Me levanto a las 9:30 de la mañana, después de haber dormido cinco horas. Después de ducharme, tomo el desayuno viendo la televisión. Síntomas del síndrome postvacacional: trastornos digestivos, alteraciones del sueño, cambios de humor. Vaya, lo que he venido sintiendo desde julio. Yo, la verdad, lo achacaba al ron clase B o C que nos atizaban en nuestra taberna preferida.
La locutora, de todos modos, aclara, por petición popular, que el síndrome posvacacional no es malo: lo malo es no tener trabajo. Anda y que te den. Lo malo no es la falta de trabajo: es que no te paguen. ¿O es que no trabajan, por poner un ejemplo, las amas de casa?
Recopilo ropajes para lavar por toda la casa. Como hay pocos, añado unas toallas que lavé mal en su día (¿poco detergente? ¿detergente inadecuado? ¿Demasiado tiempo de espera antes de tender la ropa?) y cuyo hedor he tratado de combatir previamente teniéndolas mes y medio en naftalina. Luego será un problema tender, pero hay que lavarlas todas juntas para que desaparezca el mal olor. Como medida preventiva, decido saturar de "Oust" el cajón al que tienen que regresar las toallas. Me aseguro del efecto olisqueándolo. Noto un picor en la garganta. En el bote de "Oust" pone, sabio consejo, "no inhalar el spray". Me enjuago la boca, hago gárgaras, inundo mis fosas nasales, me saco las flemas. Cuatro o cinco veces. Bueno, creo que no moriré de ésta. Programo la lavadora para dentro de tres horas, sin darme cuenta de que ya son las once y, por tanto, la lavadora no se encenderá antes de las dos.
Las once. Salgo de mi hogar, cerrando con dos llaves. Antes de llegar a la esquina descubro que me he dejado el bolígrafo. Y lo malo es que podría estar en los pantalones que he metido en la lavadora. Subo de nuevo a casa, compruebo los pantalones, cojo un nuevo bolígrafo. Vuelvo a cerrar, esta vez con sólo una llave. Las once y veinte.
El plan de esta mañana es ir a visitar mi nuevo instituto. Podría haber tratado de localizarlo en un mapa, pero he estado previamente en él y me fío de mi memoria. Además, quiero evitar el ordenador, pues estuve tecleando en su pantalla un cuento hasta cinco horas antes de levantarme. Hay dos maneras de ir: una parada de metro y dos trasbordos de tren, o cientos de paradas de metro y un trasbordo a otro ciento de paradas de metro. En principio, lo mejor parece el primer método, aunque un trasbordo en hora valle suponga diez minutos.
Las doce menos cuarto. Evidentemente, me he equivocado. Porque la línea de Alcalá tiene esperas de quince minutos en hora valle, aunque, por supuesto, el cartel indicador sólo se ilumine cuando quedan siete minutos o menos. Además, de los siete tornos de salida de Sierra de Guadalupe, sólo dos funcionan. Jódete y baila. Resuelve eso con una campaña de imagen. Las doce y cuarto.
Y el problema final es que sé hasta qué plaza debo ir a tomar la calle que baja hacia el centro de menores (mi siguiente referencia para encontrar el instituto), pero en esa plaza salen tres calles que bajan. Tiro por la de enmedio, tuerzo después por la primera que parece suficientemente importante pero suficientemente cutre, y aterrizo en un lugar que, después de preguntar a un par de personas (la primera de las cuales daba un poco de miedito), resulta estar a 150 metros del instituto, demasiado arriba.
La una menos veinticinco. Visito el instituto. Si me hubiera levantado a las ocho, como era mi plan antes de acostarme a las cuatro y pico, es posible que hubiera encontrado a mi jefe de departamento, pero a estas horas sólo está un jefe de estudios (todavía no sé si el Gran Jefe o el Adjunto) que después de decir que le suena mi cara (debería sonarle, de hecho) me dice "Tú ya sabes cómo funciona esto, ¿no? Bueno, pues la secretaría está ahí". El problema es que en el nuevo programa de gestión de personal que usa la Comunidad les falta preguntarte cuándo fue tu última regla y qué talla de calzoncillos gastas. Así que tengo que recurrir varias veces a las de secretaría para que me ayuden. "Bueno, pon lo que quieras, y luego ya se arreglará". Sí, pero de lo que ponga podría depender mi lugar en la rueda.
Salgo, tratando de adquirir ese aspecto de mono rascador de huevos que tan varonil le parece a la gente. Creo que no consigo el resultado apetecido, pero en cualquier caso encuentro rápidamente la calle del centro de menores (al otro lado, y en la acera contraria, tiene el de mayores, lo cual me parece una estupenda simetría), desde donde busco un bar en que refrescar mi cuerpo serrano.
Coño, rediós, qué pocos bares hay en Vallecas. Yo recordaba cientos, pero la verdad es que he pasado muchos locales cerrados. Será la maldita crisis. Al fin encuentro un bar esquinado, con el mostrador lleno de tapas, donde creo haber tomado algún chisme en el pasado. La dueña está ocupada con unos a los que saluda como a clientes habituales, pero pronto escucho que le hacen preguntas extrañas: "¿Dónde está la lista de precios" "Pues estaba ahí, ¿no ve el hueco? Es que hemos tenido que quitarla" "Los alimentos preparados deben estar refrigerados, así que me hace el favor de meterlos en el mostrador refrigerado y así hago la vista gorda". La camarera se afana por traspasar varias fuentes de barro del mostrador no refrigerado al que sí lo está, donde abundan, por cierto, alimentos que no necesitan refrigeración ninguna, pero están más ricos si se toman fríos. Un par de clientas, a mi lado, animan a la camarera: "¡Mierda que no mata, engorda!".
La una. Me tomo mi Coca-cola, divertido. Cuando tengo un momento para captar la atención de la patrona, pago y abandono el local. Continúo la búsqueda del metro. Sé que estaba por aquí. ¿Será junto a la biblioteca? ¿Será donde a la junta de distrito? En esto llaman a mi móvil. "Te has dejado el carnet de identidad". Claro, tanto rebuscar en la cartera para encontrar la nueva letra de mi NRP, y pierdo los papeles. Afortunadamente, sigo por Vallecas, así que voy al instituto a recoger el DNI. Un grupo de muchachas ríen a mis espaldas a la vuelta, no sé si por verme pasar dos veces o porque no les convence mi pose chulesca recién adoptada.
La una y cuarto. A la vuelta, decido probar el itinerario metro convencional. En Sierra de Guadalupe se sientan frente a mí dos gitanos que parecen sacados de un anuncio. Qué percha tiene esta gente. Deberían prohibir que se acercaran a los obesos fofos como yo. Me bajo en Pacífico para hacer el trasbordo, y descubro que sigue activo el camino provisional que te obliga a cambiar de un andén a otro y dar toda la vuelta. El camino provisional figura como "nuevo itinerario" en los carteles.
No sé si esta gente se ha dado cuenta de que el hecho de que la palabra "nuevo" tenga connotaciones positivas hace que no sea adecuado, sino más bien contraproducente, su uso. Porque algunos pueden pensar, además, que esa jodienda va a ser para siempre. "Provisional" tiene connotaciones negativas, pero, al fin y al cabo, indica que se pasará un día u otro.
EDICIÓN 15/09/2008: La última vez que pasé por allí, el viernes pasado, ya no figuraba la expresión "nuevo itinerario", ni ninguna otra parecida.Las dos menos cuarto. Bajo en Plaza Elíptica. No tendría que bajar ahí si no me hubiera dejado, el lunes, el horario de la semana. Y en él figura a qué hora son las evaluaciones del miércoles. Pensaba llegar con suficiente antelación para revisar de nuevo los exámenes que ya dejé corregidos, pero no es cosa de llegar a las ocho en punto de la mañana. Me fijo en que, a pesar de lo habitual de las discusiones en septiembre, y a pesar del hecho de que en este instituto hay que rellenar, además de actas e informes, el boletín del alumno, se nos ha dado sólo media hora. Sería estupendo, si no fuera porque en mi tutoría sólo hay una o dos alumnas que no han tenido que presentarse en septiembre. En fin, que recojo el dichoso papelito, saludo a una compañera (no le llama la atención mi barba, sino el hecho de que se ha aclarado mi pelo) y me voy. Hogar, dulce hogar.
Las tres menos veinte. Llego al hogar deseando una ducha, pero hay que hacer la comida, lavar el balde para la ropa limpia (lo usé para mantener una planta en remojo durante mis vacaciones), comer, lavarse los dientes (con cuidado de no vomitar), guardar los platos en el lavavajillas, imprimir lo que escribí ayer, tender la ropa (a estas alturas, la lavadora ya ha acabado). Mierda: mi tendedero está en mi ducha, y eso significa que ya no puedo ducharme.
Deben ser ya las cinco. Remoloneo en internet y veo que alguien propone unas cervezas a las siete y media. Demasiado temprano, porque primero debería pasarme por el barrio de Salamanca a resolver un asunto. Y antes de ello, debería corregir dos cuadernos. Y, además, hiedo. Como medida preventiva voy corrigiendo los cuadernos. Alguien propone que las cervezas se pospongan a las ochco y media. Buena idea.
Las seis y... He terminado de corregir los cuadernos y los meto en una bolsa. He tenido una idea. Tengo que llevar un objeto del punto A (casa de mi madre) al punto B (barrio de salamanca), y luego he quedado en el punto C, que está cerca del barrio de salamanca, pero también está a sólo media hora de casa de mi madre, autobús mediante. En casa de mi madre hay una ducha. Puedo establecerme hoy allí, y ducharme antes o después de hacer el envío. Si nos liamos y hay que volver en taxi, es mejor dormir en casa de mi madre, así que me conviene llevar todo el material que pueda necesitar mañana.
Lo más rápido es una estación de metro y trasbordar a tren. Me subo en la cola del tren para salir escopeteado de Atocha. Sin embargo, a mitad de camino, algún desgraciado está rodando un episodio de algo que, según testigos, corresponde a la serie "Los herederos" y pide que me detenga unos segundos, a pesar de mi trote atlético, que demuestra que algo de prisa debo llevar. En fin, no hace falta deciros que, habiendo culebrones venezolanos malísimos y americanos estupendos, no me apetece catar los nacionales.
Las siete. Casa de mi madre. Llamo por el móvil a un amiguete, para que confirme que las cañas son a las ocho y media, y no a las siete y media. Si son a las siete y media, intentaré ducharme antes de ir a Serrano, aunque puede que entonces no llegue allí demasiado tarde. El amiguete no contesta a la primera, así que decido dejar que me llame mientras camino de casa de mi madre a la puerta de Alcalá a todo trapo (el 19 no marcha bien estos días: serán las vacaciones, o las obras de Santa María de la Cabeza). Hago el recado mejor de lo que espero. Vuelvo a casa de mi madre. Me pego un duchazo.
Las ocho. Salgo de la ducha. Llamo para confirmar que la cita sigue en pie, a pesar de que hasta ahora todo el mundo me ha dicho que no va a ir. Llamo al único que no sabe que va a ser un fracaso, pero le convenzo para que vaya. Al fin y al cabo, me he duchado para acudir al evento.
Nueve menos veinte. Cervezas en Alberto Alcocer. Segunda cosa que me sale bien en el día, y ya es bastante. Comentamos el veraneo, ponemos verdes a los amigos... vamos, lo de siempre. Qué bien estamos. Pero todo lo bueno se acaba, y hay que volver.
Nueve y media. Terminando la reunión a esta hora, podría volver a mi piso, pero ya dejé los trastos de mañana en el de mis padres. Así que dejo que me bajen a la Castellana y tomo el autobús, que me dejará en Huertas. Reflexiono sobre la escasez de alimentos en la nevera de mis padres. Decido cenar un kebab en Huertas.
Diez. Ya en Huertas, decido cambiar de plan. Acabo de recordar que han abierto una franquicia de
Los Rotos. Me siento en la barra, pregunto por el especial de la semana y, como no me convence, me pido otro distinto. Junto a mí, una pareja de lo que parecen actores veteranos discuten sobre el mundo de la farándula. Me siento satisfecho con mi elección. Tercera buena acción del día.
Diez y media. Llego a casa de mis padres, me siento en el ordenador, comienzo a escribir tonterías. Y con tanta tontería, se me hacen las once menos veinte. Será cosa de dormir, pues llevo sueño atrasado.