Si no fuera porque estas nubes que se congregan en el prado celeste pasan, impetuosas, como una interminable estampida, diríase que el rebaño se ha tendido a dormir, acariciado del sol, a la hora de la siesta. Las contemplo desde el cerrillo, bajo la enorme medusa de metal, y comento el hecho a mi compañero de aventuras, que asiente con la cabeza. Kevin no suele hablar si no es necesario.
Antes de salir de casa preparé algo para comer, y ahora le ofrezco un bocado. Con un gesto, rechaza el sandwich de jamón cocido con aceite de oliva, pimentón y queso tierno que le ofrezco. Mejor para mí. Lo saboreo cuidadosamente mientras sigo contemplando la evolución de las nubes en la esfera celeste.
Todavía estoy grabando en mi paladar ese delicado aroma del queso de tetilla cuando me llega el sonido de una pelota de tenis. Ahí está, dorada como día de verano. Seguramente se le ha escapado a algún niñato, uno de esos que a estas horas deberían estar en el instituto soportando estoicamente las explicaciones de su profesor de matemáticas. Sé bien de lo que hablo, pues yo también debería estar a estas horas en el instituto.
Sin mediar palabra, el chiquillo arranca de mi mano esa pelota de tacto aterciopelado y me dirige una mirada de profundo odio. Quizá debería darle su merecido, pero me da pereza... Se está tan bien al sol...
Así que espero pacientemente a que la pelota vuelva a caer cerca de mis pies. Puede que penséis que es improbable, pero creedme: tengo una especie de imán para las pelotas. Y si la pelota vuelve a caer, es obvio que mandarán por ella al mismo pringado, que pondrá esa cara de fiera propia de aquellos para quienes una eutanasia es la mejor opción vital después de reirle las gracias a una sabandija. Mírala: aquí está. Esta vez hago amago de cogerla y contemplo, impávido, cómo se me escapa cerro abajo, hacia la carretera. El muchacho corre como una liebre y consigue alcanzarla: hay que reconocerle el mérito. Pero no parece gustarle lo de subir laderas.
Ahora no sólo me mira, sino que me insulta. Pero yo, tranquilo, me limito a dialogar, le digo que tendría que agradecerme que haya intentado coger su pelotita. Al fin y al cabo, añado, no era mi problema. El niñato piensa que me estoy riendo de él en su cara, y puede que tenga razón, pero no veo por qué pasar a las manos, como insinúa.
Sigo contemplando las nubes. Kevin hace un gesto como para decir que ha visto una con forma de barco. Podría ser. O quizá es que no he entendido su gesto. Mientras estoy buscando la nube (es difícil: no me ha indicado si se trata de un navío o de un simple cayuco), vuelve a caer cerca de mi la pelotita. Esta vez no hago absolutamente nada. La pelota rebota contra una piedra y finalmente golpea a una niña pequeña (de esas cuyos padres no han percibido aún las ventajas de ingresarlas en la guardería desde los cero hasta los dieciocho años) y su progenitor, airado, dedica un par de insultos a los dueños de la bolita.
Después de un rato, probablemente al finalizar el partido, cuatro adolescentes malencarados se presentan ante nosotros. Reconozco en uno de ellos al pringado, alias niñato. No me sorprende su actitud furiosa, pero sí que pasen de las amenazas a los hechos. Gracias a dios, traje conmigo mi navaja. Al verla, se retiran, no sin antes emplazarme para esta tarde en el mismo sitio.
Mientras mondo ostensiblemente una naranja, Kevin rompe por primera vez su silencio y me pregunta si está ácida. Claro que no: tengo buen ojo con las naranjas.
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