viernes, 29 de julio de 2016
Recordando a Tempest
La magia hertziana me acunaba, la pasada madrugada, con una prosa hermética que no semejaba esculpida por las falanges de Dunsany ni por la pénola de Góngora caligrafiada, sino entonada con el acento aflautado de un lector de Pemán que hubiera satanizado todas sus adoraciones. Era Tempest, sin duda. A otro autor atribuían aquella desgarrada conjunción de epítetos, aquella mole de vocablos impropiamente cultistas que enmarañar pudiera poemas, oscurecer fábulas. Mientras las voces de aquella invocación llenaban la cavidad lóbrega en que mi cuerpo buscaba su reposo, en mi alma se formaba lentamente la imagen, rubicunda y fornida, de aquel efebo que arañaba lexicones para arrojar a las playas de su prosa perlas y medusas, corales y barro, en mixtura sabrosa y fetibunda. ¡Oh Tempest! Cuando a las orillas del Manzanares te aconsejaba simplicidad y contención, debí decirte que los certámenes aprecian la arquitectura gótica, los chapiteles de encaje, los barrocos badalquinos y en fin, toda la artillería pesada de la adjetivación huera que permite al artista permanecer en su ebúrneo palacio por más que sus letras parlen de los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.
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