Todos tenemos derechos.
Hasta los hijos de puta los tienen
(por eso está mal visto que los cuelguen de un árbol):
todos tienen derechos, sí,
hasta los torcidos.
Y es más, en este jodido mundo
es más fácil tener derechos si eres un gran
un enorme
un gigantesco
un magnífico hijo de la gran puta.
Todos tenemos derechos, sí,
hasta los honrados,
pero esos tienen que gritar
para defenderlos
tienen que agitar la mano,
tienen que removerse
para que alguien
(después de enseñado el talonario)
vaya y compruebe en el gran libro
y vea que fulano
hijo de mengánez, domiciliado en tal sitio
es también ciudadano, y que quizá
tenga derecho a no ser pisoteado.
(Pero ¿y la razón que asiste
al pie del elefante para pisar a la hormiga?
¿y la blanda moqueta de humildes
que debe alfombrar el paso del gran hombre?
¿Acaso no merece, por su rango,
este gran,
enorme,
gigantesco y
magnífico
hijo de puta
un callo donde descansen sus tacones?
¿Es que nadie va a permitirle
que escupa un poquito,
aunque sea solo por un rato,
a la cara del honrado súbdito?)
Todos tenemos derechos, sí,
hasta los torcidos.
Pero estos los disfrutan con más gusto.
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