(Este relato se escribió el 23 de junio de 2019 para la convocatoria De matar también se sale, y no resultó elegido).
Hay noches en que me despierta el canto de los mirlos
horas antes del amanecer y vienen a mi cabeza escenas de los asesinatos aún no
cometidos de los que alguien debería ocuparse. En tales ocasiones me levanto,
remojo la cabeza en la pila del lavabo, bebo un vaso de agua bien fría y aun
así no puedo evitar pensar en los compañeros de aquel patético grupo de
autoayuda en que malgasté tantas horas:
—Hola,
soy Christopher y soy un homicida.
—Todos te
queremos, Christopher.
—Llevo
diez días sin matar. Pero esta noche no paro de pensar en un encargo fácil y
tentador que he visto en la red. Y necesito que me deis razones para no
aceptarlo. Porque si no, volveré a matar.
Sueno patético, ¿verdad? Hay que ser idiota
para decirle a la competencia que hay un caramelito en su puerta. Porque,
aunque diga «la red», así, en genérico, todos los del gremio saben de qué
página hablo. Estará en la cara oculta de la red profunda, pero es auténtica
pornografía para nosotros.
«Nieto
con problemas económicos necesita liberar a su abuela de este valle de
lágrimas». «Moroso a la espera de castigo». «Autor de novelas de misterio debe
comprender las ventajas de un crimen bien planificado».
Son las
cinco de la mañana y no he podido resistirme a encender el portátil para ver si
las ofertas siguen en pie.
—¿Qué
haces, cariño?
—Nada...
No podía dormir.
—La bolsa
no abre todavía. Vamos, vuelve a la cama.
El idiota
de Pedro todavía cree que mi dinero proviene de inversiones en bolsa. No sé
cuánto tiempo podré mantener la mascarada: cuando empiece a sospechar, tendré
que matarlo y buscar un novio nuevo. Me da pereza volver a los bares, a Grindr, a las oscuras y tristes primeras
citas, al sexo sin amor. En cuanto al asesinato de Pedro, hace mucho tiempo que
lo llevo planificando. He pensado tres o cuatro variantes y no acabo de
decidirme por ninguna. La del calentador con fuga de monóxido es indolora, pero
la he usado ya demasiadas veces como para no despertar sospechas. El accidente
en la sauna es demasiado cruel. Creo que optaré por un tiro de gracia, algo
sincero y personal, sin rencor: creo que se lo debo. ¡Es tan buena persona!
Sigo
mirando la pantalla. Me fijo en algo fácil, demasiado fácil, y entonces recito
para mis adentros ese absurdo mantra: «Deja que vivan otro día. Deja que vivan
otro día.» Y en realidad lo que quiero es escuchar unos pasos silenciosos a mi
espalda y un «¡cari!» ahogado por el horror que me proporcione una excusa para
matar. Porque Pedro es muy buen tío, me quiere mucho y lo paso muy bien con él,
pero mi deseo de matar es superior a todas las cosas. Así que busco desesperado
algún encargo que pueda mitigar ese deseo. Es eso o volver al grupo de
autoayuda.
—Cari,
¡vuelve ya! ¡Tengo frío...!
Anoto
rápidamente una dirección y vuelvo a la cama. Me recibe como merezco:
castigándome como al chico malo que soy. Es lo que necesito para relajarme,
para dejar de pensar en lo único que realmente me da placer. Pero dejo que mi
cuerpo disfrute mientras mi mente va olvidando, poco a poco, que llevo noventa
días sin matar.
A la
mañana siguiente me paso, como quien no quiere la cosa, por el Boulevard. Estoy
contento. He preparado tortitas para el desayuno (Pedro se ha enfadado y ha
dicho que son malísimas para la línea, pero aun así ha engullido media docena).
He esperado a que Pedro saliera corriendo hacia el trabajo para poder darme un
baño de espuma. Después de afeitarme me he puesto mi loción preferida. He
sacado del armario mi mejor traje y he completado mi atuendo con un Stetson auténtico. Hoy voy a hacer un
trabajo, después de noventa días en el dique seco.
Mi
contacto es una joven pelirroja. Vestirá una camisa con estampado de gatos y
cuello postizo. Una combinación original si no fuera porque esto es Malasaña.
También —ha dicho— llevará un folleto de coches en la mano. Esa es la excusa
para que diga mi frase.
—¿Viene
de un concesionario? Estaba pensando en comprar un coche —dice una voz a la
derecha a una pelirroja a la que no he visto entrar.
Maldita sea mi estampa. Es Carmen, la Viuda
Negra. En el grupo, todos la conocemos por ese apodo desde que contó su
historia. Tras matar a su familia política en un accidente —siempre dijo que
fue un accidente, y no soy quién para negarlo— le cogió el gustillo. Su
especialidad son los venenos, algo que no cuadra con el trabajo violento que se
solicitaba. Si no recuerdo mal, querían dejar un mensaje...
—Qué
casualidad —digo, interrumpiendo la ocasión—. Precisamente trabajo en el que
hay en Alberto Aguilera. ¿Le interesan los híbridos? Ahora tenemos muy buenas
condiciones.
Si hay
algo que se me da mejor que matar es cortarle el rollo a la gente. Aprendí de
joven, cuando todavía era un mocete desgarbado que no se comía un colín. La
Viuda Negra me reconoce, pero calla, tragándose su ira. Después de que la
cliente, nerviosa, se vaya, la invitaré a un café. O a una copa, qué diablos.
Pero ahora voy a disfrutar del espectáculo.
—Yo
estaba pensando en esta marca en concreto... Es la que trabaja mi taller de
toda la vida...
—Ah, la
fidelidad. Sin duda está sobrevalorada. Pero hay gente a quien le hace feliz...
—No se
preocupe, señorita. El caballero y yo nos conocemos. Tuvimos un affaire hace unos años y anda un poco
resentido.
En eso
lleva parte de razón. Suelo ser fiel mientras mi pareja está viva, pero entre
chico y chico no me importa meter en mi vida una mujer guapa. No es lo mismo
que sentirse abrazado por los fuertes brazos de un tío musculado o dormir
envuelto por el acre aroma de un hombre; pero también proporciona sus pequeñas
recompensas. Sin embargo, no la dejé con resentimiento: yo sabía que ella
necesitaba alguien a quien matar, y prefería no ser la víctima.
Las
palabras de mi rival no impidieron que la joven de la camisa estampada huyera
como un cervatillo asustado.
—Me has
quitado un cliente —digo.
—O tú a
mí.
—Al menos
me invitarás a una copa.
—Estoy
chapada a la antigua. Prefiero que el hombre invite.
—Esto no
es una cita.
—Puede
que para ti no lo fuese. Para mí, un trabajo en ciernes es lo más sexy del
mundo.
—En eso
te doy la razón. ¿Cuánto llevabas?
—Treinta
días. ¿Y tú?
—Noventa.
—Mírate.
¡El viejo y honrado Christopher! A este paso, cualquier día te dedicas a dar
charlas en los colegios. ¿Sigues diciéndoles a tus novios que eres corredor de
bolsa?
—Inversionista.
—¿Y se lo
creen?
Echa a
reír mientras pido un par de caipiroskas —en
este barrio cualquier cafetín dobla como coctelería por las noches— y después
me pide así, a bocajarro, que le enseñe la foto de mi novio.
—No te va
a gustar. Es un oso.
Siempre
he visto a Carmen con dos tipos de hombre: por un lado, maduritos de buena
planta y mejor cuenta corriente; por otro, jovencitos bohemios pero musculados.
Pedro es, por el contrario, un tirillas ligeramente regordete que suele vestir
con camisas holgadas y vaqueros, y que ya llevaba barba antes de que se pusiera
de moda.
—Venga,
déjame que la vea... —Ágilmente, me saca la cartera del bolsillo y la abre,
examinando todo su contenido—. El chico es guapo... Y esto ¿qué es? ¿El
teléfono de tu padrino? ¡No me lo puedo creer! El mío lo tiré a la basura nada
más recibirlo. Me dejas que lo rompa, ¿verdad? Total, ya estás aquí....
En ese
momento, a pesar de nuestra vieja amistad, me entran ganas de matar a Carmen.
Pero sé que intentarlo será darle una alegría, mostrarle que tiene razón. Así
que le arranco la cartera de las manos, pago la cuenta y me voy, dejando que su
risa me acompañe hasta la puerta.
Me
encamino a la calle Fuencarral. Muchachas con pelo corto y gafas de pasta
charlan sobre sus celosos novios; turistas pelirrojos y pecosos gritan «fuck
off» al cruzarse con una bicicleta. El ciclista, una enorme bolsa de reparto a
la espalda, levanta un dedo. Un adolescente sale de un bazar corriendo, y en la
puerta el dueño comienza a gritar en mandarín. La gente tiene problemas.
Alguien tendrá que resolverlos. Alguien tendrá que decidir quién debe vivir
otro día.
Bajo
hacia Chueca para tomar la línea cinco. Por el camino, los locales donde salía
a bailar cuando todavía bailaba. Qué triste es hacerse mayor.
A estas
horas, el metro va casi vacío, a excepción de algunos turistas. No es la lata
de sardinas de las nueve de la noche. Y casi se vacía en Callao. Dejo que pase
una estación tras otra hasta llegar allí, salgo por Marqués de Vadillo,
comienzo a subir la cuesta por la acera de los pares y, enfrente de la iglesia,
me desvío ligeramente a la derecha por una calle que va serpenteando hasta
desembocar en una piruleta propia de urbanización americana donde aparcan
furgonetas y coches astrosos. A ese culo de saco, que a ningún alcalde se le ha
ocurrido conectar con el parque contiguo —al que llevan furtivas sendas
trazadas por los vecinos— se abre la biblioteca Ana María Matute.
Subo al
segundo piso (es decir, al cuarto, pues se entra por el segundo sótano) y busco
en la sección de historia un grueso volumen, recopilación de crónicas de viajes
a China en el Siglo de Oro. En la página 217, un papel de arroz parece contener
algún encargo. Usando la función lupa de mi móvil, lo leo: «De matar también se
sale».
Debajo,
una dirección del dominio onion, uno
de los más populares en la red profunda. Apunto a lápiz en mi agenda la complicada
dirección y meto el papelillo en mi bolsillo. Salgo al cercano parque y lío un
cigarrillo con el papel, que fumo lentamente. No me gusta el tabaco, pero el
protocolo es el protocolo. La dirección de
mi agenda, privada de su descripción, parecerá inocente.
Subo
después hacia el jardín del tanatorio por una de esas sendas trazadas por
paseantes anónimos, me siento en el paseo de cipreses ante la sacramental de
Santa María y considero mis opciones mientras veo pasar los coches fúnebres.
Puedo
intentar visitar la dirección que he encontrado. Pero podría ser una trampa o,
peor aún, otro grupo de autoayuda.
Puedo
buscar un nuevo trabajo en la red profunda. Y que me lo haya pisado algún buen
amigo.
O puedo
visitar a algún antiguo cliente satisfecho.
Por el
paseo viene una pareja joven. Me distraigo mirándolos. Él es pelirrojo y según
se acerca voy percibiendo las pecas que salpican su piel clara. Sus ojos azules
miran al infinito con expresión soñadora mientras su brazo aprieta el talle de
una muchacha algo más baja que él, la piel cobriza y una larga melena negra
perfectamente alisada cayendo tras sus hombros. Me recuerdan a alguien, pero no
sé a quién. Se sientan en el banco que tengo enfrente —¿no podrían elegir
otro?— y comienzan a besarse apasionadamente.
Decido
levantarme y buscar otro lugar para mis meditaciones. Entonces siento a mi
espalda un chasquido familiar.
—Levántate
despacio y gírate hacia mí.
Me giro y
encuentro la cara de Paquito, un maleante de tres al cuarto para el que he realizado
algún trabajillo.
—Ya
podéis iros, gracias. Es él —grita a la pareja. Después, se dirige a mí—. ¿Qué
pensabas? ¿que iba a pudrirme en el talego para siempre? Tengo un trabajo para
ti.
—Precisamente
estaba pensando en dejarlo.
—¿Por eso
has entrado en la biblioteca? No me engañas. Sé que desde hace un par de años
ese es vuestro buzón. Además, me lo debes. Si hubiera largado por esta
boquita...
—Está
bien, pero que sea algo fácil, rápido y limpio.
—Si fuera
algo fácil, rápido y limpio no te hubiera buscado, Christopher.
—No irás
a decirme que... ¿Oscarín?
—¡Chist...!
Las paredes hablan. Esos dos no saben nada,
Echo una
mirada. «Esos dos» ya están bastante lejos.
Voy con
Paquito a un lugar más discreto. Nos sentamos alrededor de la ría echando migas
de pan a los patos. Algunas migas son personas o lugares. Mi memoria ha de
retenerlo todo.
—Dentro
de un par de días daremos un palo en un centro comercial del sur. Oscarín ya
está mayor, no creo que venga. Podría ser el momento para pillarle solo. Quizá
haya un guardia aquí... Y ya sabes que la puerta está blindada, pero seguro que
te las apañas para entrar o para pillarle cuando esté fuera.
—¿Un par
de días? Entonces no tengo tiempo de conocer sus rutinas...
—Ese día
juega el Atleti. Seguro que no se resiste a ir a verlo al bar de Chelo.
¿Recuerdas cuál es?
—El bar
estará lleno de gente. ¿Qué camino toma habitualmente?
—Ese es
el problema. Ya sabes que es un desconfiado. Ve por todas partes topos y gente
disfrazada. Le pegó un tiro a Ismael porque, borracho, no recordó de qué color
era la camisa que llevaba en no sé qué fiesta, hace doce años. Dijo que no era
él. Como ves, está paranoico. Desde que he vuelto de la cárcel, no lo he visto
seguir dos veces la misma ruta.
—¿Qué
bebe? Podría probar con un veneno.
—Lo mismo
un calimocho que un Citadelle. Es imprevisible. Depende de cómo se dé el
día.
—Por eso
decías que no puede ser limpio...
—Bueno,
eso es lo que hay. Toma este móvil de prepago. Si al final Oscarín viene a dar
el palo, te haré un llama y cuelga para que abortes el plan. Si no has recibido
noticias antes de las cinco, deshazte del móvil y la tarjeta antes de actuar.
Guardo el
teléfono en el bolsillo del abrigo. Después, nos vamos cada uno por nuestro
camino.
Vuelvo a General Ricardos y tomo el metro
hacia mi casa. El vagón va lleno de oficinistas en traje o con minifalda y
tacones, obreros con botas de protección asomando de los vaqueros, profesores
con la cartera a cuestas, universitarias con sus camisas de flamencos o de
gatos, adolescentes en chándal… En el cristal se refleja mi cara cansada, una
más entre las que pueblan este convoy que se dirige del centro hacia la
periferia. Al fin y al cabo, soy un trabajador más, aunque mi trabajo no esté
legalmente reconocido.
Cuando abro la puerta del apartamento me
recibe el aroma embriagador de la mejorana. Pedro ha preparado su sopa de
remolacha. Es mi plato favorito, y lo sabe. En el pequeño salón-cocina del
apartamento ha cubierto la mesa con un mantel limpio y ha puesto la mesa.
—¿Celebramos algo?
—Es
nuestro aniversario, cari. ¿Lo habías olvidado? Pensaba que las tortitas eran
por eso...
—Pero si
sólo llevamos seis meses juntos...
—Pues
eso, nuestros primeros seis meses.
Yo no soy de celebrar las cosas, pero trato de
corresponder a su efusividad romántica con un beso rápido tras el cual sirvo
ceremoniosamente la sopa en que el blanco de la nata agria sobrenada el morado
de la remolacha.
—¿No has
abierto una botella de vino?
—No sabía
cuál abrir.
—Tampoco
hay tantas de donde elegir. Además, en esta casa hace mucho calor en verano:
hay que beberse los vinos antes de que acabe la primavera...
Extraigo
del mueble del salón un Protos que le dieron a Pedro en la cesta de navidad de
la fábrica. Espero que no se haya picado.
—Lástima
que las copas buenas estén en el trastero. Pero el vino sabe igual bebido en
vaso...
Tras la
sopa de remolacha viene un brownie de chocolate con helado de vainilla. No me
puedo creer que mi novio, obsesionado con bajar de peso, haya cometido ese
exceso. Pero hay más. Para finalizar la cena, extrae del congelador dos vasos
de chupito y nos servimos un licor casero de manzanitas silvestres que no sé de
dónde ha sacado.
Yo
contaba con la noche para darle vueltas al plan en mi cabeza, pero después de
la opípara cena me voy a la cama con una sensación de pesadez y mareo, tanta
que me ha costado recoger los platos y meterlos al lavavajillas.
Aunque
debería ser una noche para recordar, mi cabeza se nubla y ya no me doy cuenta
de nada hasta que, a la mañana siguiente, una intensa luz en los ojos me
despierta.
Siento un
fuerte dolor en los hombros. Tengo los brazos levantados, colgando de las
muñecas, que están atadas al cabecero. ¿Se nos fue de las manos el bondage? No consigo hacer memoria.
Parpadeo varias veces abriendo y cerrando los ojos con fuerza para despejarme.
Ante mí está Pedro.
—A mí no
puedes engañarme. Lo sé todo.
—Ay,
Pedro, no seas pesado... No estoy para juegos esta mañana. ¿No tienes que ir al
trabajo?
—No soy
Pedro.
—Ya lo
sé: «No soy Pedro, soy Terminator». Venga, que no tengo buen cuerpo... Estoy de
resaca.
—No lo
entiendes. No soy Pedro, al menos no el que crees que soy. Defiendo los
intereses de una antigua organización y conozco tus planes para liquidar a
Oscarín.
—¿Una
antigua organización? ¿Mafia? ¿'Ndrangheta? ¿Camorra?
—Más
antigua aún. Ya existía cuando en Babel se construyó el primer Zigurat.
Llevamos siguiéndote un tiempo.
Con una
mueca, las orejas de Pedro parecen agrandarse. Abre la boca y, cuando la
cierra, sus mejillas regordetas han sido sustituidas por unos pómulos salientes
y sus labios se han adelgazado en un rostro que ahora tiene la palidez gris de
la ceniza calcinada. Después frunce el ceño y sus ojos se achican hasta
convertirse en dos pequeños pozos de un color rubí profundo. Doy patadas a la
cama intentando espantar esa abominación, la cual esboza una sonrisa al darse
cuenta de mi horror. Tras la transformación, continúa
su relato con un tono imperativo.
—Te
encontramos mediante el grupo de terapia. Nos acercamos a ti conscientes de tu
potencial. Hace tres meses parecía que te retirabas del negocio. Pero nos
alegró comprobar que has continuado con tus rutinas. El otro día te vimos salir
de la biblioteca; tras ti iba Paquito. Disimuló muy bien. Pero después os vimos
sentados en el parque. Estabais tramando algo. Solo hay una persona cuya muerte
desee Paquito: Oscarín. Se hizo de oro mientras él se comía diez años a la
sombra.
—¿Y qué
interés tenéis vosotros en todo esto?
—No
matarás a Oscarín. Nos lo entregarás a nosotros. Nos debe algunos favores y
deseamos cobrárselos. Después, podrás liquidarlo junto con Paquito.
—¿Y cómo
sabéis que no os mataré a vosotros primero?
—¿Cómo me
encontrarías? ¿Cómo nos encontrarías? No soy nadie. Soy todos. Aunque soy
prescindible, el clan tomará su venganza si desaparezco. Ahora te dejaré ahí,
confiando en que seas capaz de desatarte tú mismo.
El que antes fue Pedro sale de la habitación.
Escucho primero el sonido de los pasadores abriéndose y luego el portazo.
Entonces hago fuerza con los pies para levantar mi torso y comienzo a roer mis
ligaduras, desesperado por salir de ahí.
Cuarenta
y ocho horas antes no tenía ningún objetivo. Ahora tengo tres. O quizá más.
Debo pensar un plan para hacer mi situación más soportable. Lo primero es
cambiar de aspecto, de hábitos y de vivienda para dar esquinazo a quienes me
siguen. Me da pena dejar mi cómodo apartamento, que tanto me costó encontrar.
Lástima que tenga que arder.
Monto en metro hasta Oporto; allí, salgo del
vagón en el último momento, subo a la superficie y ando unos metros hasta el
camino viejo de Leganés, donde aguardo al bus 118 en una parada desierta.
Después, en Pirámides tomo el tren hasta Atocha. Sé que, tras la misión que me
han encargado, esperarán que pase por Atocha. Por tanto, he de hacer lo menos
previsible: bajo del tren, subo al autobús 37 y me apeo en Pacífico, donde
monto en el 10. Es inusual que alguien coja el 37 en Atocha para cambiar al 10
en Pacífico, y aún más que luego baje en Puente de Vallecas y tome la línea 1
de metro, que pasa también por Atocha. Pero un jubilado de aspecto inocente ha
recorrido todo aquel camino conmigo. Así que, cuando las puertas del vagón
comienzan a cerrarse, salgo a la carrera subiendo las escaleras de dos en dos y
saltando el torniquete, sin esperar a que se abra. Me meto por la avenida del
monte Igueldo. Corro, esquivando los puestos callejeros de bolsos de imitación,
para subir al autobús 111, que acaba de llegar a la parada. A medio camino del
cercanías, me bajo. Entro en una peluquería desierta.
—Hola,
tengo una entrevista de trabajo y buscan alguien más... formal., así que quiero
parecer un poco mayor. ¿Podría teñirme... como si empezase a tener canas?
—Tendré
que decolorarle el pelo. Será un ratito.
—No
importa. Y luego me hace un corte... como de cuarentón, ¿sabe? Que les haga
pensar que soy alguien tradicional.
—Veré lo
que puedo hacer.
Visito
una tienda de ropa de trabajo y una ferretería. De la primera salgo vestido con
un mono azul; en la segunda adquiero guantes de protección, disolvente, brocha,
papel burbuja y una pequeña escalera telescópica de esas que caben en una moto. Continúo mi paseo hacia la estación de
Asamblea de Madrid, donde monto en el cercanías.
Salgo del
tren en Sierra de Guadalupe y camino por calles con nombres de cadenas
montañosas hasta encontrar la casa de Oscarín. Tres caminos se abren ante mí:
por un lado, acceder a las exigencias de los cambiacuerpos y secuestrarlo. Por
otro lado, matarlo, como me ha encargado Paquito. O puedo irme de la lengua,
contarle a Oscarín la historia y darle el teléfono de prepago para que
compruebe en persona cómo le llegan las llamadas perdidas de su socio cuando le
diga que participa en el golpe.
Pero no
sería elegante. Así que me calzo unos guantes de faena, saco el móvil de mi
bolsillo y limpio las huellas con disolvente. Después, tomo la escalera
telescópica, la apoyo en el muro, abro el tubo de respiración de la caldera de
Oscarín y meto dentro una bola de papel burbuja con el móvil en su interior,
dejando en manos de la justicia divina elegir cuál de los miembros de la banda
morirá intoxicado por el monóxido. Estoy volviendo a plegar la escalera cuando
percibo movimiento tras un visillo. Toco el cristal, que se entreabre sin que
se vea a la persona del interior, y lanzo por el resquicio un billete de
cincuenta euros.
—Usted no
ha visto nada. No he estado aquí.
Para que
el mensaje sea más efectivo, me toco el cuello como por casualidad. A
continuación, pliego parsimoniosamente la escalera y vuelvo hacia la estación
de tren. Un cercanías de dos pisos me lleva a Guadalajara; en los servicios de
la estación me quito el mono de faena. El largo camino hasta la estación de
autobuses me concede muchas oportunidades para encontrar un contenedor en que abandonar
la escalera.
Compro un
billete del coche de línea a Soria, donde pasaré un par de días lamiendo mis
heridas antes de partir hacia El Burgo de Osma como peregrino en ruta a
Santiago… Lo tengo todo bien calculado.
Estoy
dando sorbos a un amaretto en un café
junto al hostal soriano cuando se me acerca una chica pelirroja. Su camisa de
estampado de gatos y su cuello postizo me resultan ligeramente familiares.
Lanza sobre la barra un catálogo de autos y me mira con sus profundos ojos
azules mientras dice:
—De matar
también se sale, Christopher. Pero solo de esta manera.
Sobre la
barra deja una ampolla vacía. Huele a almendras, como la copa que acabo de
beberme.
©2019,2025 José Gabriel Moya Yangüela. Registrado en Safe Creative (registro 1906241270181).