En esta vieja ciudad, hay pocas personas que disfruten del privilegio que posee Emilia. Cada mañana, al levantarse, puede acercarse al balcón con una taza de café y contemplar el amanecer sobre un amplio parque, tan grande, que las casas que se divisan a lo lejos parecen sombras esbozadas por un pintor con horror al vacío.
Como todas las personas distinguidas por los favores de la fortuna, Emilia suele olvidarse de esa posibilidad, y sólo se preocupa, cada mañana, por salir de la ducha, vestirse, secar y peinar a toda prisa su cabello corto, meter su taza al microondas, beber unos tragos de café soluble acompañados por una magdalena, lavarse los dientes y salir corriendo con la esperanza de que el autobús no tarde en llegar.
Hoy es distinto.
Al salir de la ducha, ha visto una clara luz que procedía del balcón. Su primera reacción ha sido el susto. Tras consultar los relojes —no sólo el despertador o el reloj de muñeca: hay que comprobar el reloj de la cocina y, si se puede, el de la emisión matinal del noticiario televisivo— ha comprobado que no se levantó tarde. Pero el balcón ofrece la luz de un mediodía, el sol al sur, colgado en lo alto, a la derecha del balcón.´
Deja la tele encendida, por ver si dice algo. Pero no la oye. Está secando y peinando su pelo con cuidado, como si fuera a una cita. Después, deja el traje tirado en la cama, como un cuerpo vacío, se prepara un café —un café de verdad, aunque sabe que a esas horas le sentará como un tiro—, abre el balcón, acerca una silla y se sienta con su café a contemplar el espectáculo.
La calle está vacía, pero el parque... el parque ha comenzado a poblarse de viandantes, trabajadores mañaneros, más madrugadores que ella, que han visto el sol de mediodía alzarse cuando salían de las bocas de metro o de la estación de tren.
Trabajadores que si tuvieran un balcón se sentarían, como ella, a contemplar el maravilloso espectáculo.
En el edificio de la televisión no deben de tener ventanas —se dice—. En caso contrario, algo habrían comentado.
Un vecino sale del portal y mira hacia el cielo, extrañado. Emilia lo saluda. Cuando levanta la cara, lo reconoce. Es el chico del primero interior centro, un muchacho de cara pálida que no debe de haberse enterado de nada hasta salir del portal. El muchacho devuelve el saludo, y, de repente, toma la iniciativa:
—¿Quieres que te traiga unos cruasanes?
—No creo que haya nadie en la panadería.
Aun así, el chico lo intenta. Al rato, lo ve entrar de nuevo en el edificio, con una bolsa de papel en la mano. Emilia se da cuenta entonces de que todavía está en bata. No importa: si se ha asomado al balcón con esa indumentaria, bien puede recibir así a su invitado.
En cuanto llama, se levanta y abre la puerta. Le busca un acomodo en el balcón y se dirige a la cocina a preparar más café. Al volver, se da cuenta de que él ha estado observando el tamaño del piso.
—¿Vives tú sola en este piso? Es mucho más grande que el mío, y lo comparto con dos amigos.
—Sí, era de mi abuelo. Al resto de la familia no le gustaba este barrio, decían que es muy ruidoso. Y que la casa era muy vieja. Pero a mí me encantan las vistas.
—Vaya, es fabuloso. Nunca lo hubiera imaginado. La verdad es que no hacemos mucha vida de vecinos...
—Yo tampoco...; ¡ni siquiera sé tu nombre!
—Teo... —responde, azorado, dándose cuenta de su inexplicable descortesía— me llamo Teo.
—Yo, Emilia. Encantada de conocerte.
La conversación, poco a poco, va tocando todos los temas triviales que el decoro permite entre dos perfectos desconocidos. El sol sigue colgado en lo alto del cielo cuando suena el teléfono.
—Vaya, debe de ser el trabajo —dice Emilia, mirando su reloj— hace media hora que debería estar allí.
—No lo cojas. Si dices que estás enferma, no lo van a creer.
Emilia siente que debería coger el teléfono. Pero no puede. Necesita contemplar el parque, la gente bañada por la magnífica luz del sol.
Con un esfuerzo sobrehumano, intenta alargar la mano, y entonces se da cuenta. El tono del teléfono cambia, el balcón desaparece, la luz se apaga.
Como siempre, va a llegar tarde. Se incorpora y se mete en la ducha. Seguro que no le va a dar tiempo a secarse el pelo. ¡Con el frío que hace fuera!
Deja que el agua fría la termine de despertar, y entonces se frota vigorosamente y sube la temperatura. Sale rápido, muy rápido, para volver a su cuarto secarse el pelo.
Desde el fondo del pasillo, el balcón del salón arroja la claridad meridiana de una siesta de estío.
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