martes, 3 de abril de 2012

Terror de la A a la Z: Jacinta

Jacinta camina por el corredor con su vieja bata azul y sus zapatillas de felpa. Entra en la cocina —una habitación estrecha para cocina de pueblo pero amplia para cocina de ciudad, con la mesa de los desayunos, la cocina de butano con sus cuatro fogones, la pila de mármol en que se podría bañar un niño de tres años y las encimeras de obra con sus visillos de cuadros— y coloca al fuego un cazo de hervir leche, con su tubo al medio para que no se sobre. Después, busca en la despensa el Cola-Cao.

Pero en la despensa sólo hay un maremágnum de latas volcadas, tarros destrozados y cristales por el suelo. Jacinta sale de la cocina y vuelve a entrar armada de una escoba y una pala que hace las veces de recogedor. Va barriendo los cristales y colocando las latas, cajas de galletas, cartones de leche, tarros de vidrio, botes de plastico sobre una mesa cercana.

La leche comienza a sobrarse, a pesar del cazo de diseño específico.

—¡Rediós!

Tras apagar el fuego, Jacinta mira hacia uno y otro lado, como preguntándose si alguien la ha escuchado pronunciar tal blasfemia. Después, pasa una bayeta, la enjuaga en la pila y vuelve a su tarea.

—¡Jacinta, la merienda! — truena a lo lejos una voz infantil.

Pero Jacinta no le responde. Símplemente se echa la mano al pecho y boquea tratando de tomar aire, ahogándose como un pez fuera del agua.

En el desastre de la despensa, bajo los víveres que hacen escombro, asoma una mano humana.

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