Eduardo se separó de Agustín diez metros atrás y ahora, al escuchar los gritos procedentes de aquella dirección, ha comenzado a correr con todas sus fuerzas. El pasillo es insospechadamente largo y se tuerce en una y otra dirección: izquierda, derecha, dos giros más a la izquierda, otro a la derecha, otros dos a la izquierda, otro a la derecha y nuevamente a la izquierda. Eduardo ha debido de recorrer unos cien metros dando quiebros a uno y otro lado y, de repente, se tropieza de frente con el cadáver de Agustín, el cuello desgarrado y las entrañas al aire. Eduardo contiene una arcada mientras observa las huellas de sangre que se alejan por el pasillo.
Después, da la vuelta y, lentamente, comienza a retroceder. Con el índice sobre su mano, recuerda los giros que ha dado y, comprendiendo quizá que ha vuelto al principio, abre una puerta —el marco de madera rodeando cuatro vidrios esmerilados— y con gran sigilo se introduce en el interior, cerrando tras él.
No enciende la luz, pues así puede ver cómo pasa ante él una siniestra y encorvada figura. Espera un rato y vuelve a abrir, saliendo silenciosamente en dirección contraria.
Es entonces cuando se da de manos a boca con el horror.
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