martes, 14 de octubre de 2025

Espinas

Recuerdo aquella vez caminando entre las espinas. Me habían llevado mis pasos al fondo de un collado y debía alcanzar la cresta si no quería que la noche se abalanzase sobre mí. Oscuras nubes de tormenta se estaban formando en lo alto del cielo. En la soledad, el ruido de mis pasos era acompañado por las lejanas esquilas de las ovejas y los cencerros de las vacas.

Un sendero penetraba bajo un arco de matojos. Era el único camino que parecía llevar hacia arriba, fuera de aquella vaguada seca que amenazaba volverse un torrente en cuanto comenzase la lluvia. Agaché la cabeza y me dispuse a atravesarla. Mis ropas y mi piel se engancharon en las zarzas, en los escaramujos, en los espinos. Tiré con dolor. Avancé agachándome. Pero el túnel, que yo esperaba conectase los sabrosos pastos de la cumbre con la promesa de agua del fondo del valle, se cerraba más y más a mi alrededor. Finalmente, repté para salir de allí, pero a continuación perdí el sendero.

No quedó otro remedio que subir en línea recta resbalando en las torrenteras llenas de grijos, lacerando mis carnes entre los arbustos, acariciando las telarañas y pisando los excrementos de vaca que anunciaban la cercanía de un sendero. Ignoro cuánto duró la agonía, pero llegué a una terraza, sobre la vaguada pero aún bajo la cuerda del monte, justo cuando comenzaban a caer las primeras gotas. 

Pronto se esparció por la montaña el eco de los truenos. Yo recordaba que en la ladera, quinientos o seiscientos metros más allá, una pequeña caverna ofrecía refugio a quienes no tuvieran reparo en atravesar su baja entrada arrastrándose sobe los excrementos de varias generaciones de ovejas. Pero me era absolutamente imposible llegar hacia allí, sin camino practicable que me permitiera rodear por la ladera sin subir a la cresta del monte y volver a bajar, o sin bajar al peligroso fondo de la vaguada y volver a subir.

  Así que me limité a hacerme un ovillo, la espalda contra un terraplén, encogido bajo mi impermeable, dispuesto a sobrevivir a una noche aciaga.

Llevaba al menos una hora así encogido, soportando los embates del viento y la lluvia, cuando pareció amainar. Yo estaba tratando de reunir fuerzas para continuar mi camino, pero aún tenía la cabeza apretada contra el pecho y los ojos cerrados cuando me pareció escuchar unos pasos.

Levanté la cabeza. Una extraña muchacha venía hacia mi. El viento agitaba su largo cabello rubio, pero no parecía mover la piel con que estaba cubierta. Según se acercaba a mi, vi que lo que la cubría no era una piel de animal: era su propia piel, velluda como la de un mastín y de color leonado. Tuve un instante de pavor, pero cuando me miró con sus ojos verdes, una sensación antinatural de calma se apoderó de mi.

La mujer me cargó a hombros como si fuera una oveja, y me subió la cresta, por un sendero apenas marcado. Anduvo un buen rato por la pradera que crece en lo alto del monte hasta llegar a un círculo de matojos y árboles, una pequeña isla de bosque en ese lugar pelado. Allí me depositó en el suelo y me arrastró por un pequeño túnel de espinos en el que entró gateando. El lugar olía a humo y a carroña, pero estaba caliente, y ella se echó sobre mí y lamió la sangre de mis arañazos mientras una agradable sensación se apoderaba de mi cuerpo. Me quedé dormido, agotado. 

Desperté lejos de allí, todavía en la falda del monte, pero cerca del camino que lleva al pueblo. No tuve valor de decir lo que me había pasado. Quizá fuera solo una pesadilla febril causada por la angustia, el frío, la tormenta, el cansancio. Solo hoy, años después, al ver el extraño trofeo que traen los cazadores, he comprendido que aquello no fue un sueño.

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