martes, 26 de mayo de 2020

Hoy es martes pero esto no es un cuento: Pido disculpas

Todos sabíamos que en algún momento iba a llegar el día en que alguien nos pidiese responsabilidades por cómo hemos actuado ante casos de fuerza mayor. Había que elegir entre dos males. Parece que no elegí el adecuado. Por ello, he enviado un mensaje a mis alumnos pidiendo disculpas. Este es el contenido de dicho mensaje, con alguna corrección de estilo posterior. Si desea conocer el mensaje original, puede pedírmelo en la dirección de correo electrónico que está disimulada al final del mensaje pero aparece claramente al final del mismo.

Estimados alumnos:

Desde el principio he sido consciente de que recibir vuestros mensajes en mi dirección de correo personal era lesivo contra vuestra intimidad, justo del mismo modo en que lo era contra la mía. Pero si he usado el correo personal ha sido por las siguientes razones:

1) En primer lugar, porque el correo de educamadrid no funcionaba. Varios de vosotros lo habéis comprobado: mensajes que se pierden, que rebotan sin avisar al remitente ni al destinatrario, etcétera.

2) En segundo lugar, porque, como muchos de vosotros no tenéis ordenador en casa, solo móviles, e incluso compartís vuestro terminal con otros miembros de la familia, la manera de optimizar recursos en vuestras casas era permitiros hacer las tareas en el cuaderno y mandar las fotos por correo.

¿Por qué por correo y no a la nube de educamadrid o al servidor de moodle? Porque carecíais de usuario de educamadrid, ya que para activar vuestro usuario se tendría que haber autorizado en un formulario impreso ANTES de que se cerrase el centro (algún técnico me habló de la posibilidad de pediros fotos de ese formulario, pero si cualquiera puede falsificar la foto de un famoso, está claro que falsificar la foto de una firma no debe de ser mucho más difícil).

Y bien, ¿qué problema hay con las fotos? El correo electrónico es compatible con un estándar de 1982, y por ello no está pensado para enviar imágenes. Estas son empaquetadas en un formato especial en el que abultan un 50% más en el servidor. Una foto "pequeña" de 4 megas hecha con un Samsung abulta 6 megas en mi ordenador.

Y educamadrid no solo tiene una cuota de espacio muy baja, sino que además para los profesores es imposible conocer cuánto espacio de cuota nos queda en el servidor.

3) La tercera razón de que emplease mi cuenta personal de gmail era la necesidad de mantener archivados todos vuestros mensajes, puesto que constituyen material evaluable. Desde el correo web de educamadrid no se puede solicitar la descarga de un archivo de los mensajes; se puede hacer en algunos clientes de correo electrónico, si se acierta con el adecuado. En cambio, en gmail se puede pedir una copia de todo el buzón cada dos meses.

4) Además, hasta que el 16 de abril, un mes después del cierre del centro, la consejería de educación me otorgó una licencia de office, los recordatorios de webex usaban mi cuenta PERSONAL de office, puesto que webex se integra con el calendario de outlook, pero no con el calendario DAVx usado por educamadrid.

5) Lo mismo sucedía grosso modo con los mailings. Hasta que tuve la cuenta corporativa de office (recordad: un mes después) tuve que programar una macro de mailing para poder enviar los mensajes con vuestras notas desde excel con el correo de educamadrid (word los envía usando outlook, es decir, una cuenta de hotmail/outook/microsoft). Mi primer mensaje sin usar esa complicada macro fue un auténtico fracaso, porque aunque estaba usando word con mi cuenta de educamadrid, outlook os envió el mensaje desde mi cuenta personal, exponiendo otra de mis direcciones de correo. Muchos compañeros emplearon hojas de cálculo de google. Yo no las usé para no darle a google vuestras notas. Claro que al usar una cuenta corporativa de Microsoft y guardar vuestras notas en la nube estoy dándole vuestros datos a Microsoft. LOS TÉRMINOS DE LICENCIA DE MICROSOFT DICEN CLARAMENTE QUE MICROSOFT SE RESERVA EL DERECHO DE HACER USO DE CUALQUIER DATO EN SUS SERVIDORES, Y NO APARECE NINGUNA EXCLUSIÓN EXPLÍCITA PARA CUENTAS CORPORATIVAS.

6) Por todo ello, consideré que, en lugar de usar una cuenta de correo de educamadrid que fallaba más que una escopeta de feria, era más razonable

7) Durante todo este tiempo, he tenido cuidado de usar copia oculta (CCO:/BCC:) para enviar cualquier correo que fuera dirigido a más de una persona. Podría haber creado un grupo de correo. Es más, podría hasta haberos dado una cuenta de correo en mi propio servidor, donde tengo un Moodle más fácil de utilizar (al menos para los profesores) que el de educamadrid. Pero no lo hice, porque sabía que ello era lesivo para vuestra intimidad. De hecho, tengo mi servidor cerrado hasta que tenga dinero para contratar un gestor de datos.

8) En conversación con un técnico de informática de la Comunidad de Madrid les expuse los problemas 1, 2 y 3. Básicamente, se lavaron las manos. Hoy nos han llegado instrucciones de la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid prohibiéndonos el uso de direcciones personales de correo electrónico.

Por tanto, a partir de ahora dejaré de enviar y recibir mensajes en ⋔∅∁·liαmg☺ἀΥ⊙m∋∫oj. Usad solo este correo. Os pido perdón por haber estado usando mi correo personal y los vuestros. Un abrazo a todos. Os deseo salud para vosotros y los vuestros.

Atentamente,

José Gabriel Moya Yangüela



P.D. Consecuentemente con la decisión del delegado de datos de la Comunidad de Madrid, dejaré de usar mi teléfono personal para contactar con los alumnos. Cerraré asimismo los grupos de telegram y de whatsapp (aunque en estos los alumnos han entrado libremente y por su propia voluntad, como diría el conde Drácula). Pensaré también si cerrar el Padlet donde recuerdo las tareas a los alumnos y dejaré de usar formularios de google para solventar el problema de que el módulo "lección" de moodle mezcla las sesiones de los usuarios anónimos. Vaya, ¡vacaciones!

martes, 12 de mayo de 2020

El cuento del martes: Ático Zeta

(Este relato no es sino la transcripción de un sueño. Pensé en emplearlo como comienzo de algo más largo, pero sería difícil mantener el tono. Juraría que ya se publicó en este blog, pero he tenido que buscarlo en mi facebook, donde lo publiqué de modo restringido el 24 de agosto de 2014. Me gusta especialmente la frase final, derivada de los aullidos que me despertaron a las cuatro o cinco de la madrugada, cuando los perros pastores barruntan el amanecer).

Es tarde pero aún quedan algunos comercios abiertos. He bajado a la calle por alguna razón que no recuerdo y me doy cuenta de que mis pies van calzados con zapatillas de bayeta. Quizá quería haber ido a mi casa, a mi casa de verdad, que está en otro barrio —y quizá en otra ciudad, porque los detalles que se van revelando muestran que esto no es Madrid; no, al menos, el Madrid que conozco— pero me avergüenza entrar con esta facha al metro.

Así que decido volverme al ático. Buscándolo entro a un bar de copas donde me conocen; evito la conversación con la parroquia de solteras y divorciadas y me escabullo por una salida lateral; bajo los escalones que conducen a la siguiente puerta de la manzana, donde el portero no pone objeciones a que entre en mi estado a una sala de fiestas; en un momento de lucidez, salgo, atravesando toda la cola de clientes y sigo avanzando por la calle.

Un mendigo joven, armado de una muleta cubierta de cinta aislante blanca, golpea a otro mayor que lleva un bastón del mismo color. Es, obviamente, una cuestión de competencia comercial; sin embargo, me asusta la fiereza con que el primero golpea al segundo. Corro a la siguiente puerta, una puerta metálica de acabado mate decorada con siglas que se repiten una y otra vez. Es una iglesia —una de esas iglesias modernas con apariencia de sala de cine— y considero por un momento sentarme en una de las butacas corridas de plástico y pedir ayuda al cielo para mí o para el mendigo anciano. Prefiero, sin embargo, salir corriendo.

Encuentro, por fin, la entrada al vestíbulo de mi edificio; en ese instante, algo hace que no corra hacia el ascensor, sino que me meta en uno de los apartamentos del bajo, cuya puerta está entreabierta. Se celebra algún tipo de fiesta y los asistentes —muchos de los cuales hablan en inglés y tienen aspecto extranjero— miran divertidos mi ridículo aspecto. Corro intentando evitar que me tomen una foto. No sé cómo consigo atraer la atención de la anfitriona; el caso es que la persuado para que me lleve a la puerta de atrás, para atravesar por ella hacia el ascensor de servicio. Hay un problema, me dice. Cuando me lleva hacia allá, comprendo de qué me habla. Lo que debería ser la cocina es una pequeña habitación y la puerta de servicio está cubierta de estanterías con libros. Me llama la atención que los libros sean infantiles; no libros para niños chicos, sino El pequeño Vampiro, Crónicas de Idhún y cosas por el estilo. Están agrupados por sagas o colecciones y algunos tienen la portada hacia el exterior, como en una librería, formando una especie de mural.

Sacamos los libros y movemos un poco la estantería, lo suficiente para retirar a su vez una fina chapa de madera que cubre la puerta. Esta está atascada; solo tras luchar un rato contra ella conseguimos abrirla. Pero tras la puerta se observa un panorama de horror: la madriguera de un vagabundo, llena de basura acumulada. Recuerdo entonces que el mendigo anciano vive en los bajos de ese mismo edificio. La basura obstruye la puerta y nos cuesta un esfuerzo ímprobo cerrarla y colocar de nuevo la estantería, los libros.

Es entonces cuando comprendo mi error. Los cerrojos quedaron abiertos; el lugar es ahora inseguro. Ellos pueden entrar. Temo haber sido poseído por algún tipo de fuerza que me llevó a hacer todo esto para dejar franca su entrada. Es horrendo tener que retirar de nuevo la estantería, que a duras penas hemos logrado encajar en el hueco. Podría usar el poder, y esta vez estaría justificado. Además, si he convencido a la dueña del piso es que ella también está enterada. Pero no puedo mover las cerraduras, está claro: si yo pudiera cerrar desde aquí la puerta, ellos también podrían abrirla.

Comienzo, por tanto, a sacar volúmenes de nuevo, a mover la librería, a disponerme a retirar la placa de madera, aunque conozca la dificultad que supondrá arreglar todo después. Entonces, me despierta un coro de ladridos. Es la hora a la que cantan los perros.

miércoles, 6 de mayo de 2020

Este miércoles, el relato del martes: Los ladrones ciegos

—El día que definitivamente pierda la vista —dijo Enrique—, me uniré a los ladrones ciegos.

—¿Qué dices?

—¿Acaso no crees que sea posible? Es improbable que me libre del glaucoma y de las cataratas. Estoy condenado genéticamente.

—No lo digo por eso. No creo que seas capaz de sisar un céntimo en una compra. Y mucho menos, de robar.

—¿Pues qué iba a hacer? Nunca tuve arte para cantar. No me lanzarían monedas, sino piedras para que callara. Y en cuanto a aprender braille y seguir trabajando de oficinista... No se me daría bien. No tengo memoria para esas cosas.

—¿Y qué clase de ladrón ciego serías? ¿Del que se tropieza en el metro, fingiendo no saber dónde está, y te roba la cartera sin que te enteres, o del que te pide ayuda para que le cruces el paso de cebra y es entonces cuando hace una seña a un compañero para que, cruzándose contigo, la haga desaparecer?

—Yo no considero esa taxonomía de ladrones ciegos. Los que nombras, son solo aficionados; trabajan a tiempo parcial, normalmente comisionados por videntes. Gente con familia a la que mantener y sin ambiciones. No, no sería de esos. En mi opinión, hay fundamentalmente dos clases de ladrones ciegos.

»Están los que se deleitan en la oscuridad. Pasean sus días y sus noches por los laberintos del alcantarillado, por las galerías amplias del metro, por los estrechos callejones en sombra. Allí se deleitan en sentir unos pasos asustados, la vacilación ante la luna callada, el jadeo nervioso de quien sabe que no se pueden visitar las tinieblas sin pagar un precio. Yo no tengo paciencia para ser de esos.

»Por otro lado, los que viven al sol. Los que no tienen miedo de ser vistos. Por la mañana vienen del oriente, y por las tardes llegan en dirección contraria. No dudan en acompañarse de un espectáculo de luces e incluso de músicas estridentes que confundan a su público. Es difícil reconocer su rostro, aunque muchos han descrito un obeso perfil eclipsando una corona de luz brillante. Son crueles. Devuelven a la humanidad el ruido que la humanidad produjo. Cada atraco les duele más a ellos que a su víctima. No necesitan el dinero; pero, ya que sería inmoral desprenderse de él en caridades hipócritas, han de consumirlo en una bacanal, extáticos de goces carnales, alcohol y música, lamentando que esos focos hipnóticos que llevan como anzuelo de incautos sean incapaces de sumergirlos a ellos mismos en trance. De vez en cuando, una de sus víctimas se arranca los ojos y los sigue.»

—¿Preferirías pertenecer, entonces, a esta segunda especia de ladrones?

—Me gustaría. Aunque hay un tercer grupo. Esos que no cantan ni escriben, pero se encargan de que otros canten y escriban por ellos. Que no tienen memoria, pero conocen secretamente lo que sucedió eras antes de que sus antepasados llegaran al mundo, pues lo han visto en sus ensueños. Aquellos que roban las voces de las comadres, de los historiadores, de los filósofos, y las hacen pasar por la suya. Quizá preferiría ser uno de estos. Lo seré algún día, si tengo suficiente talento.