martes, 14 de octubre de 2025

Espinas

Recuerdo aquella vez caminando entre las espinas. Me habían llevado mis pasos al fondo de un collado y debía alcanzar la cresta si no quería que la noche se abalanzase sobre mí. Oscuras nubes de tormenta se estaban formando en lo alto del cielo. En la soledad, el ruido de mis pasos era acompañado por las lejanas esquilas de las ovejas y los cencerros de las vacas.

Un sendero penetraba bajo un arco de matojos. Era el único camino que parecía llevar hacia arriba, fuera de aquella vaguada seca que amenazaba volverse un torrente en cuanto comenzase la lluvia. Agaché la cabeza y me dispuse a atravesarla. Mis ropas y mi piel se engancharon en las zarzas, en los escaramujos, en los espinos. Tiré con dolor. Avancé agachándome. Pero el túnel, que yo esperaba conectase los sabrosos pastos de la cumbre con la promesa de agua del fondo del valle, se cerraba más y más a mi alrededor. Finalmente, repté para salir de allí, pero a continuación perdí el sendero.

No quedó otro remedio que subir en línea recta resbalando en las torrenteras llenas de grijos, lacerando mis carnes entre los arbustos, acariciando las telarañas y pisando los excrementos de vaca que anunciaban la cercanía de un sendero. Ignoro cuánto duró la agonía, pero llegué a una terraza, sobre la vaguada pero aún bajo la cuerda del monte, justo cuando comenzaban a caer las primeras gotas. 

Pronto se esparció por la montaña el eco de los truenos. Yo recordaba que en la ladera, quinientos o seiscientos metros más allá, una pequeña caverna ofrecía refugio a quienes no tuvieran reparo en atravesar su baja entrada arrastrándose sobe los excrementos de varias generaciones de ovejas. Pero me era absolutamente imposible llegar hacia allí, sin camino practicable que me permitiera rodear por la ladera sin subir a la cresta del monte y volver a bajar, o sin bajar al peligroso fondo de la vaguada y volver a subir.

  Así que me limité a hacerme un ovillo, la espalda contra un terraplén, encogido bajo mi impermeable, dispuesto a sobrevivir a una noche aciaga.

Llevaba al menos una hora así encogido, soportando los embates del viento y la lluvia, cuando pareció amainar. Yo estaba tratando de reunir fuerzas para continuar mi camino, pero aún tenía la cabeza apretada contra el pecho y los ojos cerrados cuando me pareció escuchar unos pasos.

Levanté la cabeza. Una extraña muchacha venía hacia mi. El viento agitaba su largo cabello rubio, pero no parecía mover la piel con que estaba cubierta. Según se acercaba a mi, vi que lo que la cubría no era una piel de animal: era su propia piel, velluda como la de un mastín y de color leonado. Tuve un instante de pavor, pero cuando me miró con sus ojos verdes, una sensación antinatural de calma se apoderó de mi.

La mujer me cargó a hombros como si fuera una oveja, y me subió la cresta, por un sendero apenas marcado. Anduvo un buen rato por la pradera que crece en lo alto del monte hasta llegar a un círculo de matojos y árboles, una pequeña isla de bosque en ese lugar pelado. Allí me depositó en el suelo y me arrastró por un pequeño túnel de espinos en el que entró gateando. El lugar olía a humo y a carroña, pero estaba caliente, y ella se echó sobre mí y lamió la sangre de mis arañazos mientras una agradable sensación se apoderaba de mi cuerpo. Me quedé dormido, agotado. 

Desperté lejos de allí, todavía en la falda del monte, pero cerca del camino que lleva al pueblo. No tuve valor de decir lo que me había pasado. Quizá fuera solo una pesadilla febril causada por la angustia, el frío, la tormenta, el cansancio. Solo hoy, años después, al ver el extraño trofeo que traen los cazadores, he comprendido que aquello no fue un sueño.

jueves, 2 de octubre de 2025

Estampado de Gatos

(Este relato se escribió el 23 de junio de 2019 para la convocatoria De matar también se sale, y no resultó elegido).

Hay noches en que me despierta el canto de los mirlos horas antes del amanecer y vienen a mi cabeza escenas de los asesinatos aún no cometidos de los que alguien debería ocuparse. En tales ocasiones me levanto, remojo la cabeza en la pila del lavabo, bebo un vaso de agua bien fría y aun así no puedo evitar pensar en los compañeros de aquel patético grupo de autoayuda en que malgasté tantas horas:

—Hola, soy Christopher y soy un homicida.

—Todos te queremos, Christopher.

—Llevo diez días sin matar. Pero esta noche no paro de pensar en un encargo fácil y tentador que he visto en la red. Y necesito que me deis razones para no aceptarlo. Porque si no, volveré a matar.

Sueno patético, ¿verdad? Hay que ser idiota para decirle a la competencia que hay un caramelito en su puerta. Porque, aunque diga «la red», así, en genérico, todos los del gremio saben de qué página hablo. Estará en la cara oculta de la red profunda, pero es auténtica pornografía para nosotros.

«Nieto con problemas económicos necesita liberar a su abuela de este valle de lágrimas». «Moroso a la espera de castigo». «Autor de novelas de misterio debe comprender las ventajas de un crimen bien planificado».

Son las cinco de la mañana y no he podido resistirme a encender el portátil para ver si las ofertas siguen en pie.

—¿Qué haces, cariño?

—Nada... No podía dormir.

—La bolsa no abre todavía. Vamos, vuelve a la cama.

El idiota de Pedro todavía cree que mi dinero proviene de inversiones en bolsa. No sé cuánto tiempo podré mantener la mascarada: cuando empiece a sospechar, tendré que matarlo y buscar un novio nuevo. Me da pereza volver a los bares, a Grindr, a las oscuras y tristes primeras citas, al sexo sin amor. En cuanto al asesinato de Pedro, hace mucho tiempo que lo llevo planificando. He pensado tres o cuatro variantes y no acabo de decidirme por ninguna. La del calentador con fuga de monóxido es indolora, pero la he usado ya demasiadas veces como para no despertar sospechas. El accidente en la sauna es demasiado cruel. Creo que optaré por un tiro de gracia, algo sincero y personal, sin rencor: creo que se lo debo. ¡Es tan buena persona!

Sigo mirando la pantalla. Me fijo en algo fácil, demasiado fácil, y entonces recito para mis adentros ese absurdo mantra: «Deja que vivan otro día. Deja que vivan otro día.» Y en realidad lo que quiero es escuchar unos pasos silenciosos a mi espalda y un «¡cari!» ahogado por el horror que me proporcione una excusa para matar. Porque Pedro es muy buen tío, me quiere mucho y lo paso muy bien con él, pero mi deseo de matar es superior a todas las cosas. Así que busco desesperado algún encargo que pueda mitigar ese deseo. Es eso o volver al grupo de autoayuda.

—Cari, ¡vuelve ya! ¡Tengo frío...!

Anoto rápidamente una dirección y vuelvo a la cama. Me recibe como merezco: castigándome como al chico malo que soy. Es lo que necesito para relajarme, para dejar de pensar en lo único que realmente me da placer. Pero dejo que mi cuerpo disfrute mientras mi mente va olvidando, poco a poco, que llevo noventa días sin matar.

A la mañana siguiente me paso, como quien no quiere la cosa, por el Boulevard. Estoy contento. He preparado tortitas para el desayuno (Pedro se ha enfadado y ha dicho que son malísimas para la línea, pero aun así ha engullido media docena). He esperado a que Pedro saliera corriendo hacia el trabajo para poder darme un baño de espuma. Después de afeitarme me he puesto mi loción preferida. He sacado del armario mi mejor traje y he completado mi atuendo con un Stetson auténtico. Hoy voy a hacer un trabajo, después de noventa días en el dique seco.

Mi contacto es una joven pelirroja. Vestirá una camisa con estampado de gatos y cuello postizo. Una combinación original si no fuera porque esto es Malasaña. También —ha dicho— llevará un folleto de coches en la mano. Esa es la excusa para que diga mi frase.

—¿Viene de un concesionario? Estaba pensando en comprar un coche —dice una voz a la derecha a una pelirroja a la que no he visto entrar.

Maldita sea mi estampa. Es Carmen, la Viuda Negra. En el grupo, todos la conocemos por ese apodo desde que contó su historia. Tras matar a su familia política en un accidente —‍siempre dijo que fue un accidente, y no soy quién para negarlo— le cogió el gustillo. Su especialidad son los venenos, algo que no cuadra con el trabajo violento que se solicitaba. Si no recuerdo mal, querían dejar un mensaje...

—Qué casualidad —digo, interrumpiendo la ocasión—. Precisamente trabajo en el que hay en Alberto Aguilera. ¿Le interesan los híbridos? Ahora tenemos muy buenas condiciones.

Si hay algo que se me da mejor que matar es cortarle el rollo a la gente. Aprendí de joven, cuando todavía era un mocete desgarbado que no se comía un colín. La Viuda Negra me reconoce, pero calla, tragándose su ira. Después de que la cliente, nerviosa, se vaya, la invitaré a un café. O a una copa, qué diablos. Pero ahora voy a disfrutar del espectáculo.

—Yo estaba pensando en esta marca en concreto... Es la que trabaja mi taller de toda la vida...

—Ah, la fidelidad. Sin duda está sobrevalorada. Pero hay gente a quien le hace feliz...

—No se preocupe, señorita. El caballero y yo nos conocemos. Tuvimos un affaire hace unos años y anda un poco resentido.

En eso lleva parte de razón. Suelo ser fiel mientras mi pareja está viva, pero entre chico y chico no me importa meter en mi vida una mujer guapa. No es lo mismo que sentirse abrazado por los fuertes brazos de un tío musculado o dormir envuelto por el acre aroma de un hombre; pero también proporciona sus pequeñas recompensas. Sin embargo, no la dejé con resentimiento: yo sabía que ella necesitaba alguien a quien matar, y prefería no ser la víctima.

Las palabras de mi rival no impidieron que la joven de la camisa estampada huyera como un cervatillo asustado.

—Me has quitado un cliente —digo.

—O tú a mí.

—Al menos me invitarás a una copa.

—Estoy chapada a la antigua. Prefiero que el hombre invite.

—Esto no es una cita.

—Puede que para ti no lo fuese. Para mí, un trabajo en ciernes es lo más sexy del mundo.

—En eso te doy la razón. ¿Cuánto llevabas?

—Treinta días. ¿Y tú?

—Noventa.

—Mírate. ¡El viejo y honrado Christopher! A este paso, cualquier día te dedicas a dar charlas en los colegios. ¿Sigues diciéndoles a tus novios que eres corredor de bolsa?

—Inversionista.

—¿Y se lo creen?

Echa a reír mientras pido un par de caipiroskas —en este barrio cualquier cafetín dobla como coctelería por las noches— y después me pide así, a bocajarro, que le enseñe la foto de mi novio.

—No te va a gustar. Es un oso.

Siempre he visto a Carmen con dos tipos de hombre: por un lado, maduritos de buena planta y mejor cuenta corriente; por otro, jovencitos bohemios pero musculados. Pedro es, por el contrario, un tirillas ligeramente regordete que suele vestir con camisas holgadas y vaqueros, y que ya llevaba barba antes de que se pusiera de moda.

—Venga, déjame que la vea... —Ágilmente, me saca la cartera del bolsillo y la abre, examinando todo su contenido—. El chico es guapo... Y esto ¿qué es? ¿El teléfono de tu padrino? ¡No me lo puedo creer! El mío lo tiré a la basura nada más recibirlo. Me dejas que lo rompa, ¿verdad? Total, ya estás aquí....

En ese momento, a pesar de nuestra vieja amistad, me entran ganas de matar a Carmen. Pero sé que intentarlo será darle una alegría, mostrarle que tiene razón. Así que le arranco la cartera de las manos, pago la cuenta y me voy, dejando que su risa me acompañe hasta la puerta.

Me encamino a la calle Fuencarral. Muchachas con pelo corto y gafas de pasta charlan sobre sus celosos novios; turistas pelirrojos y pecosos gritan «fuck off» al cruzarse con una bicicleta. El ciclista, una enorme bolsa de reparto a la espalda, levanta un dedo. Un adolescente sale de un bazar corriendo, y en la puerta el dueño comienza a gritar en mandarín. La gente tiene problemas. Alguien tendrá que resolverlos. Alguien tendrá que decidir quién debe vivir otro día.

Bajo hacia Chueca para tomar la línea cinco. Por el camino, los locales donde salía a bailar cuando todavía bailaba. Qué triste es hacerse mayor.

A estas horas, el metro va casi vacío, a excepción de algunos turistas. No es la lata de sardinas de las nueve de la noche. Y casi se vacía en Callao. Dejo que pase una estación tras otra hasta llegar allí, salgo por Marqués de Vadillo, comienzo a subir la cuesta por la acera de los pares y, enfrente de la iglesia, me desvío ligeramente a la derecha por una calle que va serpenteando hasta desembocar en una piruleta propia de urbanización americana donde aparcan furgonetas y coches astrosos. A ese culo de saco, que a ningún alcalde se le ha ocurrido conectar con el parque contiguo —al que llevan furtivas sendas trazadas por los vecinos— se abre la biblioteca Ana María Matute.

Subo al segundo piso (es decir, al cuarto, pues se entra por el segundo sótano) y busco en la sección de historia un grueso volumen, recopilación de crónicas de viajes a China en el Siglo de Oro. En la página 217, un papel de arroz parece contener algún encargo. Usando la función lupa de mi móvil, lo leo: «De matar también se sale».

Debajo, una dirección del dominio onion, uno de los más populares en la red profunda. Apunto a lápiz en mi agenda la complicada dirección y meto el papelillo en mi bolsillo. Salgo al cercano parque y lío un cigarrillo con el papel, que fumo lentamente. No me gusta el tabaco, pero el protocolo es el protocolo.  La dirección de mi agenda, privada de su descripción, parecerá inocente.

Subo después hacia el jardín del tanatorio por una de esas sendas trazadas por paseantes anónimos, me siento en el paseo de cipreses ante la sacramental de Santa María y considero mis opciones mientras veo pasar los coches fúnebres.

Puedo intentar visitar la dirección que he encontrado. Pero podría ser una trampa o, peor aún, otro grupo de autoayuda.

Puedo buscar un nuevo trabajo en la red profunda. Y que me lo haya pisado algún buen amigo.

O puedo visitar a algún antiguo cliente satisfecho.

Por el paseo viene una pareja joven. Me distraigo mirándolos. Él es pelirrojo y según se acerca voy percibiendo las pecas que salpican su piel clara. Sus ojos azules miran al infinito con expresión soñadora mientras su brazo aprieta el talle de una muchacha algo más baja que él, la piel cobriza y una larga melena negra perfectamente alisada cayendo tras sus hombros. Me recuerdan a alguien, pero no sé a quién. Se sientan en el banco que tengo enfrente —¿no podrían elegir otro?— y comienzan a besarse apasionadamente.

Decido levantarme y buscar otro lugar para mis meditaciones. Entonces siento a mi espalda un chasquido familiar.

—Levántate despacio y gírate hacia mí.

Me giro y encuentro la cara de Paquito, un maleante de tres al cuarto para el que he realizado algún trabajillo.

—Ya podéis iros, gracias. Es él —grita a la pareja. Después, se dirige a mí—. ¿Qué pensabas? ¿que iba a pudrirme en el talego para siempre? Tengo un trabajo para ti.

—Precisamente estaba pensando en dejarlo.

—¿Por eso has entrado en la biblioteca? No me engañas. Sé que desde hace un par de años ese es vuestro buzón. Además, me lo debes. Si hubiera largado por esta boquita...

—Está bien, pero que sea algo fácil, rápido y limpio.

—Si fuera algo fácil, rápido y limpio no te hubiera buscado, Christopher.

—No irás a decirme que... ¿Oscarín?

—¡Chist...! Las paredes hablan. Esos dos no saben nada,

Echo una mirada. «Esos dos» ya están bastante lejos.

Voy con Paquito a un lugar más discreto. Nos sentamos alrededor de la ría echando migas de pan a los patos. Algunas migas son personas o lugares. Mi memoria ha de retenerlo todo.

—Dentro de un par de días daremos un palo en un centro comercial del sur. Oscarín ya está mayor, no creo que venga. Podría ser el momento para pillarle solo. Quizá haya un guardia aquí... Y ya sabes que la puerta está blindada, pero seguro que te las apañas para entrar o para pillarle cuando esté fuera.

—¿Un par de días? Entonces no tengo tiempo de conocer sus rutinas...

—Ese día juega el Atleti. Seguro que no se resiste a ir a verlo al bar de Chelo. ¿Recuerdas cuál es?

—El bar estará lleno de gente. ¿Qué camino toma habitualmente?

—Ese es el problema. Ya sabes que es un desconfiado. Ve por todas partes topos y gente disfrazada. Le pegó un tiro a Ismael porque, borracho, no recordó de qué color era la camisa que llevaba en no sé qué fiesta, hace doce años. Dijo que no era él. Como ves, está paranoico. Desde que he vuelto de la cárcel, no lo he visto seguir dos veces la misma ruta.

—¿Qué bebe? Podría probar con un veneno.

—Lo mismo un calimocho que un Citadelle.  Es imprevisible. Depende de cómo se dé el día.

—Por eso decías que no puede ser limpio...

—Bueno, eso es lo que hay. Toma este móvil de prepago. Si al final Oscarín viene a dar el palo, te haré un llama y cuelga para que abortes el plan. Si no has recibido noticias antes de las cinco, deshazte del móvil y la tarjeta antes de actuar.

Guardo el teléfono en el bolsillo del abrigo. Después, nos vamos cada uno por nuestro camino.

 Vuelvo a General Ricardos y tomo el metro hacia mi casa. El vagón va lleno de oficinistas en traje o con minifalda y tacones, obreros con botas de protección asomando de los vaqueros, profesores con la cartera a cuestas, universitarias con sus camisas de flamencos o de gatos, adolescentes en chándal… En el cristal se refleja mi cara cansada, una más entre las que pueblan este convoy que se dirige del centro hacia la periferia. Al fin y al cabo, soy un trabajador más, aunque mi trabajo no esté legalmente reconocido.

 Cuando abro la puerta del apartamento me recibe el aroma embriagador de la mejorana. Pedro ha preparado su sopa de remolacha. Es mi plato favorito, y lo sabe. En el pequeño salón-cocina del apartamento ha cubierto la mesa con un mantel limpio y ha puesto la mesa.

 —¿Celebramos algo?

—Es nuestro aniversario, cari. ¿Lo habías olvidado? Pensaba que las tortitas eran por eso...

—Pero si sólo llevamos seis meses juntos...

—Pues eso, nuestros primeros seis meses.

 Yo no soy de celebrar las cosas, pero trato de corresponder a su efusividad romántica con un beso rápido tras el cual sirvo ceremoniosamente la sopa en que el blanco de la nata agria sobrenada el morado de la remolacha.

—¿No has abierto una botella de vino?

—No sabía cuál abrir.

—Tampoco hay tantas de donde elegir. Además, en esta casa hace mucho calor en verano: hay que beberse los vinos antes de que acabe la primavera...

Extraigo del mueble del salón un Protos que le dieron a Pedro en la cesta de navidad de la fábrica. Espero que no se haya picado.

—Lástima que las copas buenas estén en el trastero. Pero el vino sabe igual bebido en vaso...

Tras la sopa de remolacha viene un brownie de chocolate con helado de vainilla. No me puedo creer que mi novio, obsesionado con bajar de peso, haya cometido ese exceso. Pero hay más. Para finalizar la cena, extrae del congelador dos vasos de chupito y nos servimos un licor casero de manzanitas silvestres que no sé de dónde ha sacado.

Yo contaba con la noche para darle vueltas al plan en mi cabeza, pero después de la opípara cena me voy a la cama con una sensación de pesadez y mareo, tanta que me ha costado recoger los platos y meterlos al lavavajillas.

Aunque debería ser una noche para recordar, mi cabeza se nubla y ya no me doy cuenta de nada hasta que, a la mañana siguiente, una intensa luz en los ojos me despierta.

Siento un fuerte dolor en los hombros. Tengo los brazos levantados, colgando de las muñecas, que están atadas al cabecero. ¿Se nos fue de las manos el bondage? No consigo hacer memoria. Parpadeo varias veces abriendo y cerrando los ojos con fuerza para despejarme. Ante mí está Pedro.

—A mí no puedes engañarme. Lo sé todo.

—Ay, Pedro, no seas pesado... No estoy para juegos esta mañana. ¿No tienes que ir al trabajo?

—No soy Pedro.

—Ya lo sé: «No soy Pedro, soy Terminator». Venga, que no tengo buen cuerpo... Estoy de resaca.

—No lo entiendes. No soy Pedro, al menos no el que crees que soy. Defiendo los intereses de una antigua organización y conozco tus planes para liquidar a Oscarín.

—¿Una antigua organización? ¿Mafia? ¿'Ndrangheta? ¿Camorra?

—Más antigua aún. Ya existía cuando en Babel se construyó el primer Zigurat. Llevamos siguiéndote un tiempo.

Con una mueca, las orejas de Pedro parecen agrandarse. Abre la boca y, cuando la cierra, sus mejillas regordetas han sido sustituidas por unos pómulos salientes y sus labios se han adelgazado en un rostro que ahora tiene la palidez gris de la ceniza calcinada. Después frunce el ceño y sus ojos se achican hasta convertirse en dos pequeños pozos de un color rubí profundo. Doy patadas a la cama intentando espantar esa abominación, la cual esboza una sonrisa al darse cuenta de mi horror. Tras la transformación, continúa su relato con un tono imperativo.

—Te encontramos mediante el grupo de terapia. Nos acercamos a ti conscientes de tu potencial. Hace tres meses parecía que te retirabas del negocio. Pero nos alegró comprobar que has continuado con tus rutinas. El otro día te vimos salir de la biblioteca; tras ti iba Paquito. Disimuló muy bien. Pero después os vimos sentados en el parque. Estabais tramando algo. Solo hay una persona cuya muerte desee Paquito: Oscarín. Se hizo de oro mientras él se comía diez años a la sombra.

—¿Y qué interés tenéis vosotros en todo esto?

—No matarás a Oscarín. Nos lo entregarás a nosotros. Nos debe algunos favores y deseamos cobrárselos. Después, podrás liquidarlo junto con Paquito.

—¿Y cómo sabéis que no os mataré a vosotros primero?

—¿Cómo me encontrarías? ¿Cómo nos encontrarías? No soy nadie. Soy todos. Aunque soy prescindible, el clan tomará su venganza si desaparezco. Ahora te dejaré ahí, confiando en que seas capaz de desatarte tú mismo.

 El que antes fue Pedro sale de la habitación. Escucho primero el sonido de los pasadores abriéndose y luego el portazo. Entonces hago fuerza con los pies para levantar mi torso y comienzo a roer mis ligaduras, desesperado por salir de ahí.

Cuarenta y ocho horas antes no tenía ningún objetivo. Ahora tengo tres. O quizá más. Debo pensar un plan para hacer mi situación más soportable. Lo primero es cambiar de aspecto, de hábitos y de vivienda para dar esquinazo a quienes me siguen. Me da pena dejar mi cómodo apartamento, que tanto me costó encontrar. Lástima que tenga que arder.

Monto en metro hasta Oporto; allí, salgo del vagón en el último momento, subo a la superficie y ando unos metros hasta el camino viejo de Leganés, donde aguardo al bus 118 en una parada desierta. Después, en Pirámides tomo el tren hasta Atocha. Sé que, tras la misión que me han encargado, esperarán que pase por Atocha. Por tanto, he de hacer lo menos previsible: bajo del tren, subo al autobús 37 y me apeo en Pacífico, donde monto en el 10. Es inusual que alguien coja el 37 en Atocha para cambiar al 10 en Pacífico, y aún más que luego baje en Puente de Vallecas y tome la línea 1 de metro, que pasa también por Atocha. Pero un jubilado de aspecto inocente ha recorrido todo aquel camino conmigo. Así que, cuando las puertas del vagón comienzan a cerrarse, salgo a la carrera subiendo las escaleras de dos en dos y saltando el torniquete, sin esperar a que se abra. Me meto por la avenida del monte Igueldo. Corro, esquivando los puestos callejeros de bolsos de imitación, para subir al autobús 111, que acaba de llegar a la parada. A medio camino del cercanías, me bajo. Entro en una peluquería desierta.

—Hola, tengo una entrevista de trabajo y buscan alguien más... formal., así que quiero parecer un poco mayor. ¿Podría teñirme... como si empezase a tener canas?

—Tendré que decolorarle el pelo. Será un ratito.

—No importa. Y luego me hace un corte... como de cuarentón, ¿sabe? Que les haga pensar que soy alguien tradicional.

—Veré lo que puedo hacer.

Visito una tienda de ropa de trabajo y una ferretería. De la primera salgo vestido con un mono azul; en la segunda adquiero guantes de protección, disolvente, brocha, papel burbuja y una pequeña escalera telescópica de esas que caben en una moto.  Continúo mi paseo hacia la estación de Asamblea de Madrid, donde monto en el cercanías.

Salgo del tren en Sierra de Guadalupe y camino por calles con nombres de cadenas montañosas hasta encontrar la casa de Oscarín. Tres caminos se abren ante mí: por un lado, acceder a las exigencias de los cambiacuerpos y secuestrarlo. Por otro lado, matarlo, como me ha encargado Paquito. O puedo irme de la lengua, contarle a Oscarín la historia y darle el teléfono de prepago para que compruebe en persona cómo le llegan las llamadas perdidas de su socio cuando le diga que participa en el golpe.

Pero no sería elegante. Así que me calzo unos guantes de faena, saco el móvil de mi bolsillo y limpio las huellas con disolvente. Después, tomo la escalera telescópica, la apoyo en el muro, abro el tubo de respiración de la caldera de Oscarín y meto dentro una bola de papel burbuja con el móvil en su interior, dejando en manos de la justicia divina elegir cuál de los miembros de la banda morirá intoxicado por el monóxido. Estoy volviendo a plegar la escalera cuando percibo movimiento tras un visillo. Toco el cristal, que se entreabre sin que se vea a la persona del interior, y lanzo por el resquicio un billete de cincuenta euros.

—Usted no ha visto nada. No he estado aquí.

Para que el mensaje sea más efectivo, me toco el cuello como por casualidad. A continuación, pliego parsimoniosamente la escalera y vuelvo hacia la estación de tren. Un cercanías de dos pisos me lleva a Guadalajara; en los servicios de la estación me quito el mono de faena. El largo camino hasta la estación de autobuses me concede muchas oportunidades para encontrar un contenedor en que abandonar la escalera.

Compro un billete del coche de línea a Soria, donde pasaré un par de días lamiendo mis heridas antes de partir hacia El Burgo de Osma como peregrino en ruta a Santiago… Lo tengo todo bien calculado.

Estoy dando sorbos a un amaretto en un café junto al hostal soriano cuando se me acerca una chica pelirroja. Su camisa de estampado de gatos y su cuello postizo me resultan ligeramente familiares. Lanza sobre la barra un catálogo de autos y me mira con sus profundos ojos azules mientras dice:

—De matar también se sale, Christopher. Pero solo de esta manera.

Sobre la barra deja una ampolla vacía. Huele a almendras, como la copa que acabo de beberme.

©2019,2025 José Gabriel Moya Yangüela. Registrado en Safe Creative (registro 1906241270181).