Conocí un hombre suficientemente extraño como para imprimir sus exlibris en un papel engomado según la receta que empleaban en los sellos de correo americanos en los años cuarenta. Cada vez que preparaba la mezcla, engomaba cien o doscientos folios, a dieciséis exlibris cada uno. Suficientes, me dije, para marcar una biblioteca mediana, mayor que la tengo en casa.
Sin embargo, aquel caballero gastaba la impresión en un par de semanas. Coleccionista compulsivo, comenzó comprando recetarios industriales y manuales de mecánica y electrónica de la biblioteca Soler; después, pasó a volúmenes más gruesos como los de Gustavo Gili. Llegado un momento, fue capaz de reconstruir, como Robinson Crusoe, gran cantidad de la tecnología actual a partir de dos o tres sustancias básicas. Quizá por eso decidió construir una máquina del tiempo, deseoso de emular a aquel personaje de Twain que se despertó en Camelot. Pero no suele hablar de aquel fracaso.
Sentado con su terno gris, en la mesita del café, cualquiera le supondría cincuenta años más viejo —a pesar de sus cabellos todavía oscuros— cuando, contemplando en el destartalado televisor el culebrón de la primera, hace observaciones sobre las costumbres del año cuarenta y siete como si las hubiera conocido en persona.
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