FALCONES, Ildefonso: La Catedral del Mar, Barcelona, Grijalbo, 2007
ISBN: 978-84-253-4075-8
670 páginas + encarte
Género: Histórico.
Precio: 19,90 €?
No suelo leer los best-sellers. No por pedantería, sino simplemente porque son caros. Sólo los leo cuando han pasado de la tapa dura al formado de bolsillo, y del formato de bolsillo a la mesa de "todo a un euro" de la Cuesta de Moyano. Entonces no dudo en comprarlos y devorarlos con la perspectiva que suelen dar los dos o tres años que han pasado entretanto.
Pero a veces, he de admitir, los compro antes de que bajen su precio, para regalarlos. Y, al cabo de un tiempo, ese libro que regalé vuelve a mí y lo leo de un tirón. Es lo que me ha ocurrido con La Catedral del Mar, novela histórica que había sonado mucho y que, aunque bien escrita y documentada, no me ha parecido que fuera para tanto.
A un lector obligado de novelas juveniles, como soy yo, esta novela le trae, antes que nada, un perfume —o quizá un tufillo— a novela juvenil. Hay algo en la presentación de la historia, en la elección de los personajes y de la etapa de su vida que se nos narra, y en las observaciones del narrador que que me recuerdan a "El Señor del cero", "El herrero de la luna llena", "Guárdate de los idus" o "El tiempo y la promesa", e incluso "El capitán Alatriste", más que a "Los hijos del Grial", "los pilares de la Tierra" o, si se busca una novela de tema catalán, "Bizancio". Si no fuera por la abundancia de ejecuciones, violaciones y estupros, se diría escrito como lectura recomendada para jóvenes de 12 a 16 años. Gracias a ellas, les encantará, pero no podemos "recomendárselo" desde los centros educativos.
La historia comienza con la celebración de la boda de un payés. Como es habitual en el género, especialmente en sus versiones juveniles, la situación inicial es una excusa para mostrar la psicología de los personajes y para trazar un pequeños flashback que dé cuenta de sus orígenes (el padre, siempre presente: ¡qué daño hizo Freud!) y de la situación social en que vive. Para que no se le olviden estas coordenadas, se presenta de improviso en la boda el señor feudal y, después de un par de humillaciones a su siervo, le exige el derecho llamado en otros lugares de prima nocte, y que en Castilla era sólo (¡sólo!: ¡y debían agradecerlo!) de pernada.
Todo lo cual tiene por objeto justificar (¡oh, la motivacija!) que un padre y su hijo se integren en la vida urbana Barcelonesa, y que ambos posean un odio cerval hacia la nobleza. El hecho de que Barcelona sea una ciudad ajena a los protagonistas facilitará al narrador su tarea de culturizar al lector, costumbre propia del género que me pareció fuera de lugar la primera vez que leí, a los 18, Los Pilares de la Tierra (por Dios: ¿quién no sabe lo que es un pináculo?), pero que reconozco hay que agradecer, a la vista de cómo vienen las nuevas generaciones.
Durante unos cientos de páginas, el autor se detiene en la infancia y adolescencia del protagonista. Este es el momento en que el libro más se aproxima a la literatura juvenil, aunque es cierto que se trata de explicar el ascenso meteórico de un huérfano mozo de cuerda a próspero burgués catalán, gracias a una personalidad absolutamente impropia de la época. Como esos trogloditas middle-class que dedican su fin de semana a comer costillas de brontosaurio en el drive-in, el protagonista es un modelo de lo políticamente correcto, excepción hecha de su rencilla particular contra quienes arruinaron su infancia.
Pero realmente sólo recuerdo personajes con carácter "antiguo" en obras de Maurice Druon o Ramón J. Sender, en cuyos personajes esa "falta de sensibilidad moderna" puede que refleje la sensibilidad del tiempo en que fueron redactadas. Por el contrario, ese complejo de los Picapiedra (Domingo Ynduráin dixit), esa personalidad moderna en personajes del pasado, es habitual en toda la novela histórica, por ejemplo en la de Ken Follet que he citado varias veces.
Como en ésta, la narración tiene como marco — quizá como excusa— la construcción de un edificio religioso, pero el componente arquitectónico desaparece enseguida. Permanece, en cambio, una extraña religiosidad popular devota que no duda en clamar contra la iglesia siempre y cuando se respeten sus santos.
Por lo demás, estructuralmente es una novela perfecta. No se deja un cabo suelto (con la posible excepción de cierto dinero ajeno que el joven protagonista invierte en alojamiento y comida y que nunca le es exigido); como en las mejores novelas policíacas, no hay un personaje que sea inútil, ni que sirva para lo que el lector espera. La novela es esa "montaña rusa" que toda novela, como toda película, debe ser. El final quizá sea un poco inverosímil, pero previamente se ha trabajado preparando al lector para aceptarlo. Y ya se sabe que quien es capaz de crear una trama vertiginosa y enmarañada pero sabe después trenzar un buen final es, sin duda, un gran narrador.
Por eso, a pesar de todos los defectos que cuidadosamente he destacado, os la recomiendo.
EDICIÓN:
Acabo de ver en la revista "Rinconete" del Instituto Cervantes un artículo que interesará a los lectores del libro: un comentario sobre las teorías inquisitoriales de Eimerich que tanto se citan en él.
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