No sé por qué, pero siempre me pasa lo mismo. Me pongo enfermo en días en que no es conveniente faltar al trabajo. Por ejemplo, en época de exámenes. O, por ejemplo, el día antes de vacaciones, en el que todo el mundo examina con cien ojos los papeles del médico.
Esta mañana me desperté con la cabeza como un bombo. Inicialmente, lo achaqué a que sólo había dormido siete horas (seis, si tenemos en cuenta que llevaba una hora en duermevela cuando me levanté). Sí, había síntomas, como un aliento un poco más cálido de lo habitual, pero esos síntomas también siguen a las parrandas nocturnas y a la falta de sueño. Los pulmones me molestaban, pero llevan molestándome una semana. Además, hoy no podía faltar: tenía que hacer el examen a un grupo y a los alumnos que habían faltado el día del examen en otros. Así que me tomé una aspirina y un poco de vitamina C y salí a trabajar, fiando mi destino a la hora de atención a padres, en la que podría sacar un hueco para trasfundirme un café solo.
Mejor que no hubiera ido, porque para lo que hicieron en el examen, más valía haberlo arrojado a la trituradora de papeles (dos semanas diciendo "esto cae en el examen" y nadie copiándolo es lo que tienen). Había quedado para comer con un amiguete, y esperaba sacar fuerzas después para irme a casa de mis padres, visitar a mi médico de toda la vida (en mi casa no tengo el catálogo de la sociedad médica, y no se me ha ocurrido que podía consultarlo por internet) y dormir una buena siesta. Pero no he podido ir más allá de mi propia casa.
Al principio pensé que había sido el chupito de moscatel, o los tres tanques de cerveza que bebimos haciendo tiempo en el atiborrado local, o la indiscutible sensación de saciedad producida por un entrecot como dios manda. Intenté quedarme en la cama escribiendo en el portátil, pero no conseguí siquiera subir a flickr unas fotos que llevaba, desde hace días, en mi móvil. Dejé el ordenador sobre las cajoneras del ropero y eché una cabezadita. Eran las seis. Me desperté a las siete: miré la hora e, incapaz de moverme (estaba suspirando por el termómetro, guardado en el armarito del baño) me volví a dormir. Finalmente, conseguí levantarme casi a las ocho. Me puse el termómetro: 37.8°C. Busqué un libro y llené la bañera con agua muy caliente. Finalmente, decidí que era incapaz de leer mientras me bañaba. Me di unas friegas con alcohol para que el calor limpiara la mucosidad de mis pulmones y después me duché, terminando con agua fría para bajar la fiebre.
Después, me vestí y bajé a comprar paracetamol, previa consulta sobre la conveniencia de tomarlo 12 horas después de haber consumido ácido acetil salicílico.
Lo peor de la fiebre no son los delirios, la inapetencia, la sensación de vaciedad e incapacidad para hacer nada. Lo peor, para mí, es que te vuelve imbécil (incluso más de lo que ya eres). Así, esta mañana me descubrí decidiendo si era conveniente echar el cargador del móvil en mi abrigo (por si iba esta tarde a casa de mis padres, de donde partiré de vacaciones pasado mañana, si sigo vivo), pero estuve a punto de salir de casa sin llaves. Y esta tarde me he dado cuenta, mientras bajaba las escaleras hacia la farmacia, de que llevaba la camisa desabrochada debajo del jersey. Por no mencionar otras gilipolleces más habituales, como mi decisión de no poner un parte al imbécil de M, que ha estado tocándome las pelotas un buen rato, o la de hacer finalmente una repesca a 1ºA, grupo al que amenacé con no hacer repesca si se portaban mal lunes o martes (cosa que hicieron, ambos días).
Aun así, me enfrento al terrible dilema: trabajar mañana (día en que, además, entro tres cuartos de hora antes que el resto de la gente) o quedarme en casa y tener que someterme al espectáculo desagradable y torturante de la visita al médico.
Probablemente, iré mañana a trabajar. Ya os dije que la fiebre me vuelve gilipollas.
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