martes, 7 de abril de 2020

Tristeza

Iba a entrar para volver a escribir, por fin, un cuento para la sección "El cuento del martes". Pero he ido empezando a pensar en un prólogo que justificase el largo silencio de estas semanas y creo que, mejor, os haré un "cuéntame tu vida". Estos días han sido extraños, muy extraños. No puedo creer que haga ya casi un mes desde que dejé el aula por la enseñanza online, y una semana menos desde que nos confinaron a todos. Mis sentimientos han sido, como los de todos, muy confusos.

Al principio pensé que estaba preparado. Al fin y al cabo, mis apuntes eran el aula virtual del centro. De un centro que tenía algunos alumnos matriculados en modalidad a distancia, y donde había ido tratando de conseguir, con diversas triquiñuelas (tales como hacer "mailings" con las calificaciones de los exámenes), el correo electrónico "bueno" de los alumnos.

Hubiera estado mejor, desde luego, que en este centro los alumnos hubieran dispuesto de una cuenta de correo de educamadrid que permitiese el uso de cuestionarios online y otras características específicas del LMS (learning-management-system: sistema para gestionar páginas web de aprendizaje) que usábamos, Moodle. Hubiera estado mejor, también, que todo esto no hubiera sucedido el año que flash dejaba de funcionar, ya que mucho del contenido era heredado y confiaba en páginas web antiguas escritas en flash cuyos autores no habían tenido el tiempo o el dinero necesario para cambiar de ActionScript a html5. Hubiera estado mejor tener, además, una segunda aula virtual en Google Suite, como tenía en mi centro anterior. Pero ¡qué se le iba a hacer!

Hubo, pues, que tomar decisiones. Primero, copiar las direcciones de correo electrónico que nos dio jefatura, probarlas, contrastarlas con las direcciones (a menudo distintas) que los alumnos habían empleado para mandarnos justificantes de todo tipo a los profesores (¡en eso sí estábamos adaptados a la sociedad digital!). Inventar un sistema para que los alumnos pudieran hacer las tareas sin monopolizar el ordenador de su casa (¡si es que lo había!) ni gastarse la vista mirando la pequeña pantalla del móvil (mis alumnos tienen entre 16 y 60 años). Por eso opté por seguir usando el cuaderno y hacer fotos de los ejercicios, un sistema perjudicial para mi propia vista pero que más o menos equilibraba las posibilidades de todos.

Oh, y descubrir que los alumnos no saben utilizar el correo electrónico. Que escriben el mensaje en el asunto. Gracias, Whatsapp, Telegram, Snapchat, Facebook por destruir una convención que antes de vosotros fue ampliamente usada en el NNTP, el correo electrónico o los foros de internet. Gracias, 3G, por destruir todas las convenciones sociales de cortesía, de saludo, de despedida, haciendo que tenga que pelearme con mis listas de direcciones para averiguar que quien no escribe su nombre y deja como firma de su correo el nick "Matablancos" de su cuenta de Google es un alumno (blanco, por cierto) del grupo 1 de la mañana.

Las clases virtuales... No tenían mucho sentido si solo dos o tres alumnos se conectaban a ellas y el motor de grabación fallaba como una escopeta de feria. Por eso opté por enviar clases a youtube, a pesar de que odio compartir mi imagen públicamente. Al final, solo he usado videoclases como "clases particulares" con los alumnos de español que me lo pedían... Pero con la conciencia sucia porque se trata de tecnologías que gastan muchos datos. De todas formas, usar youtube era peor, pues exigía grabar varias veces hasta que la locución pasaba de "penosa" a simplemente "cutre".

¿Y qué tiempo tenía para preparar todo? Muy poco, puesto que había pasado de sacar a alguien a la pizarra para mostrar la corrección o mirar por encima el cuaderno y los ejercicios, a corregir cada actividad de cada persona (en las condiciones lamentables explicadas arriba), con lo que a pesar del aplazamiento (sine díe) de la evaluación, he trabajado durante un par de semanas como si fuera semana de cierre de trimestre. La tercera semana, la anterior a estas extrañas vacaciones que estoy disfrutando —todavía en contacto con los alumnos—, hubo dos cambios: por un lado, decidí limitarme a las 37½ horas semanales de mi jornada; por otro, recibí menos tareas que corregir, dado que los alumnos habían ido anticipando las de aquella semana.

Todo esto ha alternado, como en el caso de todos vosotros, con conflictos éticos, indecisiones, cambios de ánimo, pánico al contagio propio, pánico a contagiar a otros... Supongo que sería interesante como ejercicio de creación de un personaje literario. Los extraños dolores de cabeza recurrentes que sentía al menos dos días a la semana en Febrero y principios de Marzo cesaron, no sé si porque me abandonó alguna enfermedad, o porque decidí volver a usar las gafas antiguas, esas en que el óptico había comprobado por sí mismo la graduación de la oculista en lugar de aplicarla ciegamente y luego, ya fabricadas las lentes, decidir que quizá hubieran necesitado incorporar unos prismas.

Miedo a contagiar. A instalarme en casa de mis padres, o llevarles la compra, o hacerles, al menos, una última visita. El último día tuve que hacer un recado de fuerza mayor. Me desperté media hora antes para poder ponerme el termómetro y comprobar que ese catarro persistente no estuviera combinado con fiebre. Ese día tuve que coger dos taxis: al bajarme, limpié manijas y cinturón en uno, pero olvidé hacerlo en el otro. Después, para evitar metros en el trayecto final, volví caminando. Madrid Río me dio miedo, tan lleno de gente, con mujeres que paseaban los niños junto a los columpios y que se encaraban con los empleados que los estaban precintando.

Miedo a ser contagiado. Me lo había dado, dos días antes, un Carrefour lleno de gente al que yo había acudido porque ciertos productos de droguería indispensables (y no, no hablo del papel higiénico) no forman parte del surtido del Día de al lado de casa. Me lo había dado también el frutero que tosía cuando me sirvió la fruta, y que espero ¡por favor! que no tuviera nada, ya que pasa de los sesenta.

Y junto a estos miedos, el dilema moral. ¿Ofrecerme a cuidar los niños de los vecinos? ¿Teniendo una enfermedad respiratoria? ¿Y pudiendo ser culpable de la entrada de la enfermedad en sus casas o en la de sus familiares? Dilema moral parecido sentía en cuanto a varios asuntos del trabajo, pero no quiero volver a hablar del trabajo.

La enfermedad. Llevé un diario con mis síntomas, por si acaso. Para poderle decir a la famosa app del coronavirus qué síntomas había tenido, durante cuánto tiempo, y mis hábitos alimentarios. Poco a poco, puesto que solo un día había llegado a febrícula, me fui confiando y dejé de mantener al día esa bitácora. Poco a poco, puesto que parecía que mejoraba, adquirí confianza para bajar a una tienda y comprar sin miedo a contagiar a la gente (por si acaso, empleé una braga polar como mascarilla y pagué todo con tarjeta previamente desinfectada). Poco a poco dejé de basar mi alimentación en platos racionados, recetas de reaprovechamiento y pan casero y me abandoné a la dieta hipercalórica que parece ser la tónica habitual.

Y estos días, que ya deberían ser de normalidad, el desánimo pesa como una losa. Las horas, ya no ocupadas trabajando, vuelan como me describía mi hermana que volaban durante su depresión. Ayer fue un logro conseguir leer ochenta páginas seguidas de una novela. Pero no saqué tiempo para preparar las clases de después de las vacaciones. Ni tengo ganas de escribir relatos: llevo tres semanas sin escribir el cuento semanal del martes ni los del reto semanal de Literup. Tenía algunos enlatados pero tampoco he tenido ganas de publicarlos. Y mejor, pues así he podido emplear uno de los cuentos enlatados para una convocatoria que se cerró hace un par de días.

He tratado de volver a las manualidades, a hobbies que no exijan mirar una pantalla ni leer, pero al final me da pereza. He convertido la limpieza casi en hobby. He descubierto el taichi (que ya sospechaba que me iba a gustar), pero sin un entrenador presencial no sé hacer correctamente los movimientos. He tratado de redescubrir la religión como consuelo, pero una parroquia vista por youtube o una misa del vaticano en la tele no transmiten la sensación de soledad y recogimiento entre la masa que se experimentan en una iglesia llena de gente callada.

He visto muy pocas series, o al menos pocos capítulos. He acabado una: era corta. Pero, en general, no aguanto un capítulo entero de nada. Rebobino dos y tres veces las escenas de las películas hasta que por fin les presto atención. He escuchado podcast, he vuelto a la radio de noticias (ya que radio3 se ha convertido en una extraña radiofórmula). Comencé viendo religiosamente los telediarios y las ruedas de prensa del gobierno y acabé volviendo a las noticias de internet.

En fin: por todo lo anterior, podéis deducir que estoy igual que vosotros, que me ha caído encima la conciencia de ser humano, que no sé si estoy muy contento con mi condición, pero sé que otros están pasando peores momentos y callan, porque les da vergüenza decir que están sufriendo, que tienen la casa llena de hijos, que sus compañeros de piso arman ruido, que no les gusta que el vecino organice una discoteca en su balcón ni que la policía, en lugar de multarlo, le anime a ello, que quizá haya hambre, que está muy bien trabajar en casa, pero ¿sabéis qué? La gente que trabaja habitualmente en casa lo hace cuando los niños están en el colegio, o cuando está su pareja para controlarlos.

Ahora llueve, y junto con el sonido del agua vendrá en unos minutos el de los aplausos, superpuesto a ellos, con fragor de cascada. Y me gustaría que se llevasen con ellos la memoria de estos momentos, como lágrimas en la lluvia, pero eso no sucederá hasta dentro de muchas, muchas semanas. Lamentablemente.

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