lunes, 20 de abril de 2020

Relato del martes: Despertar de la sangre

Escribí este texto para la convocatoria de la antología Insomnes hasta el amanecer convocada conjuntamente por Insomnia Ediciones y Grupo Amanecer. No pasó la criba. A continuación, lo pulí para enviarlo a otra convocatoria en que también encajaba, Orgullo Zombie. Pero tampoco ha pasado la criba. Así que he programado que se publique el 20 de abril de 2020, una semana y un día después del fallo de la última convocatoria a la que fue presentado. Antes de que leáis el texto, vaya por delante mi enhorabuena a los seleccionados en ambas antologías.


El despertar de la sangre

Despierto con dolor en las sienes y un zumbido en mi cabeza; seguiría durmiendo, pero el frío se me clava en los pies, en los brazos, en el pecho. Algo más agudo y sólido me muerde un lateral de la pierna, en la parte alta del muslo. Apoyo mi mano para incorporarme y siento cómo se hunde en la tierra. ¿Dónde estoy? Papeles, hierbas, latas. Tres altas tapias rodean el lugar por sendos lados; por el cuarto, una malla metálica completa el cierre. Esto parece un descampado. ¿Cómo llegué aquí? Vagos, confusos recuerdos de anoche. Recuerdo que no había planeado salir, pero llamó Marta. Que bebí tres o cuatro copas, no más de lo habitual. Salí un poco tambaleante, es cierto... Pero creo que conseguí subir a un taxi. Después, todo se nubla. Palpo los bolsillos del pantalón y no encuentro el móvil ni la cartera. Las llaves sí están: comienzo a comprender el dolor agudo en mi pierna. Me pongo en pie con torpeza. Aunque está oscuro, distingo bien los contornos. Hay como una sutil claridad que envuelve las cosas. Será cosa de la dilatación de las pupilas; dicen que el alcohol la provoca. Hallo, tirado en el suelo, mi abrigo. Me lo pongo. Está sucio, tiene una mancha de color oscuro en su cuello. Palpo el de mi camisa. Siento una costra rígida en él. Pienso qué hacer a continuación. Debería ir a comisaría, denunciar el robo de la documentación, el móvil, las tarjetas. Pero... ¿dónde habrá una comisaría? Quizá sea mejor ir a casa. Ir a casa y dormir.

No reconozco esta calle, pero decido caminar cuesta abajo. Quizá así encuentre el río. Tomo tres o cuatro calles, dando giros sinuosos siempre cuesta abajo y, si bien no encuentro el río, llego finalmente a una ancha avenida que reconozco como el paseo de Extremadura. Desde aquí tendría que ser capaz de alcanzar mi barrio. Cruzo el paseo y sigo una línea más o menos recta hasta que empiezo a reconocer algunos edificios, allá en la distancia, que me ayudan a orientarme. El tramo más duro son los quinientos metros que separan el parque de Aluche de mi piso: según me acerco, parece que van abandonándome las fuerzas.

Llego a casa. Tengo una sed tremenda y siento un hambre terrible, pero lo primero es lo primero. Busco en el ordenador el teléfono del banco para cancelar las tarjetas. Apunto el número. Lleno un vaso y, mientras bebo buchecitos de agua, pregunto si ha habido algún movimiento. Me dicen que sí. ¿De cuánto? Varios cientos de euros, el límite diario. Mientras llamo al segundo banco a cancelar las otras tarjetas, abro alarmado la banca online en el ordenador y cambio mi clave, que —«por motivos de seguridad»— el año pasado fue reducida por el banco a un corto pin de cuatro dígitos fácil de obtener si, como sospecho, alguien me ha drogado. Pero, cuando voy a pulsar el botón «continuar», me dicen que debo aceptar la operación desde mi móvil. El móvil. He olvidado bloquearlo. Marco el número de la compañía telefónica y solicito que bloqueen mi móvil. No les basta con pedir mi DNI: exigen también el IMEI del teléfono y otros datos de la tarjeta SIM. Afortunadamente, guardo todos esos datos en el ordenador, lo que me evita un andar buscando cajas de cartón por toda la casa. Finalmente, hago una última llamada al banco y solicito que bloqueen mi acceso a la banca online, ya que me han robado las contraseñas y el móvil.

Asalto la nevera. Está casi vacía, como de costumbre. No me apetece nada cocinar, pero me ha obliga a ello mi manía de evitar embutidos y aperitivos para mantener las tentaciones a raya. Casco cuatro huevos sobre la sartén. Mientras se hacen, bebo varios vasos de agua, acompañando el primero de un paracetamol, y me como tres mandarinas. Después de los huevos sigo con hambre. En el congelador tengo unas rodajas de salmón. Las devoro sin apenas descongelarlas, y después recuerdo la existencia, en un estante sobre el del desayuno, de unos botes de paté que compré antes de que mis prejuicios expulsaran los embutidos de casa. Los engullo a cucharadas. No me siento saciado aún, pero no me atrevo a comer más. Finalmente, me acuesto.

Me despierta el pitido del detector de humo. Me dejé la sartén al fuego; ya sabía yo que en mi estado no era buena idea cocinar. Apago el fuego; la sartén está para tirarla, pero, fuera de ello, no hay más daños. Una tenue luz se va filtrando por detrás de los estores opacos. Debe de ser de día. Convendría que fuera a comisaría a hacer la denuncia, así que me ducho, dejando que el agua se lleve un poco de mi resaca.

Cuando salgo de la ducha, siento la arcada en el vientre. Abro la tapa del inodoro y vomito. Arrojo toda la recena y, después, el estómago sigue contrayéndose en espasmos improductivos mientras mis ojos lagrimean. Me lavo la cara con agua fría y después lavo y enjuago concienzudamente mis dientes. Los noto un poco extraños. Ese incisivo en segunda fila... diría yo que era el más alto de todos. Pero ahora los caninos parecen ser ligeramente más largos.

Me peino y me visto. Meto mi ropa de anoche en la lavadora. La mancha parece... ¿sangre? No sé; por si acaso, lavaré en frío con quitamanchas. Entonces, recuerdo la mancha del abrigo. Con una toallita, la elimino antes de salir de casa. No es cosa de presentarse en comisaría con una mancha de sangre.

Sé donde está la policía porque un par de años atrás tuve que hacer ese largo camino para renovar mi pasaporte. Tengo que llegar a General Ricardos, cruzar la calle y hacer otro tanto de la distancia, hasta llegar a la pared opuesta de la gigantesca finca de Vista Alegre. Y no estoy para paseos.

En comisaría, el policía muestra una actitud francamente hostil. Su voz es dura, como si no creyera que me han robado. Como si pensara que voy simplemente para ahorrarme la multa de la pérdida del carnet.

—Al llamar para cancelar las tarjetas me dijeron que había cargos importantes. No sé, puede que me drogaran para que les diera el PIN.

—¿Fue a un hospital para que le hicieran un análisis de tóxicos?

—No… No se me ocurrió. Solo quería volver a casa. Además, no soy de la seguridad social, así que no sé qué centro de urgencias me corresponde. Todas esas cosas las llevo en el móvil, y también me lo robaron, ¿recuerda?

Con gesto cansino, me alarga el escrito de la denuncia.

—Bueno, firme aquí. Pero recuerde que una denuncia falsa es un delito.

—Oiga, ¿no será usted de Muface o Isfas? Es porque me diga qué hospital me corresponde...

—Ande, camine. Más le vale dormirla.

Cuando salgo de comisaría el sol está muy alto. Me molesta intensamente en los ojos. Quisiera entrar a un todo a cien para conseguir unas gafas de sol, pero recuerdo que no llevo un duro. Tendré que acercarme al banco. Pero primero, al hospital.

Paso por casa para buscar en el ordenador qué centro de urgencias me corresponde. Al lado de la dirección, un teléfono de cita previa. Nunca antes había visto que hubiera que pedir cita previa para urgencias, pero llamo, por si acaso. Así me dirán si ahí me pueden hacer la prueba.

—¿Oiga? Miren, me pasó una cosa rara anoche y... en la policía me han dicho que debería hacerme una prueba de tóxicos. ¿La hacen ahí?

Después de cuatro o cinco llamadas consigo una dirección. Está lejos, muy lejos. Y hace demasiado sol para ser diciembre. Cojo mis gafas de sol y un sombrero. Al salir a la calle me pongo también —de manera instintiva— los guantes, aunque no haga demasiado frío. Decido dirigir mis pasos primero al banco, pues, aunque está a tres kilómetros de casa, me pilla de camino al hospital. Es posible que ahí pueda obtener dinero para un taxi.

Tengo que bajar hasta el río, cruzar el puente de Toledo y después subir por la calle Acacias. Es un paseo estupendo si no se tiene mejor cosa que hacer y se cuenta con volver en autobús o metro. Pero sin un euro en el bolsillo ni tarjeta de transportes, la longitud del paseo se hace terrible. Además, hay tanto ruido... General Ricardos está lleno de gente; todos parecen hablar a la vez. De vez en cuando captas una o dos conversaciones estúpidas. ¿De verdad no podrían callarse con quién estuvieron anoche y qué hicieron en la cama? Y sigo con un hambre terrible, pero no me atrevo a comer nada porque el estómago me sigue doliendo y porque, al fin y al cabo, no tengo con qué pagar. Por fin llego a la oficina del banco y me planteo que, estando tan lejos, debería cambiar de entidad. Claro que estaba mucho más cerca antes de la crisis, cuando compré la casa, y estoy amarrado por una hipoteca cuyas condiciones no podrían mejorarse hoy.

—Me han robado la documentación y las tarjetas. He cancelado las tarjetas y la banca online. Tiene aquí la denuncia. Quisiera saber si puedo sacar dinero con mi firma.

—Lo siento, su cuenta está vacía. Hicieron una transferencia esta mañana.

—Pero, ¡si cancelé la banca online anoche!

—Fue desde la oficina diecisiete. A primera hora de la mañana.

—Y ¿cómo se identificaron?

—Con el carnet, supongo.

—¿Dónde está la comisaría más próxima?

Afortunadamente, la oficina bancaria está cerca de la comisaría de Embajadores. Solo hay que enfilar por el final de Ribera de Curtidores hasta la calle Embajadores y caminar un par de manzanas. Me acerco allí para ampliar la denuncia. Con una sonrisa, me dicen que no puedo ampliarla en esa comisaría, que tengo que ir a la original. Les digo que estoy sin dinero a causa del robo de mis tarjetas, y que solo puedo moverme a pie. El oficial se encoge de hombros, con cara de «¿a mí qué me importa?». Decido no seguir luchando. Continúo mi camino hacia el hospital, una larga cuesta arriba de otros dos kilómetros por la ronda de Atocha hacia Alfonso XII, donde me meteré al Retiro para atajar.

El tramo junto al Reina Sofía vuelve a ser molesto. ¿Por qué tanta gente? ¿Qué hay en este lugar que tanto les atraiga? ¿De verdad son capaces de distinguir el Guernica de una burda imitación? Y todos hablando a la vez. Las terrazas llenas, la gente desayunando en esos bares casposos donde se pagan los refrescos a precio de cubata. Un bloody Mary. Eso es lo que debería tomarme, sí. Pero no llevo un clavel. Joder cuánto ruido. Y qué descarados, diciendo en voz alta que le van a robar al guiri rubio. Ojalá sepa español, mira.

—Eh, tú. Si le vas a robar, hazlo. Pero deja de hablar sobre ello, cabronazo.

El chaval sale corriendo, diciendo algo que no comprendo. Antes de desaparecer a lo lejos, se detiene un momento para santiguarse.

Cruzo la calle Atocha y el Prado para enfilar Moyano. Joder, y yo sin un duro para comprar libros. A pesar de ello, no puedo evitar pararme en la caseta del señor Ríus para  ver si hay algo que merezca la pena comprar. Aspiro el olor del papel antiguo como un elixir que me da fuerzas para seguir mi camino. En el parque, noto algo curioso. La mayor parte de la gente tiene la piel extremadamente sonrosada, con un brillo rojizo. No me había dado cuenta hasta ahora porque soy daltónico, por lo que solo percibo tenuemente el rojo en condiciones de mucha luz. Es normal que vea colorearse las mejillas de las muchachas que corren y de la gente que hace taichí, pero también veo brillos rosados en un abuelito que pasea al perro. Dos corredores pasan muy cerca de mi; están subiendo la cuesta a toda velocidad, tanta, que mis oídos imaginan sus pulsaciones de su corazón como un tamborileo. Qué extraños efectos causa la resaca. Junto al Ángel caído veo una persona solitaria con gafas de sol cuya piel —los escasos centímetros que no van cubiertos— parece pálida como la mía. Aunque los cristales oscuros tapan sus ojos, da la impresión de que me está mirando.

En el estanque, el gentío vuelve a ser tan insoportable como en la glorieta de Atocha. Todos gritan en un babel de voces que se hace insoportable. He de retirarme hacia los caminos más escondidos y menos transitados para buscar un poco de silencio. Me siento un momento en un banco. El hombre de las gafas se acerca a mí. Se ve que me ha seguido. Bajo la sombra de los castaños se quita el sombrero y las gafas de sol para acercarse, de modo que compruebo que, efectivamente, su piel carece del brillo rojizo que he percibido en casi toda la gente. Resulta extraño, porque bajo ese abrigo grueso, con la bufanda al cuello y las manos cubiertas de guantes, debería estar sudando como un pollo. Entonces me doy cuenta de que ahora yo tampoco sudo. Hace un rato que he dejado de sudar.

—Disculpe, ¿nos conocemos? —digo, con un tono que pretende afearle su conducta y mostrarle que deseo estar solo.

—Creo que lo he confundido con otra persona —responde. Se gira y desaparece entre los senderos del parque.

Por fin llego a la puerta de O'Donnell. Desde la Puerta del Ángel Caído hasta aquí habré hecho kilómetro y medio; me quedará otro tanto, más o menos, hasta el hospital. Pero ya será por Príncipe de Vergara, una calle en línea recta y casi llana. Y si vuelve a molestarme el ruido de la gente, puedo meterme a una de las calles laterales, pues este barrio tiene un trazado ortogonal perfecto.

No tardo demasiado en llegar al hospital, una de esas clínicas centenarias ubicadas en la esquina de Juan Bravo con Príncipe de Vergara. En recepción, le explico a la enfermera que no tengo tarjeta sanitaria ni móvil, porque me los han robado. Ella acepta a regañadientes darme un turno. Me dirijo a la sala de espera, que está llena de gente.

Observo a la gente que espera a mi alrededor. Unas cuantas lesiones traumáticas; un niño con fiebre —es curioso: él no se ve pálido ni sonrosado, sino de un color malsano que no sabría nombrar—; un hombre que tapa su dedo —sin duda se ha cortado; se huele la sangre desde aquí—; un anciano al que más le valdría no haber venido, pues, a juzgar por su cara, no tiene ya remedio.

Van entrando uno tras otro, se marchan y nuevos pacientes van llegando y entran a consulta antes que yo. Tendrán problemas más graves que el mío. Supongo que el triaje me habrá colocado como última prioridad; al fin y al cabo, no voy a morir porque no me hagan la maldita prueba. Aunque es cierto que me está entrando curiosidad por saber el resultado. Pero al fin me canso de esperar y me dirijo a la ventanilla.

—Oiga, no me han llamado aún. ¿Se han olvidado de mí?

—¿Qué número era usted?

—El M153.

—Pues en el ordenador dice que le hemos mandado un SMS hace una hora y no ha ido a la consulta.

—Es que no tengo móvil, ¿sabe? Me lo han robado.

—Le daremos un nuevo número.

Otro buen rato en la sala de espera. Ni siquiera ahí se calla la gente. Niña, ¿no te podías callar el detalle de que temes que tu novio te haya dejado embarazada? Ya se lo contarás a tu amiga después. Aunque claro que tampoco está bien que ella diga que se lo ha montado con tu novio a tus espaldas. Vamos, que no es este el lugar para hacer una escenita. A deciros mierda, a la calle.

Llaman por fin a mi número. La enfermera es una chica joven y —no sé cómo—sé en ese momento que es la primera vez que tiene que buscar una vena. Está casi más nerviosa que yo. Cuando por fin acierta, no sale apenas sangre.

—¿Puede ser porque estoy deshidratado?

Ella lo niega y dice que tendrá que volver a pincharme. Acepto, resignado. Por fin llena los dos tubos de ensayo que necesita. Después me da un bote para una prueba de orina.

—Tendrían que habérselo dado antes, ¿sabe? Para que lo llenase en la sala de espera. Y... sabe que la prueba tenía que hacerla en ayunas, ¿verdad? ¿Ha comido usted?

—Comí a las seis de la madrugada. Pero lo vomité todo. Si quiere que llene esto, tendré que beber agua.

—Tiene vasos de plástico en los baños.

Voy al baño, cojo un vasito de plástico y lo lleno con el agua amarillenta que sale de los grifos. Después me meto en uno de los cubículos del retrete para ocuparme del bote de orina. Aguardo a que salga el siguiente paciente del despacho de la enfermera para dárselo. Afortunadamente, ella me ha dado también la pegatina correspondiente, porque en caso contrario seguro que habría olvidado ya el código del resto de mis muestras. Me despido y salgo del hospital, mareado por el hambre y la espera, confundido por el laberinto de pasillos y escaleras.

Descubro que ya está atardeciendo. Me quito las gafas de sol. Está refrescando, así que me dejaré puesto el sombrero.

Joder, qué día. No sé si es el hambre, la caminata, la larga espera o el hecho de que me  haya tocado una enfermera novata, pero estoy poseído por un odio horrible. No sé qué más podría ocurrirme ya.

Emprendo el camino de vuelta, despacio, pensando en cómo hubiera subido mi estadística de pasos en el móvil si no me lo hubieran robado. La avenida es larga, y pensar que me quedan ocho kilómetros de calles oscuras por recorrer me pone más nervioso aún.

Oigo un tenue zumbido a mi espalda. Un chico con un patinete pasa a mi lado, a toda velocidad, sin luces, sin mirar. Podría haberme atropellado. Eso hubiera sido el colmo. Menos mal que he tenido buenos reflejos. Al pasar, lo he agarrado del cuello. Para darle un mordisco.

martes, 14 de abril de 2020

Relato del martes: Ante la pantalla

Leopoldo adolecía, sin embargo, de un defecto: no le gustaba escribir.
—Augusto Monterroso

De nuevo sentado ante la pantalla, Pedro quería escribir.

Recordó aquel momento, hace ya más de diez años, en que compró un ordenador para mejorar la redacción de sus escritos, hasta entonces plagados de tachones (ya lo dice Lope:"Ríete tú de poeta que no borra”). La máquina hizo su servicio, pero ofrecía múltiples posibilidades de distracción ajenas al uso del bic o la olivetti.

En primer lugar, la tipografía. Hasta entonces, había escritos sus textos sin ninguna floritura, aparte las dos rayas que solía trazar bajo el título. Pero ahora, para éste, dudaba si sería más conveniente usar las VERSALES, la versalita o la negrilla. ¿Y qué me dicen del cuerpo del texto? Dejando aparte la elección (no del todo intrascendente) del sangrado, el espaciado entre párrafos o la justificación (cuya existencia tardó más de un mes en descubrir), quedaba la cuestión de decidir si la redonda camparía por sus respetos en la selva alfabética o, por el contrario, se vería invadida (invadida —se dijo—: esa es exactamente la palabra) por eventuales incursiones de la bastardilla, ya sea como marca de los tecnicismos (pues su género favorito era la anticipación) o revelando los pensamientos íntimos de los personajes.

Pero, ¡ay!, si hubieran quedado allí sus distracciones... Igual que aquel personaje de Monterroso, encontraba mil asuntos que descentraban su atención. Por ejemplo, la búsqueda de sinónimos. El diccionario electrónico permitía un millar de pesquisas y un millón de averiguaciones. Un registro sistemático hallaba términos insospechados; y si fatigaba el enorme volumen (virtual, se sobreentiende), descubría en aquel tesoro palabras que nunca habrían acudido a su mente.

Y aún peor: los escasos (pero evidentes) fallos del corrector ortográfico podían enmendarse utilizando un programa diseñado específicamente para ello, lo que convertía la búsqueda de tales errores (evidentes cuando proponía palabras extrañas como eció) en una obligación, un alto deber moral.

Por otra parte, la posibilidad de utilizar varias aplicaciones a la vez (que no vino de inmediato, sino según fue actualizando sus medios) contribuyó a aumentar las distracciones. No estaba mal que mantuviera una lista de personajes en una base de datos, para no perderse. Ni que, en una hoja de cálculo, mantuviera un pequeño esquema de los capítulos y las relaciones entre los mismos, incluyendo el controlado desorden en que debían quedar en la versión final, y unas cuantas posibilidades alternativas. No, no estaba mal, a pesar de que al final esos dos esqueletos no se materializaran en un texto. Pero, ¿para qué necesitaba ese buscaminas que estaba abierto continuamente —y continuamente en primer plano? ¿No era absolutamente inútil buscar la inspiración en la baraja francesa, o entre las filas de los defensores de la Tierra?

Cuando decidió conectarse a las redes telemáticas, el problema se agudizó; y eso que era difícil empeorar la situación; pues para entonces ya contaba con un equipo modernísimo equipado con los juegos más adictivos.

Se agravó el problema, decimos, porque, a pesar de que no se desvió del propósito inicial (comunicarse con otros escritores aficionados; publicar, ocasionalmente, alguna obra —publicar, sí: ¿acaso Vario, al publicar la Eneida de Virgilio, había utilizado en algún momento la imprenta?—; recibir aliento y, principalmente, criticar benévolamente la obra de sus compañeros de fatigas); a pesar, decimos, de su rectitud en el cumplimiento de su Deber de escritor, perdía el tiempo leyendo horas y horas los comentarios literarios del resto de contertulios.

¡Y qué maravillosas eran algunas! «Esto hay que pulirlo un poco», decía uno, «pero, entretanto, he concebido un argumento magnífico, fabuloso, del que ofreceré mañana el argumento y los cinco primeros párrafos. He de añadir que observo en el trabajo de Aqueronte una tacha insufrible: carece absolutamente de referencias al uso de la telefonía móvil en el mundo del porvenir.»

Así y todo, podría haberle quedado tiempo para escribir.

En un momento dado, encontró en un contenedor (pues era de esos escritores que pasean mirando al suelo, y son más dados al hallazgo de objetos que a la invención de personajes) un aparato antiquísimo. Obsoleto, sin duda. ¡Qué maravilla! Seguro que carecería de cualquier programa capacitado para distraerle.

Así fue. En su diminuto disco duro albergaba un anticuado procesador de textos, que manejaba un formato que podía ser reconocido por aquel otro que había utilizado hasta entonces. El resto del software era completamente incompatible. Nada de juegos, ni de internet; ni siquiera nada de calculadoras o gestores de datos. Estupendo.

Por aquel entonces aumentó su producción casera de documentos para el trabajo —pues de escribir, como bien se sabe, casi nadie vive—. Fichas técnicas, esquemas, resúmenes, formularios. Y, claro, vio que la velocidad obtenida por la falta de distracciones se veía lesionada por el esfuerzo que suponía crear textos sin apenas formato.

Y entonces descubrió, en su oficina, otro computador absolutamente idéntico a aquel que había rescatado de las garras del triturador. ¡Era maravilloso! ¡Podría imprimir, directamente en su trabajo, con aquel obsoleto artilugio! ¡Podría utilizar, incluso, los mismos tipos, la misma maqueta!

Aquel ordenador estaba —a pesar de su ancianidad— conectado a la red, y vio en él las direcciones de dos o tres lugares en que se podía obtener software gratuito con que mejorar las conversiones. A éste siguieron, de nuevo, los juegos.

Y ahí tienes ahora a Pedro, de nuevo frente a la pantalla. Parece ser que quiere escribir

(Rescatado de un documento Wordpefect/Mac, de fecha original 7/2/2002)


He decidido buscar entre cuentos antiguos por si encontraba las maravillosamente optimistas descripciones de los paisajes madrileños que escribía en mi juventud y he encontrado este relato. Lo escribí en una época en que había comenzado a usar un viejo Macintosh de principios de los años 90, conseguido en una oficina desalojada, para escribir. Durante un tiempo, como dice el relato anterior, me sirvió para ser mucho más productivo, aun con la contrapartida de necesitar WordPerfect 8 para leer los documentos escritos con Word para Macintosh, pues Word 97, que es lo que había en mi trabajo de entonces, no los leía. El problema es que, como dice también el relato anterior, en aquella época todavía funcionaba una página descarga de productos para Macintosh que permitía, incluso, descargar las versiones oficiales de MacOs 6 y MacOs 7, y todos sus driver, con lo que pude dedicar las horas muertas a insertar nuevos discos duros en este aparato, conectarle un lector de CD-ROM... en fin, que yo era a ese ordenador lo que el chaval del R5 (una de las primeras leyendas urbanas de esa red social hispana que es forocoches) a su automóvil.

Añoro aquel ordenador, aquel Mac en que yo ejecutaba emuladores de linux para poder jugar a juegos de consola, aquel Mac que me tuvo años intentando hacer una red coaxial appletalk entre él y un 486 que ejecutaba Slackware (probablemente, el problema estaba en ambas tarjetas de red). Ahora duerme el sueño de los justos en mi trastero. Alguna vez lo he encendido allí y ha funcionado, pero, desde que lo traje de casa de mis padres, no he conseguido nunca que se encienda en mi piso, solo en el trastero. Algún componente eléctrico está mal en mi casa, o estaba mal en la de mis padres y el trastero, y el delicado transformador del mac se resentía de ello.

jueves, 9 de abril de 2020

Pennac: El hada carabina

PENNAC, Daniel: El hada carabina. Barcelona, Mondadori, 2000. 277 págs., 23cm
Precio:
11.42 euros (precio entre 2000 y 2012)
ISBN:
84-397-0458-5
Descriptores:
Novela Negra - Humor - Literatura Francesa - Interculturalidad.

Compré en 2012 El hada carabina, que ya era entonces un libro viejo —veo que el ejemplar fue editado en el 2000—, con la intención de hacer un regalo de cumpleaños. Todavía recuerdo mi recorrido arriba y abajo de los estrechos pasillos de La Central de Callao, que me llevó a una estantería sobre la se había destacado este libro. Vi que su autor era Pennac, del que había leído Como una novela y El dictador y la hamaca, así que, por una vez, fue decisión fácil. El cumpleaños se pospuso; guardé el libro para otra ocasión en que pudiera regalárselo a la misma persona y, al final, estas navidades lo encontré en casa de mis padres y decidí sacarlo de la bolsa de plástico en que había permanecido ocho años. Pero como en las fechas navideñas es fácil juntarse con dos o tres libros atrasados más unos cuantos regalados por la familia, no pasé del primer capítulo.

Lo traje de casa de mis padres a la mía, pero acá también tenía libros empezados, así que lo eché a la estantería (error: debería haberlo puesto en "la pila") y allá volvió a dormir el sueño de los justos hasta que se me ocurrió hacer un muro de libros, ocasión que me permitió reencontrar varias obras que había comprado compulsivamente y seguía sin haber leído. Y aunque por entonces tenía empezado Los lanzallamas de Roberto Arlt, decidí que una pandemia era una buena razón para abandonar un libro pesimista y deprimente y lanzarse a la lectura de algo optimista o, al menos, alegre.

Pues esa es una de las principales características de esta novela. Nos muestra a unos personajes de mierda que viven una vida de mierda en un barrio de mierda, perseguidos por unos policías no menos corruptos y sinvergüenzas que los propios protagonistas. Y, sin embargo, todos ellos (trileros, buscavidas, mendigos, policías) son extrañamente felices.

La otra característica es el deslumbrante uso del lenguaje que hace Pennac. Obviamente, lo tenemos que intuir a través de la virtuosista traducción de Manuel Serrat Presto, en que podemos calcular el tour de force que ha debido de ser traducir este tour de force en el uso del lenguaje, que salta del argot al vocablo pedantesco, que maneja decenas de referencias a la historia francesa de los sesenta, pero también a la de la Gran Guerra y ambas posguerras, que introduce con genialidad el neologismo a la vez que recupera términos tradicionales.

El argumento es tan complicado (y tan divertido!) como el lenguaje usado. En el barrio de Bellvue, crisol cultural de la región parisina, un policía de la secreta muere asesinado mientras investiga los homicidios de viudas. A la vez, una periodista está indagando qué intereses puede haber tras la excesiva medicación que mantiene drogados a los ancianos del barrio. Todos estos crímenes (y alguno más) serán resueltos en un hábil juego de manos.

Tras la obra laten varios temas. El fin último, nos reconoce su autor, es acabar con los estereotipos. Así, se ponen en evidencia mediante un fino humor los prejuicios contra los diversos "otros": el descendiente de inmigrantes, el anciano, el niño. Planean también en el fondo los temas de la descolonización, la memoria amarga de las diversas traiciones que Francia arrojó sucesivamente sobre la generación nacida hacia 1900, pero con ellas el glorioso recuerdo del papel de nación de asilo que el país transpirenaico jugó después de la segunda guerra mundial.

El resultado de todo ello es una novela que se lee de un tirón y que podría salvaros de la tristeza en una época como la actual.

martes, 7 de abril de 2020

Tristeza

Iba a entrar para volver a escribir, por fin, un cuento para la sección "El cuento del martes". Pero he ido empezando a pensar en un prólogo que justificase el largo silencio de estas semanas y creo que, mejor, os haré un "cuéntame tu vida". Estos días han sido extraños, muy extraños. No puedo creer que haga ya casi un mes desde que dejé el aula por la enseñanza online, y una semana menos desde que nos confinaron a todos. Mis sentimientos han sido, como los de todos, muy confusos.

Al principio pensé que estaba preparado. Al fin y al cabo, mis apuntes eran el aula virtual del centro. De un centro que tenía algunos alumnos matriculados en modalidad a distancia, y donde había ido tratando de conseguir, con diversas triquiñuelas (tales como hacer "mailings" con las calificaciones de los exámenes), el correo electrónico "bueno" de los alumnos.

Hubiera estado mejor, desde luego, que en este centro los alumnos hubieran dispuesto de una cuenta de correo de educamadrid que permitiese el uso de cuestionarios online y otras características específicas del LMS (learning-management-system: sistema para gestionar páginas web de aprendizaje) que usábamos, Moodle. Hubiera estado mejor, también, que todo esto no hubiera sucedido el año que flash dejaba de funcionar, ya que mucho del contenido era heredado y confiaba en páginas web antiguas escritas en flash cuyos autores no habían tenido el tiempo o el dinero necesario para cambiar de ActionScript a html5. Hubiera estado mejor tener, además, una segunda aula virtual en Google Suite, como tenía en mi centro anterior. Pero ¡qué se le iba a hacer!

Hubo, pues, que tomar decisiones. Primero, copiar las direcciones de correo electrónico que nos dio jefatura, probarlas, contrastarlas con las direcciones (a menudo distintas) que los alumnos habían empleado para mandarnos justificantes de todo tipo a los profesores (¡en eso sí estábamos adaptados a la sociedad digital!). Inventar un sistema para que los alumnos pudieran hacer las tareas sin monopolizar el ordenador de su casa (¡si es que lo había!) ni gastarse la vista mirando la pequeña pantalla del móvil (mis alumnos tienen entre 16 y 60 años). Por eso opté por seguir usando el cuaderno y hacer fotos de los ejercicios, un sistema perjudicial para mi propia vista pero que más o menos equilibraba las posibilidades de todos.

Oh, y descubrir que los alumnos no saben utilizar el correo electrónico. Que escriben el mensaje en el asunto. Gracias, Whatsapp, Telegram, Snapchat, Facebook por destruir una convención que antes de vosotros fue ampliamente usada en el NNTP, el correo electrónico o los foros de internet. Gracias, 3G, por destruir todas las convenciones sociales de cortesía, de saludo, de despedida, haciendo que tenga que pelearme con mis listas de direcciones para averiguar que quien no escribe su nombre y deja como firma de su correo el nick "Matablancos" de su cuenta de Google es un alumno (blanco, por cierto) del grupo 1 de la mañana.

Las clases virtuales... No tenían mucho sentido si solo dos o tres alumnos se conectaban a ellas y el motor de grabación fallaba como una escopeta de feria. Por eso opté por enviar clases a youtube, a pesar de que odio compartir mi imagen públicamente. Al final, solo he usado videoclases como "clases particulares" con los alumnos de español que me lo pedían... Pero con la conciencia sucia porque se trata de tecnologías que gastan muchos datos. De todas formas, usar youtube era peor, pues exigía grabar varias veces hasta que la locución pasaba de "penosa" a simplemente "cutre".

¿Y qué tiempo tenía para preparar todo? Muy poco, puesto que había pasado de sacar a alguien a la pizarra para mostrar la corrección o mirar por encima el cuaderno y los ejercicios, a corregir cada actividad de cada persona (en las condiciones lamentables explicadas arriba), con lo que a pesar del aplazamiento (sine díe) de la evaluación, he trabajado durante un par de semanas como si fuera semana de cierre de trimestre. La tercera semana, la anterior a estas extrañas vacaciones que estoy disfrutando —todavía en contacto con los alumnos—, hubo dos cambios: por un lado, decidí limitarme a las 37½ horas semanales de mi jornada; por otro, recibí menos tareas que corregir, dado que los alumnos habían ido anticipando las de aquella semana.

Todo esto ha alternado, como en el caso de todos vosotros, con conflictos éticos, indecisiones, cambios de ánimo, pánico al contagio propio, pánico a contagiar a otros... Supongo que sería interesante como ejercicio de creación de un personaje literario. Los extraños dolores de cabeza recurrentes que sentía al menos dos días a la semana en Febrero y principios de Marzo cesaron, no sé si porque me abandonó alguna enfermedad, o porque decidí volver a usar las gafas antiguas, esas en que el óptico había comprobado por sí mismo la graduación de la oculista en lugar de aplicarla ciegamente y luego, ya fabricadas las lentes, decidir que quizá hubieran necesitado incorporar unos prismas.

Miedo a contagiar. A instalarme en casa de mis padres, o llevarles la compra, o hacerles, al menos, una última visita. El último día tuve que hacer un recado de fuerza mayor. Me desperté media hora antes para poder ponerme el termómetro y comprobar que ese catarro persistente no estuviera combinado con fiebre. Ese día tuve que coger dos taxis: al bajarme, limpié manijas y cinturón en uno, pero olvidé hacerlo en el otro. Después, para evitar metros en el trayecto final, volví caminando. Madrid Río me dio miedo, tan lleno de gente, con mujeres que paseaban los niños junto a los columpios y que se encaraban con los empleados que los estaban precintando.

Miedo a ser contagiado. Me lo había dado, dos días antes, un Carrefour lleno de gente al que yo había acudido porque ciertos productos de droguería indispensables (y no, no hablo del papel higiénico) no forman parte del surtido del Día de al lado de casa. Me lo había dado también el frutero que tosía cuando me sirvió la fruta, y que espero ¡por favor! que no tuviera nada, ya que pasa de los sesenta.

Y junto a estos miedos, el dilema moral. ¿Ofrecerme a cuidar los niños de los vecinos? ¿Teniendo una enfermedad respiratoria? ¿Y pudiendo ser culpable de la entrada de la enfermedad en sus casas o en la de sus familiares? Dilema moral parecido sentía en cuanto a varios asuntos del trabajo, pero no quiero volver a hablar del trabajo.

La enfermedad. Llevé un diario con mis síntomas, por si acaso. Para poderle decir a la famosa app del coronavirus qué síntomas había tenido, durante cuánto tiempo, y mis hábitos alimentarios. Poco a poco, puesto que solo un día había llegado a febrícula, me fui confiando y dejé de mantener al día esa bitácora. Poco a poco, puesto que parecía que mejoraba, adquirí confianza para bajar a una tienda y comprar sin miedo a contagiar a la gente (por si acaso, empleé una braga polar como mascarilla y pagué todo con tarjeta previamente desinfectada). Poco a poco dejé de basar mi alimentación en platos racionados, recetas de reaprovechamiento y pan casero y me abandoné a la dieta hipercalórica que parece ser la tónica habitual.

Y estos días, que ya deberían ser de normalidad, el desánimo pesa como una losa. Las horas, ya no ocupadas trabajando, vuelan como me describía mi hermana que volaban durante su depresión. Ayer fue un logro conseguir leer ochenta páginas seguidas de una novela. Pero no saqué tiempo para preparar las clases de después de las vacaciones. Ni tengo ganas de escribir relatos: llevo tres semanas sin escribir el cuento semanal del martes ni los del reto semanal de Literup. Tenía algunos enlatados pero tampoco he tenido ganas de publicarlos. Y mejor, pues así he podido emplear uno de los cuentos enlatados para una convocatoria que se cerró hace un par de días.

He tratado de volver a las manualidades, a hobbies que no exijan mirar una pantalla ni leer, pero al final me da pereza. He convertido la limpieza casi en hobby. He descubierto el taichi (que ya sospechaba que me iba a gustar), pero sin un entrenador presencial no sé hacer correctamente los movimientos. He tratado de redescubrir la religión como consuelo, pero una parroquia vista por youtube o una misa del vaticano en la tele no transmiten la sensación de soledad y recogimiento entre la masa que se experimentan en una iglesia llena de gente callada.

He visto muy pocas series, o al menos pocos capítulos. He acabado una: era corta. Pero, en general, no aguanto un capítulo entero de nada. Rebobino dos y tres veces las escenas de las películas hasta que por fin les presto atención. He escuchado podcast, he vuelto a la radio de noticias (ya que radio3 se ha convertido en una extraña radiofórmula). Comencé viendo religiosamente los telediarios y las ruedas de prensa del gobierno y acabé volviendo a las noticias de internet.

En fin: por todo lo anterior, podéis deducir que estoy igual que vosotros, que me ha caído encima la conciencia de ser humano, que no sé si estoy muy contento con mi condición, pero sé que otros están pasando peores momentos y callan, porque les da vergüenza decir que están sufriendo, que tienen la casa llena de hijos, que sus compañeros de piso arman ruido, que no les gusta que el vecino organice una discoteca en su balcón ni que la policía, en lugar de multarlo, le anime a ello, que quizá haya hambre, que está muy bien trabajar en casa, pero ¿sabéis qué? La gente que trabaja habitualmente en casa lo hace cuando los niños están en el colegio, o cuando está su pareja para controlarlos.

Ahora llueve, y junto con el sonido del agua vendrá en unos minutos el de los aplausos, superpuesto a ellos, con fragor de cascada. Y me gustaría que se llevasen con ellos la memoria de estos momentos, como lágrimas en la lluvia, pero eso no sucederá hasta dentro de muchas, muchas semanas. Lamentablemente.