(Leer la primera parte)
En nuestro descenso del Amazonas a bordo del María habíamos podido cargar las baterías de los ordenadores, y por eso no nos importó utilizarlos para fines personales, como examinar detenidamente las fotografías del grupo. Lo que nos había parecido un defecto de iluminación producido por el paulatino deterioro de las baterías —el color de los rostros cada vez más desvaído a medida que pasaban los días— fue evaluado de otra manera cuando Diego Sánchez, nuestro fotógrafo, se dio cuenta de que el bonito bronceado que lucíamos en las primeras imágenes no podía ser un error, y que nuestras pieles habían adquirido un color pálido más propio del norte de Europa que de la tórrida España.
Nuestra palidez no era, sin embargo, sonrosada, sino que tendía hacia un mórbido color azul que con el paso de los días tendió a volverse grisáceo.
Los cuatro días que duró la travesía los pasamos encerrados en los camarotes, aprovechando el aire acondicionado, una rara comodidad en buques de ese tipo. Sólo salíamos de nuestro refugio por las noches o para fumar algún cigarrillo, ya que Diego era bastante intolerante a este respecto.
El tercer día, a eso de las cuatro de la tarde, habíamos acabado una partida de Carrilé cuando uno de mis ayudantes, Pedro Suárez, salió un momento a fumar, no sin antes advertirnos que contáramos con él para la siguiente partida. Minutos después, visto que no aparecía, salí a buscarle a cubierta. Pregunté a los marineros, y me dijeron que había ido a popa, donde estaban los excusados. Allí no encontré ningún rastro de él. Después de probar suerte en su camarote, comuniqué la noticia al resto de mis compañeros y al capitán del buque, que, antes de organizar una minuciosa búsqueda por las reducidas dependencias de la nave, comprobó con sus prismáticos que no hubiera en el agua indicios de una caída accidental. Al no hallarle, hubimos de suponer, con todo, que había caído por la borda y le dimos por muerto.
Al llegar a Santarem, llamamos a Brasilia para ponernos en contacto con la embajada, y después declaramos ante las autoridades locales. Después, tomamos un avión a Río, desde donde volvimos a la península.
La vuelta fue penosa, porque tuvimos que pasar largas horas declarando ante la policía a nuestra vuelta. Donde las autoridades Brasileñas sólo habían visto un caso de mala suerte (nadie asumía que el buque tuviera que volver a buscar el cuerpo), los españoles vieron una grave negligencia. Sin embargo, no fue eso lo que más nos preocupó.
No llevábamos ni dos noches en España cuando me llamó Sánchez, alarmado. Inicialmente pensé que habían decidido acusarlo de la muerte de Suárez: nadie ignoraba que el fotógrado acumulaba una gran cantidad de deudas de juego a favor del desaparecido. Sin embargo, todos habíamos visto cómo permanecía en el camarote, jugando a las cartas: en todo caso, deberían sospechar de mí, que había salido.
El asunto de la llamada de Sánchez era otro: estaba muy preocupado con su piel. Decía que, al ducharse, se le habían desprendido jirones, como si se hubiera quemado con el sol. Me preguntaba si tenía alguna relación con la extremada palidez que habíamos desarrollado. Yo le tranquilicé: seguramente, el sol de Río había atacado a nuestra piel escasamente pigmentada.
Fue lo último que supe de Sánchez. Después, desapareció, y, como saben, los periódicos extendieron infundadas sospechas sobre su persona. Pero es ahora, cuando he comprendido el alcance de sus palabras. Así que haré lo mismo que Suárez, lo mismo que Sánchez, lo mismo que he sugerido a mi ayudante que haga, si quiere preservar a su familia de la locura. Huiré, de noche, a la playa, y, en un lugar solitario, me despojaré de la ropa y comenzaré a nadar alejándome de la orilla, para que nadie pueda ver mis pies membranosos ni mi piel cubierta de escamas...
2 comentarios:
Hola, me gusta mucho lo que escribes. Hoy encontré tu blog y he pasado toda la mañana leyendo. Te agrego a mis enlaces favoritos. Cuando quieras pasa por mi blog "La Cueva del Wendigo" yo también escribo. Desde México un saludo.
Sigue impresionando la historia.
Te sigo amigo.
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