domingo, 21 de septiembre de 2025

Noches con María

(Escrito en un verano o semana santa, hace muchos años, probablemente antes de 2010. Transcrito desde el original, escrito en un papel continuo tamaño A3).

Arrastrada desde no se sabe dónde, María llegaba cada noche a mi habitación y se sentaba junto a mí para susurrar a mi oído secretas palabras que yo, a la mañana siguiente, podía recordar solo entremezcladas con sueños. Después, según se iba abriendo paso la vigilia, se iba desfigurando ante mis ojos su rostro, hasta tal punto que hoy solo recuerdo de ella el nombre.

Durante una temporada, traté de retenerla mediante el conocido método de anotar los sueños antes de que se desvanezcan; sin embargo, cuando llegaba al punto en que debía describirla, olvidaba los términos con que se describe a las gentes normales. De lo que he podido recuperar de aquellas notas, quedan solo palabras sin sentido y metáforas inexplicables. Sé que era alta como es alto el piar del rhyndon cuando contempla el segundo amanecer del día, pero menuda como los regalos que entregan a sus visitantes los vientos que habitan los planetas desiertos. Era rubia, rubia como el sonido del mercurio cuando cae, gota a gota, en las entrañas de la tierra; pero su cabello era oscuro como los días que les ha tocado vivir a los últimos elfos. Y, si atendemos a las notas, sus uñas de rubí se matizaban de un inesperado zafiro cuando tañía, laúd inesperado, un delfín que se ahogaba fuera del agua.

Ordenando aquellos sueños, sin embargo, he llegado a la conclusión de que, a pesar de su aparente incoherencia, trazan una descripción bastante aproximada de otro lugar, quizá no tan lejano, en que he vivido todas las noches de una vida. Y estoy seguro de que, si ha desaparecido de mis noches ese aliento que insuflaba sueños, es solamente porque aquella existencia también se ha marchado. Y aunque sería necedad organizar un funeral para mí mismo, no quisiera despedir al que fui sin relatar las andanzas que hubieran de valerle un panegírico. 

El cruce del portal

Este lugar tan oscuro, atravesado permanentemente por el ulular de los vientos, ha de ser sin duda aquella Arkonia de la que me hablarán en noches posteriores. Pues sería triste que en el universo existiera otro lugar en que tampoco se arrastraran siquiera los gusanos, ni los escorpiones osaran enterrarse en la arena. La noche de Arkonia debería ser clara, pues, a pesar de Eolo, las tormentas de arena son inusuales. Sin embargo, es difícil ver las estrellas. Alguien me ha dicho que, a varios kilómetros de altura, un manto impenetrable de nubes impide que llegue su resplandor. Entonces, ¿cómo es posible que no llueva? No recuerdo que nadie me respondiera a dicha pregunta.

La única luz que se ve, incluso a cientos de leguas —si es que es posible estimar las distancias cuando cuesta ver poco más allá de las propias narices— es el globo azulado del Portal. Se halla este sobre un promontorio rocoso que destaca sobre la planicie de arena; no es difícil llegar a él, azuzado por la necesidad, y estoy seguro de que, si algún otro ser viviente hubiera en todo aquel país, sería allí, sin duda, donde lo encontraría: pues es el único punto en que el aire, frío y seco, parece castigar un poco menos la garganta. Y solo al otro lado del Portal suele haber vida.

El portal, sin embargo, es peligroso. Muchos, dicen, lo atravesaron para caer, inmediatamente, en el centro del desierto de Arkonia, donde su deseada luz adquiere el brillo lejano de las estrellas. Estos tuvieron suerte. Pues hubo quien surgió en las profundidades de los océanos amoniacales de Uberia, y alimentó con su cadáver a un kraken solitario. Hubo quien salió a través de la cancela del Anfiteatro Imperial, desnudo y sin armas que le permitieran hacer frente a los tigrones. Quien apareció rodeado de sedas, los brazos enjoyados y el torque en el cuello, sentado en el trono en el momento en que se urdía un regicidio.

Pero la carne es débil y el hombre sucumbe al fin a la tentación y penetra en el portal. Debería ser sensato, alejarse de su luz, buscar el fin del desierto, esperar las horas suficientes —dicen que unas ochenta— para ver cómo un sol apagado filtra algunos rayos entre el manto de nubes. No hemos oído de nadie, sin embargo, que lo haya conseguido, y por eso corremos hacia la luz, como corre el pez abisal hacia las mandíbulas de su resplandeciente verdugo.

Por eso ahora me encamino hacia la luz. No sé cuánto tiempo llevo caminando, ni cómo llegué aquí. La canción de los vientos, que en otros momentos me parece triste, acompaña cada jadeo con su voz de ánimo: sigue, sigue. Apenas veo el suelo, pero estoy acostumbrado a guardar el equilibrio, y también a descubrir los caederos por las sombras que se alargan en su contorno. Alguna vez he estado a punto de torcerme un tobillo, es cierto: aun así, avanzo sin pausa hacia mi meta.

No sé qué es eso que se ha movido allá, a la izquierda. Debe de haber sido el viento. En todo caso, es improbable que se trate de un ser vivo. Son muchos los viajeros que caen aquí, pero nunca coinciden. Es la ley del lugar: frío, soledad, muerte. Pero mira, se sigue moviendo. Será mejor que me ande con cuidado.

El portal está cerca. Ya se perciben los matices de su esfera, el rielar de su brillo. Está allá, en lo alto del pico. Si no fuera por este suelo pedregoso, aceleraría el paso. Me gustaría saber por qué se clavan con tanta fuerza en mi pie, siendo lisas y redondas como guijarros. La gruesa suela de mis botas se resiente, y mis tobillos están hinchados por el esfuerzo constante en busca del equilibrio. Voy a parar un rato; necesito un momento de descanso.

Ese rumor... diría yo que he oído los pasos de alguien deteniéndose. Vuelvo a caminar y me detengo, y de nuevo el rumor cesa poco después de que yo pare.


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