Un asunto que ha salido varias veces a colación en el taller que he hecho los últimos días es la influencia de la lengua sobre el pensamiento. Y es un asunto complejo, porque (aunque negar dicha influencia sea tirar piedras sobre mi propio tejado) desde la antropología no hay una postura clara.
En cuanto a la lengua como sistema, la hipótesis Sapir-Whorf según la cual «la lengua de un hablante monolingüe determina completamente la forma en que éste conceptualiza, memoriza y clasifica la realidad que lo rodea» no se sostiene ante la evidencia empírica.
Y en cuanto a la producción lingüística, la antropología nos dice que tampoco los discursos (es decir, lo que se dice) son fiables para caracterizar una cultura, porque a menudo las prácticas (lo que se hace) contradicen a los discursos.
Pero, aun así, no se puede negar cierta interrelación entre sociedad, discursos y concepción del mundo. Es eso lo que explica el recurso constante al "hackeo" del lenguaje como palanca para llevar la opinión pública hacia uno u otro lado (lo que a menudo provoca, todo hay que decirlo, reacciones contrarias a la esperada). Este hackeo requiere o bien un amplio consenso social (por tanto, la sociedad no cambia su lenguaje para cambiarse a sí misma, sino que se cambia a sí misma y al hacerlo cambia su lenguaje), o bien el consenso de los medios que poseen el discurso dominante, como documentó Klemperer en su estudio sobre la lengua del Tercer Reich, y como alertó Orwell en 1984.
Puesto que en sociedades como la nuestra es difícil poseer la totalidad de las voces y ahogar la totalidad de las disidencias, numerosos grupos están ahora mismo negociando la verbalización de numerosos conceptos para normalizarlos, denigrarlos o ensalzarlos. Ello hace que seamos más conscientes que nunca de esa capacidad de «apalancamiento» de la lengua. Pero en esta negociación, todo hay que decirlo, entran también criterios sociolingüísticos, desvíos en la comprensión del significado primario y desvíos, finalmente, en la propia comprensión de la realidad.
Un ejemplo de los primeros es que a menudo la desaparición de una palabra no se debe a su significado denotativo primario, sino al grupo que se ha apropiado de ella como emblema; así probablemente se pueda explicar la desaparición de "obra" y "labor" como palabras-emblema que nos recuerdan otros tiempos.
Ejemplo de los segundos serían la etimología popular (en sentido amplio) que nos hace dar a ciertas palabras y morfemas significados que nunca tuvieron, a causa de su parecido con otras palabras o morfemas (quizá me crucifiquen los lingüistas si meto en la etimología popular la reinterpretación de los sustantivos en -e como masculinos), el calco semántico gracias al cual una palabra toma el significado que se le da en otro idioma (así, a menudo las disquisiciones en torno al uso de "género" o "sexo" no tienen en cuenta las consideraciones sociológicas sobre la construcción social de la identidad personal y la biología folk, sino simplemente el uso común de la palabra en inglés) o el contagio por su constante aparición junto a otras palabras cargadas de connotaciones positivas o negativas (así, los nazis cargaron de connotaciones positivas la palabra "fanatismo" empleándola constamentemente en mensajes positivos).
Al hacer de la lengua un emblema, estos grupos negociadores olvidan cotidianamente que no es la lengua, sino el simbolismo lo que influye sobre el pensamiento. El simbolismo, una capacidad que se suele asociar frecuentemente al pensamiento abstracto, no se limita al lenguaje (la capacidad humana de comunicarse mediante un sistema de signos verbales), sino que se extiende tanto a lo paralingüístico (los signos no verbales con que se acompañan las palabras) como al resto de sistemas semióticos no verbales.
No creo que sea necesario hacer referencia a la influencia de la iconología e iconografía sobre el pensamiento de una sociedad. Al fin y al cabo, de eso viven los publicistas. Pondré, por tanto, un ejemplo un poco más abstracto. Jack Goody, en La domesticación del pensamiento salvaje, muestra que la posesión de escritura (no la escritura verbal de la que se ocupa la lingüística, sino los textos maquetados de los que se ocuparían la paralingüística o la tipografía) es uno de los rasgos que permiten comprender aspectos específicos de la forma de pensar en los occidentales. Pensamos en el fluir temporal no porque nuestros verbos posean tiempo, sino porque tomamos registros del tiempo. Pensamos haciendo listas mentales porque la escritura nos ha enseñado a preparar menús y listas. Es decir, no solo lo que decimos influye sobre nosotros, sino también la mera posibilidad de convertir el mensaje lineal en una serie de dibujos situados en el espacio de una tablilla de arcilla, una pared, una piel de animal o una hoja de papel. Pensemos, del mismo modo, en cómo los códigos del lenguaje audiovisual han modificado nuestra manera de pensar el tiempo, limitando nuestra atención a clips de 20 segundos. Es otro ejemplo de elemento para-lingüístico, situado en los intersticios del código, que sin poseer en sí mismo significado alguno influye notablemente sobre nuestra cognición.
La lengua puede ser una palanca desde la cual alterar la percepción y las prácticas, es cierto; pero no es la única. Y a menudo, quienes ostensiblemente tiran de la palanca del lenguaje son los mismos que empujan en dirección contraria desde la imagen, la música o la acción.