En su libro Repensando el Multiculturalismo (Itsmo, 2005) Bhiku Parekh indica que un error común en muchas naciones es definir la identidad nacional refiriéndola a un único grupo, lo que causa problemas a la hora de integrar en el estado-nación a quienes pertenecen a otras etnias.
Esta identificación con un solo grupo puede ser explícita, describiendo la nación como la patria de cierto pueblo (por ejemplo, los casos del Estado de Israel o de las naciones Balcánicas) o implícita, asumiendo valores propios de uno de los pueblos que habitan en la nación (por ejemplo, al hablar de la India, Parekh indica que, aunque al elaborar la constitución se trató de evitar cualquier referencia a una etnia concreta, el lema de la india se extrajo de un pasaje literario hindú, y no de uno musulmán o sij).
La identificación de la nación con una única cultura genera cierta hostilidad en grupos de la población, que pueden crear su propio mito nacional a menudo basado en agravios históricos reales o imaginarios. Un mito nacional que, de nuevo, sería tan excluyente como el mito oficial.
La identidad nacional no se debe basar en valores, formas de pensar o sentimientos del grupo mayoritario, sino en una estructura política y otros puntos de acuerdo de toda, o casi toda, la población (no en tanto grupo sino en tanto individuos). Y en ese sentido resulta curioso cómo ciertos países son capaces de construir identidades capaces de englobar a distintos grupos. Los gestos de sabiduría política son útiles para mantener la cohesión del grupo en torno a valores que, en principio, parecerían difíciles de compartir. Así, Parekh menciona que el príncipe Carlos de Inglaterra reinterpretó la relación institucional del monarca con la religión en términos ecuménicos.
Parekh no da soluciones, sólo pistas y guías. Él mismo indica que es imposible llegar a respetar todas las reglas que formula. Sin embargo, me gustaría ser capaz de aplicar esas reglas a la formación de una identidad nacional en mi propio país. Abandonar los mitos regionales y autonómicos y crear una identidad de España en la que estén todos representados. Donde la variedad geográfica del país sea un valor en sí mismo, como querían, quizá cándidamente, los socialistas de los ochenta. Donde el uso la lengua nacional, el castellano, no suponga el desprecio de otras lenguas. Donde la geografía nacional no implique una apropiación de lo gallego, asturiano, cántabro, vasco, castellano, etcétera por el estado, sino un deseo de compartir con todo el país lo que nos une y nos diferencia.
Fuera de la geografía y de la lengua, hay muchas cosas que nos podrían unir. Por ejemplo, los valores constitucionales de la transición, que, sin embargo, han empezado últimamente a subastarse a la baja. Antes de dejar que se pierdan, o de que los pierdan por nosotros organismos supranacionales y corporaciones multinacionales interesadas en ello, podríamos tratar de recuperarlos.
Porque, si no, habremos conservado el estado español, pero habremos perdido España.
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