Este relato corresponde a la propuesta «52 retos de escritura para 2020» del blog de Literup.com. Concretamente, este relato desarrolla la propuesta «8.Haz una historia en la que tu protagonista siga el arco emocional de Edipo.»
Cuando el Rey Alfonso expulsó de Castilla a los leoneses Diego y Ferrando, ellos pensaron que no era tan grave: podrían recuperar por su brazo la riqueza que se les había arrebatado.
Diego cruzó el Duero por Zamora y se dirigió al sur, hacia Salamanca y Ledesma, entonces todavía objeto de frecuentes razzias. Su hermano fue hacia Valladolid y de allí a Segovia y Madrid, en cuyo cerco se batió como un león, llegando a cortar la mano del emir madrileño, por lo que Alfonso VI le concedió la prerrogativa de lucir una mano sangrante en su escudo de armas.
No acabaron ahí las hazañas de los dos hermanos. Pillando caravanas de abastecimiento, quemando atalayas, asediando castillos, mandando engañosos mensajes a los jefes de menor rango, consiguieron ir haciéndose con un rosario de pequeñas fortalezas en la margen del Tajo que no se molestaron en intentar conservar, pero ofrecieron como espléndido regalo al ley leonés. Así ganaron su perdón primero y después su amistad.
¿Qué podría hacer el buen don Alfonso para recompensarlos? Por aquel entonces, un caballero castellano llamado Rodrigo, también objeto de su ira, había seguido una trayectoria paralela, conquistando tierras en la línea que iba de Gualajara a Valencia. Le habían dicho que tenía dos hijas. Sería una buena solución de compromiso que, además, permitiría mantener lejos de la corte a los peligrosos infantes.
Don Rodrigo estaba entusiasmado. Los antepasados de los infantes habían tenido un gran feudo en Carrión. Perdido el feudo, ellos se habían ganado fama de valientes. Serían buenos yernos.
Se celebró la boda con grandes fastos en una Valencia ignorante de la inminente amenaza almorávide, por lo que el rey Búcar pudo cercar una ciudad cuyas despensas estaban completamente vacías a causa de las celebraciones de los días anteriores. Era necesario organizar una salida.
Diego y Fernando tuvieron una idea. Disfrazados con las exóticas vestimentas enemigas, aprovecharían el caos para tomar prisionero al rey marroquí. ¡Si los vierais salir, con sus capas moriscas, por el postigo! ¡Si vierais el rojo filo de sus espadas saliendo por entre las tripas de la guardia de Búcar! ¡Si los vierais entrar en la tienda y desmantelarla! Desafortunadamente, Búcar no estaba en ella, pues, contra la costumbre de los reyes cristianos, los marroquíes salían a combatir con sus tropas. Por ello fue Rodrigo quien se apuntó el tanto de su muerte. Cuando volvieron al castillo, los dos infantes vieron que las tropas del burgalés los miraban con reproche. No los habían visto en el campo de batalla. Nadie creyó la historia de los disfraces, ni siquiera a la vista de las riquezas robadas de la tienda de Búcar, que los leoneses depositaron en el botón general y los castellanos no dudaron en repartirse. Los dos hermanos solo conservaron un hermoso cáliz que, andando el tiempo, se veneraría en la catedral como llegado de Tierra Santa. Según algunos, tiene la huella de los labios del Mesías en su superficie de plata y cristal.
Una tarde, unos juglares saltimbanquis aparecieron con un león en el castillo. El espectáculo era magnífico, a pesar de la avanzada edad de aquel felino habituado a una vida regalada. Después de verlo, Rodrigo se echó la siesta. Había sido una comida copiosa, regada con abundante vino. No sabía que uno de aquellos juglares había vertido en una hermosa copa de plata y vidrio unas gotas de un infalible veneno. Ni tenía por qué saberlo, pues aquella copa no era la suya, sino la que compartían por turnos sus yernos Diego y Fernando, a los cuales les sobrevinieron intensas ganas de dirigirse bajo una viga lagar a hacer de vientre. Allí los encontraron todavía horas después, ignorantes de que en el ínterin el león había saltado de su redil, atraído por el olor de las sobras esparcidas todavía en la mesa y el suelo a causa de la desidia y falta de higiene de aquellas indisciplinadas tropas de Castilla. Los castellanos, hechos a burlarse de todo, corrieron el infundio de que la diarrea de los infantes era producto de su miedo al león. De nuevo, no hubo cómo defender la verdad.
Finalmente, los leoneses decidieron volverse a su Carrión natal. En el camino, hicieron parada en el robledo de Corpes. Aquella noche, Fernando no podía dormir y se fue a dar una vuelta. En un claro, sorprendió a doña Elvira, su esposa, abrazando a su primo Félez Muñoz. Al principio, pensó en dejarla allí y partir en compañía de su hermano hacia su carrión natal, dejando que los de Castilla se las arreglasen entre ellos. Pero, pensando en los bulos que últimamente habían propagado los burgaleses, decidió dejar de lado su natural pacífico (solo en la guerra le parecía justificado usar de la violencia), agarró las cinchas del caballo y los dejó a ambos hechos un cristo. Tras lo cual, llamó a su hermano y se fue. En cuando a doña Sol, ni Diego ni Fernando la tocaron, pero ya en otras ocasiones la habían visto usar cilicios y otras torturas equiparables.
Don Rodrigo se sintió herido. Envió a sus alféreces a retar a los infantes. No se atrevió a participar él mismo porque por aquel entonces había comenzado a padecer gota a causa de la dieta de arroz abanda a que lo sometía doña Jimena, ignorante de que la auténtica paella valenciana lleva más carne que marisco. Los de Carrión se confiaron; en vez de pasar la noche anterior velando las armas, se metieron en una taberna a celebrar su próxima victoria. Compartió con ellos mesa y mantel un juglar que les sonaba de algo, no sabían bien de qué. Quizá en compañía de un león, aquel Per Abbat les hubiera causado cierta reticencia, pero hacía tiempo que el felino había muerto de un cólico.
El caso es que, a la mañana siguiente, su mente estaba nublada como si en vez de zumo de uva hubieran bebido un destilado clase C, de esos que no podrían aparecer en los realistas cantares castellanos porque, según los probos comerciales de alcohol, son mera leyenda urbana. Los hermanos sentían retortijones en las tripas y cada paso del caballo les causaba mareos. Aun así, estuvieron a punto de ganar a los representantes de don Rodrigo, pero este había prevenido a sus hombres para que untaran la punta de sus espadas con un fuerte veneno, de manera que el menor roce causara la muerte fulminante.
Los infantes de Carrión pasaron a la posterioridad como los villanos de la historia. Siendo astutos y taimados, no lo fueron tanto como su rival, aquel héroe cantado en los romances y las crónicas castellanas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario