El día que le iban a matar, Santiago Nasarre soñó con pájaros. Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. Frente al pelotón de fusilamiento, el coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado. El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
(Inicialmente pensé en imitar a Márquez como homenaje, pero no me decidía entre "Crónica de una muerte anunciada" y "Cien años de soledad". Al final, decidí hacer una "ensalada" de sus obras, añadiendo una tercera. El curioso lector podrá averiguar cuál con un poco de paciencia y la ayuda de Google).
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