Porque tú vives.
Porque te ahogas en este mundo enfermo.
Porque lentamente mueres, como el cáncer,
que mata todo lo que brota a su alrededor.
Porque no puedes aguantar un minuto más en esta sociedad
que te aprisiona con sus normas.
Porque quiero vivir
y no soy partidario de la violencia,
no puedo sino suplicar que mueras
en paz,
sin sufrimiento.
Hoy he tenido una experiencia bastante desagradable con una de esas personas cuya apariencia es la que en mis tiempos demostraba que alguien aceptaba lo marginado, lo raro, lo extravagante; una de esas personas cuya apariencia es la que hoy muestra que sólo valoran el aspecto físico, la integración en un grupo, la supremacía. Y, curiosamente, esa persona intolerante pertenece a uno de esos grupos contra los que se ejerció durante tanto tiempo la represión, la esterilización forzada, la eutanasia. Mi vía de escape para tanta violencia (recordad:
los grandes crímenes se hacen por cosas pequeñas) ha sido, en lugar de entrar en un macdonalds con una escopeta, escribir las líneas anteriores.
Y perdonad que os diga que, aunque normalmente no soy partidario de la pena de muerte, a veces lo soy: pero probablemente no para los delitos para los que suele pedirse, sino para otros que, siendo más leves, muestran la personalidad peligrosa de sus autores.
¡Qué habitual la
atrición cuando la sociedad confunde moral con religión, conciencia con pacatería!