No puedes recordarlo, Juan, porque entonces no habías nacido aún. Una enfermedad asolaba el mundo. El gobierno, tras meses de mensajes tranquilizadores, había descubierto que la plaga estaba aquí y no habría más remedio que encerrar a la población. Luego los jueces declararían ilegal el confinamiento por una cuestión de forma, pero en aquellos días se detuvo incluso a quienes habían convertido un alto monte en su eremitorio.
Es por eso que nos sentimos enormemente afortunados cuando pudimos salir a pasear guardando rigurosos turnos —según la edad de cada quién—. Yo podía salir a primera hora de la mañana, sin alejarme más de un kilómetro de casa (kilómetro que acababa algo más acá del arco de entrada del parque de San Isidro, aunque muchos amigos tuve que olvidaron la condición de la distancia). Alguno de esos días sustituí el paseo por un viaje a una lavandería automática que abría a hora temprana; creo que fue entonces cuando vi al lector en el kiosco de la calle de la Oca, en esa plazuela que hay junto a la boca del metro.
En aquel momento en que los ancianos de los pueblos no podían labrar sus pequeños huertos de subsistencia porque no constutuían actividad económica, seguían (en cambio) abiertos los kioscos de prensa, pues ni la radio ni la televisión ni internet habían acabado de sepultar aún la vieja idea de que los periodistas de verdad publicaban en papel.
Me preguntó si tú recordarás los viejos periódicos en papel, Juan. Eran unos grandes manojos de páginas, muchas veces sin grapar, que ofrecían las principales noticias del día una tras otra, sin tener en cuenta quién las estaba leyendo ni qué había comprado últimamente.
Había páginas ocupadas enteramente con grandes anuncios estáticos, mientras que los negocios más humildes compraban pequeños recuadros, privados también de animaciones e incluso de color. Ya habían desaparecido en gran parte de la prensa las esquelas con que se anunciaban funerales, las páginas de programación de unos canales que ya casi nadie veía, la cartelera de espectáculos donde se anunciaban cines, teatros, exposiciones a las que, total, nadie iba a acudir durante el confinamiento.
Se vendía prensa en papel por mantener vivo el oficio de periodista, a pesar de que en aquella época se creía que la enfermedad viajaba en gotitas de saliva que íbamos pegando a los objetos porosos y llevábamos luego a boca, nariz y ojos con el dedo. De hecho, en aquellos momentos las bibliotecas cerraban, y todavía pasarían meses antes de que ofrecieran préstamos previa cuarentena del libro. Quedaban todavía dos cursos escolares en que a los profesores se les pediría que por favor se abstuvieran de emplear recursos en papel, pero los kioscos nunca habían cerrado.
Pues bien, en aquel de la calle de la Oca, por la que arrastraba yo el carro con mi edredón recién lavado, hojeaba el periódico un parroquiano anciano que había salido de su casa un par de minutos antes de su turno. Allí contemplé horrorizado cómo acercó el dedo a la boca y lo humedeció con la lengua. Así impregnado de sus humores lo pegó a una esquina del papel y la volvió. Con el mismo procedimiento pasaron, una a una, las páginas del ejemplar antes de que lo doblase cuidadosamente para dejarlo en el mismo montón del que lo había sacado.
Aquel lector de pandemia que, bien informado por el principal diario del país, llevaba los fómites de su boca al papel, del papel a su boca mientras lo leía es, Juan, símbolo de la humanidad con que te cruzarás en tu vida.