No comprendo a la gente que escribe en estados disociados de la conciencia. Alguna vez lo probé, claro, en la adolescencia. A la mañana siguiente, costaba descifrar aquellas letras pergeñadas sobre la libreta. Es cierto que alguna vez lo he hecho por necesidad, como aquella vez que me presenté a un examen de historia del español, o quizá de fonética o morfología histórica, con fiebre. Pero, en general, el chorro de creatividad del cerebro libre de las trabas de la conciencia se ve obstaculizado, precisamente, por las limitaciones que el cuerpo pone a ese cerebro.
Estos días estoy pasando lo que parece ser mi primer covid (he tenido varias veces síntomas compatibles, incluso un doloroso falso cólico, pero esta es la primera vez que una prueba confirma el positivo) y llevo una semana con la creatividad desatada. Pero en cuanto enciendo el ordenador y miro la pantalla, mis ojos comienzan a escocer, por mi espalda corre un chorro de sudor y en mi nariz gotea el tapón mucoso.
Mis ojos son incapaces de funcionar en condiciones de fiebre o febrícula. La televisión me entretiene un par de horas a lo más, luego la apago, incapaz de resistir más tiempo el trabajo de las pupilas. Gracias a la tecnología he leído mucho, escuchando esos sintetizadores de voz que siguen siendo muy malos, pero cada vez menos malos. Y eso me ha dado ideas y más ideas, pero cada vez que he ido a escribirlas he pensado: «¡Qué pereza!».
Y, realmente, si he sido capaz de escribir lo anterior, es porque me he prometido a mí mismo que sería breve.
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