inspirarse en Lovecraft. Porque en esta casa elegante donde el tiempo se detuvo hace cien años (la propiedad, tan repartida, ha impedido iniciar reforma alguna) se sienten presencias oscuras que no se resignan a permanecer en el pasado.

Juan y María, los anfitriones, ha caldeado el oscuro salón sobre cuyo empapelado escarlata se dibujan vagos motivos florales. Un quinqué colgante, adaptado a la luz eléctrica en los tiempos de Maricastaña —el cable aislado con gutapercha da testimonio de ello— arroja una débil claridad amarilla sobre los oscuros muebles de recia caoba, cuidadosamente desempolvados. Sobre ellos resplandecen las bandejas de plata con servicio de té en porcelana china. Tomamos una copa de cava en el salón mientras comentamos lo bien que se conserva la propiedad y lo distinta que es esta estancia casi acogedora de la imagen que los cuentos de Juan crearon en nuestra cabeza. Este, sin perder la sonrisa, nos invita a pasar al comedor.

Se trata de una estancia alargada cuya decoración no es muy diferente de la que reinaba en la estancia anterior, pero iluminada exclusivamente con velas, para aumentar la sensación de viaje en el tiempo. Sobre la larga mesa ya está dispuesto el servicio en porcelana con copas de cristal de roca.

Hace años que no comía con servicio de plata. Quizá desde que murió mi abuela, en cuya casa solo el servicio y los niños chicos usaban inoxidable. También me traen recuerdos de ella la sopera de porcelana (en casa de mis padres son mero adorno en la vitrina; en otras hace tiempo que las tiraron) y las salseras que rodean la fuente de rosbif. Nos colocamos en los lugares designados y, una vez sentado y con una enorme servilleta de hilo en el gaznate, me aseguro de que el bigote postizo esté bien pegado. Nada me desagradaría más que verlo nadando en la sopa.

A mitad de la cena, comienzo a sentir frío. No debo de ser el único, pues María se levanta y mira si se ha apagado la estufa —única concesión a los tiempos modernos—. Sin embargo, está encendida.

—Se habrá abierto alguna ventana por arriba— dice María.

Efectivamente, al cabo de unos pocos minutos comenzamos a oír golpes y suponemos que el viento habrá atravesado alguna ventana mal cerrada. Acabamos la sopa, que he tratado de saborear lentamente para estar a tono con la época —a pesar de lo cual he acabado antes que nadie— y acometemos el rosbif. La mano de Juan tiembla al acercar la salsera. ¿Solo me estoy fijando yo?

Terminamos el rosbif. Abrimos otra botella de cava para brindar por el cumpleaños de Juan. Pero entonces los golpes de arriba se hacen más insistentes, y finalmente suena un gran golpe seguido de un estrépito de vajilla rota. Subimos todos para echar una mano a los anfitriones.

El pasillo es oscuro y gélido. Noto cómo se eriza el vello en mis brazos. Un sudor frío gotea por mi espalda. Juan, al final de las escaleras, gira la llave de la luz, gesto al que responde una vieja bombilla que parpadea entre sonidos crepitantes.

Entonces, desde lo alto de la escalera, Juan da un grito de horror y sale corriendo hacia un lateral. Dudamos un momento. ¿Huir cobardemente? ¿Socorrer al amigo? Subimos, jadeantes, y al llegar arriba un fogonazo ciega nuestros ojos.

Con los ojos cerrados salto hacia delante, agarro entre mis brazos algo que parece un cuello. Hago fuerza hasta sentir debilitarse la respiración de esa garganta entre mis manos y solo dejo de apretar cuando oigo la voz del anftrión diciéndome que pare. Entonces abro los ojos y veo la faz de Ireneo Santos, casi inerte, que se conchabó con Juan para gastarnos esta broma pesada.

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