domingo, 14 de diciembre de 2008

Un cuento: Ilia Propp

He aquí un cuentecillo que escribí en 2000 (quizá antes) para un concurso, y que he recuperado de un disco antiguo...



ILIA PROPP
—Es verdaderamente inconcebible —dijo el profesor Wilheim Katz— que sea usted completamente incapaz de hacer nada a derechas. Ahí está su compañero Mugabe, que no ha tenido ningún problema para analizar las veinte muestras en el tiempo requerido. ¡Y usted todavía no ha realizado la mitad del trabajo! Verdade­ramente, me maravilla que el doctor Black haya podido contratar a un individuo tan inepto.

Todo el mundo contemplaba en silencio la cara del pobre Ilia, que trataba de capear el temporal. Algunos de nosotros conocíamos bien a Ilia Propp y sabíamos que aquel retraso estaba completa­mente justificado. Pero no era cosa de perder el empleo propio por defender a un compañero. Cuando Katz se fue, tratamos de buscar entre los rasgos de Propp algún indicio que nos permitiera saber hasta dónde llegaba su disgusto. Pero él, a la vez, procuraba no exteriorizar su furia, y rehuía nuestras miradas. Al final, se encerró en el baño y volvió al cabo de unos minutos.

Aquel día era viernes y, como de costumbre, al salir del trabajo nos dirigimos todos al bar más cercano, donde solíamos engullir unas cuantas cervezas todos los trabajadores del laboratorio. Pero aquel día Ilia decidió tomar otra dirección: le vimos alejarse directo hacia la ciudad en su destartalado coche. Lo cual cuadraba con nuestras expectativas: todos suponíamos que no estaría de humor.
Aquella noche hubo un incendio en el laboratorio. Eso sí que no lo esperaba nadie, y menos el doctor Black, que fue despertado por los vigilantes en la madrugada del sábado. El sistema de seguridad había reaccionado demasiado tarde, y los bomberos se habían encontrado con un buen problema.

Las pérdidas fueron considerables; por suerte, el negocio estaba asegurado.
Cuando el lunes por la mañana nos encontramos con las instala­ciones destrozadas, todos comenzaron a preguntarse cuál podía haber sido el origen del fuego. Nadie había dejado un reactor calefactado encendido, que nosotros supiéramos. Todos los productos inflamables estaban almacenados adecuadamente. Y la instalación eléctrica cumplía todos los requisitos de seguridad. A todos nos pareció que el incendio había sido provocado.

Los ojos de muchos compañeros se volvieron hacia Ilia. Seguro que había sido él. Él tenía un motivo. Sí, seguro que aquella sorpresa que había mostrado al aparcar su coche entre las ruinas del pabellón tres había sido fingida. Por supuesto que muchos de nosotros conocíamos métodos infalibles para provocar una explosión o un incendio utilizando los materiales allí almacena­dos; pero ninguno de nosotros tenía una razón para morder la mano que lo alimentaba. Él, que a punto estaba de quedarse sin empleo, no tenía nada que perder.

Algo debió de ver Ilia en nuestros ojos, pues apartó la mirada y, volviéndose hacia el doctor Black (ignorante, sin duda, de la trifulca del viernes) le preguntó:

—Supongo que habrá que hacer inventario de las pérdidas, ¿no?

Aquella fue nuestra ocupación durante todo el día: tratar de recordar qué había en el pabellón antes de que las llamas lo arrasaran. Mientras unos respondíamos a las preguntas de los policías y los peritos judiciales, otros preparábamos el parte para los agentes de seguros.

Mientras se decidía qué hacer con las ruinas, nos fueron asignadas nuevas funciones que desempeñaríamos en los dos pabellones que seguían en pie. En general, tareas de oficina; especialmente búsquedas bibliográficas. Si hay algo que odio de este trabajo, son las búsquedas bibliográficas. Es algo impres­cindible, ya lo sé, y ahorra mucho tiempo. Pero no hay nada más tedioso que hojear los boletines de resúmenes para averiguar si se ha publicado algo interesante; especialmente porque, una vez leído el artículo en cuestión, suele resultar bastante decepcio­nante: nadie quiere que le pisen sus investiga­ciones.

El ambiente de trabajo estaba bastante enrarecido. Por un lado estaban los trabajadores que habían desempeñado siempre su trabajo en los pabellones uno y dos y ahora se veían invadidos por nosotros. Por otro lado, nosotros, que nos sentíamos unos extraños y acusábamos de aquella situación a Ilia Propp. Aquello empeoró cuando la policía confirmó que se había tratado de un sabotaje.

Una tarde, Ilia encontró pinchada la rueda de su coche.

Ninguno de nosotros había comentado nuestras sospechas al doctor Black. Corrían rumores, pero procurábamos hablar del tema sólo en las reuniones de los viernes por la tarde, a las que nunca acudían los jefes... ni, desde aquello, Propp. Si al comenzar la conversación todavía alguien creía ver una duda razonable con respecto a su culpabilidad, en la undécima ronda todos estábamos convencidos de ella. Ilia era el único culpable, ¡vaya si lo era! Y tendría que cargar con la responsabilidad por su delito.

Sin embargo, nadie comentó nada de aquello ni a los jefes ni a la policía. Lo dejábamos para otro momento. Era una carta que había que jugar bien. Pero teníamos claro que el asunto saldría a la luz en el improbable caso de que Ilia consiguiera un ascenso.

Mientras tanto, habían pasado ya seis meses y las obras del nuevo pabellón avanzaban por momentos. Todo hacía prever que en algún punto llegaríamos a olvidarnos de aquello.

Y entonces, de repente, sucedió lo que menos esperábamos: Ilia Propp encontró trabajo en una multinacional para la que habíamos desarrollado diversos productos. Al principio creímos que aquello era una huida, pero luego Ilia dejó caer que iba a trabajar en un puesto de mayor responsabilidad. Nadie se lo explicaba, porque era difícil que hubiera conseguido referencias positivas. Todos creímos que era una fantasmada concebida para disimular su salida, el rabo entre las piernas, de nuestra empresa.

Pero un compañero de contabilidad, que últimamente se había unido a nuestras juergas vespertinas, había oído comentar algo al respecto al doctor Black. ¿Era posible, tan sólo posible, que el maldito Ilia Propp se hubiera salido con la suya? Aquello sobrepasaba nuestra capacidad de comprensión.

El lunes siguiente alguien debió de llamar a la nueva empresa de Propp. Porque es un hecho comprobado que el miércoles le telefonearon los responsables de recursos humanos de la multina­cio­nal, disculpándose por haberse equivocado al llamarle a él y no a otro. Cuando me enteré de la noticia, me expliqué la cara de satisfacción que había visto desde el martes en muchos de mis compañeros.

Aquello, obviamente, fue un golpe terrible para Ilia. No sé si se olió algo o no, pero, en cualquier caso, se negó a cancelar su rescisión de contrato. Se iría al cabo de semana y media, como había previsto inicialmente.

Dudo que nadie tuviera la osadía de tratar de consolarlo. La verdad es que se habría extrañado, pues su trato con nosotros estaba bastante enrarecido. Sin embargo, comenzamos a darnos cuenta de que aquel hombre nos daba lástima.

Al final se fue; apenas se alejó su auto, celebramos el final de aquella situación con un suspiro de satisfacción general. Ahora volvería a ser todo como antes. Incluso las obras del nuevo pabellón parecían cada vez más rápidas.

Había pasado un año ya; el pabellón estaba terminado; nosotros, dentro de él, tratábamos de recuperar el tiempo de investigación experimental perdido. Nadie parecía recordar ya las ruinas humeantes. Quizá dentro de algunos quedara, como una sensación de entumecimiento, el recuerdo de Ilia Propp.

Entonces conocimos la noticia.

La policía había detenido a un grupo dedicado al espionaje industrial. Su modus operandi, perfectamente repetido en cada uno de los casos, concluía con el incendio de la instalación asaltada. Se sospechaba que nuestro laboratorio había sido uno de los allanados por aquella banda de delincuentes.

La noticia nos la dio el doctor Black, que había sido informado por la propia policía. Le pareció, seguramente, que al conocer las causas del incendio nos tranquilizaríamos y perdería­mos cualquier sentimiento de culpa —un calentador mal conectado, un cuadro de circuitos puenteado— que pudiéramos tener. El efecto, claro está, fue el contrario.

Pero lo hecho, hecho estaba. Nadie iba a llamar de nuevo a aquéllos a quienes no debió haber llamado nunca. Ni siquiera íbamos a tratar de llamar a Ilia para interesarnos por su vida. No; habría sido poco elegante por nuestra parte.

Eso es, hijo mío, lo que le hicimos a Ilia. Pudimos habérselo hecho a cualquiera, es verdad; pero se lo hicimos a él. Aún recuerdo la cara que puse cuando me lo encontré, años después, sirviendo hamburguesas en un bar del centro. En realidad, parecía haber olvidado todo aquello. Por supuesto, no se lo mencioné.

Simplemente le dije: “¿No estabas trabajando para una empresa británica?” Él sonrió y repuso: “Americana. Esta es una empresa americana”. Le pedí la hamburguesa más grande que tuviera y, mientras la devoraba, observé cómo atendía, sin perder ni un instante la sonrisa, a los clientes hambrientos que se agolpaban sobre el mostrador de aluminio.
© José G. Moya Y., 2000-2008


1 comentario:

Anónimo dijo...

Guapísimo !!. Se lee de un tirón. Que es como me gustan.