Dolores está sentada en la mecedora del mirador observando los niños que juegan en el jardín, mientras sus manos mueven mecánicamente las agujas de la calceta. Los niños corren y gritan, se esconden y se buscan, pisan los macizos de flores sin darse cuenta. Son niños. Pero lo que es intolerable es que lancen piedrecillas contra los cristales, aunque sean tan pequeñas que no puedan romperlos. Son cristales antiguos, con sus burbujas de aire y sus pequeñas ondas, y no sería lo mismo repararlos con vidrios comunes.
El caso es que los niños siguen tirándole piedrecillas, así que por fin se decide a levantar la pesada ventana de guillotina para preguntar qué quieren, pues es demasiado pronto para que reclamen la merienda, de la que, en cualquier caso, se debería ocupar su madre.
Y es en ese momento cuando nota, a su espalda, el aliento de alguien.
—¿Eres tú, Filomena?
Filomena, o quien sea, no responde; lo que no es óbice para que Dolores siga con su cháchara.
—Te he dicho que no salgas de la habitación. Se van a asustar los niños. Anda, vuélvete a la alcoba.
Filomena, si es que está ahí, permanece inmutable, sin dar signos de asentimiento u oposición. Y Dolores sigue haciendo calceta.
Tres vueltas después, los niños lanzan piedrecitas de nuevo.
—Anda, Filomena, ¿no ves que se asustan mis nietos? Míralos ahí, qué mocitos están hechos. A ti también te gusta verlos, ¿verdad que es eso? A mí también me hubiera gustado, claro que sí...
Pero algo ha debido de sentir Dolores, pues se da la vuelta y, con un grito, clava las agujas de coser en el aire.
—¡Tú no eres Filomena!
Y aunque ahora los niños que juegan en el jardín no han sentido ninguna presencia tras su abuela, la labor se tiñe con la sangre que gotea de las agujas...
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