miércoles, 11 de agosto de 2021

Este miércoles, el cuento del martes: Perro malo.

La última vez que mi perro mató a un niño me enfadé mucho con él. Además de gritarle, le di un buen golpe y lo dejé sin comer para que aprendiera que aquello no se hacía. Pero no tengo claro que haya aprendido. Los niños del colegio, desde luego, lo miran raro. También me miran raro a mí, a pesar de que yo todavía no he matado ningún niño. Pero ya se sabe que los chiquillos tienen sus cosas: enseguida empiezan a murmurar de la gente.

Y luego está lo del gato. Es un gato grande, ¿sabe? No es que sea gordo. Simplemente es grande. No es el típico minino que se dedica a holgazanear en una cesta. Está todo el día entrando y saliendo. Alguna vez caza insectos, ratones, algún pájaro. No es que le falte comida, es que le gusta cazar. Conmigo es muy cariñoso, no me ha arañado nunca. Pero algunos profesores se quejan de que ande por los pasillos como Pedro por su casa. Yo intento que no entre, ¿sabe?, pero no se puede evitar. Ese animal se conoce todos los vericuetos; basta con que alguien deje una ventana abierta para que se cuele... Y eso que, como le he dicho, es grande. El caso es que las profesoras de infantil me han dicho que algunos niños le tienen miedo. No sé cómo pueden tenerle miedo. Ya se sabe que los gatos son muy suyos, pero tanto como para asustarse de un gato...

Pero en realidad, me preocupa el perro. Yo no sé qué podría hacerse para disminuir su agresividad. He probado de todo. Lo llevé a un entrenador, que me sacó un dineral. No, no le sabría decir a cuál, no recuerdo su nombre. Sí, creo que fue a ese. Al menos estaba por esa zona. ¿Cerró? Vaya, no lo sabía. ¿Un accidente, dice usted?

Como le iba diciendo, el entrenador no me funcionó. Por eso creo que un psicólogo canino podría ayudar. Mi cuñado, que tiene otro de la misma camada, me habló de usted. Sé que no es barato, pero sor Margarita me ha dicho que el colegio me ayudará con la factura. Sí, al parecer están preocupados.

Sí, el perro es agresivo. Tiene que serlo, es un perro de vigilancia, ¿sabe usted? Lo que pasa es que es difícil prever las travesuras de los niños. Cuando hace de las suyas yo siempre le riño, no crea que soy consentidor, pero también hay que comprenderlo. Ya le digo que le pegué y lo dejé sin comer, pero no iba a sacrificarlo, porque en realidad no era culpa suya. Es un ser irracional. ¿Cómo va a diferenciar entre un ladrón que entra a robar y un niño que decide hacer una travesura en medio de la noche? Además, que si usted lo hubiera conocido, le habría tenido más miedo a él que a Diablo. Andaba todo el día buscando problemas. Y además, me miraba mal. Sí, es cierto que los niños, en general, me miran mal. Pero él me miraba peor todavía.

Estoy seguro de que fue él quien se orinó en mi puerta. O si no fue él, alguno de sus amigos. Esos niños de primero son muy guarros, ¿sabe usted? No tienen respeto a nada. Cuando menos te lo esperas, llenan el pasillo de vómito o atascan el wáter. ¿Y a quién le toca limpiarlo? Que sí, que es más fácil que quitar los grafitis que dejan los de secundaria, pero es asqueroso. Y el perro, claro, seguro que lo conocía por el olor. Que no se puede ir por ahí marcando el territorio de otro perro. Bueno, él era un niño, no un perro, pero lo digo por los orines. Y claro, tenía que defenderse. Y además, de noche...

Pero sor Margarita, dale que dale. Que tengo que cambiar de perro. Pero es que Diablo es fuerte, es muy fiel y, quitando lo de los niños, no me ha dado ningún problema. Me parece mal deshacerme de él. ¿Qué voy a hacer, llevarlo a una perrera? Además, aún es joven: está en sus mejores años. Por eso quiero darle una oportunidad. ¿Podría hacerse usted cargo? ¿Cuánto tiempo cree que llevará?

—:O:—

Salgo del despacho muy contento. No lo he querido confesar, pero empezaba a estar muy preocupado por Diablo. Espero que el tratamiento dé resultado. Mientras el enfermero me acompaña a mi habitación, miro satisfecho la placa en la puerta: doctor Emilio Rodríguez, psiquiatra.

sábado, 7 de agosto de 2021

Margaret Atwood: Oryx y Crake

ATWOOD, Margaret: Oryx y Crake. Barcelona, Salamandra, 2021. 363 págs [ebook]
Precio:
(Leído en biblioteca)
ISBN:
978-84-1836-390-0
Descriptores:
Ciencia Ficción - Distopías - Bioética

No había leído nada de Margaret Atwood: ni siquiera El cuento de la criada. Por eso, cuando entré en ebiblio y encontré entre las novedades una de sus novelas, me lancé.

Antes de hablar del argumento, comentaré la situación que se encuentra el lector al principio de la novela. En un mundo que parece que se acaba, en la playa de un lugar de clima tropical, Hombre de Nieve trata de mantener su vida y su cordura. Hombre de Nieve nos dice que él es el último hombre de la Tierra, pero pronto irrumpen en la narración unos niños que corren desnudos por el litoral. ¿Qué quiere decir eso de que es el último hombre? ¿El último occidental blanco civilizado? Hasta que no avance la novela no comprenderemos el sentido de la afirmación de Hombre de Nieve. Y ese es uno de los principales puntos fuertes de esta obra: la dosificación de la información. Por eso advierto que el propio argumento de la novela (incluso el que aparece en la ficha de ebiblio y en la «solapa» de este libro electrónico) es ya un spoiler

Orix y Clarke es una novela distópica sobre un mundo postapocalíptico. O más bien sobre un apocalipsis tras el apocalipsis. Hombre de Nieve, encargado de cuidar a los «Hijos de Crake», va haciendo memoria de su vida y de sus desaparecidos amigos Oryx y Crake mientras se enfrenta a un día cualquiera de la terrible vida cotidiana.

Los personajes están muy bien trazados. La mentalidad masculina de Jimmy, toda la evolución de su infancia y adolescencia, resulta muy creíble. Me da vergüenza decirlo, pero pocos autores masculinos son tan hábiles retratando la personalidad femenina, y sin embargo hay muchas autoras que crean personajes masculinos complejos y reales. Pero hay que comentar que tanto Oryx como Crake son seres rotos que, en cierto modo, chocarán al lector.

Un tercer gran acierto de la novela (aparte de la dosificación de la información y la pintura de personajes) es que todas las piezas encajan como en un gran puzzle. Casi todos los elementos aparentemente triviales que aparecen en la novela cobran sentido cuando llegamos al final. Por ejemplo, el hecho de que al protagonista le vengan a la cabeza párrafos de manuales de supervivencia o libros de autoayuda, algo que al principio creemos que se debe a sus años escolares (en que hay una asignatura de Aptitudes Vitales que oscila entre lo uno y lo otro), pero que según vamos avanzando cobrará un nuevo sentido.

Fallos

En general, la novela es magnífica y se lee de un tirón. Pero aun así quisiera mencionar algunos pequeños fallos que he detectado. «Fallos» teniendo en cuenta que la autora es Príncipe de Asturias de las Letras y ha sido candidata al Nobel. Los anotaré del mismo modo que se afea en un delantero del Real Madrid lo que en un jugador aficionado sería un fallo sin importancia, o se indica en un pintor del renacimiento italiano un error de perspectiva que se pasaría por alto en un manga.

Hay momentos en que la novela cuenta, y cuenta, y cuenta y no muestra nada. Las descripciones de los juegos de ordenador, por ejemplo, se hacen larguísimas. Y, sin embargo, esos largos momentos están ahí porque sirven a un propósito. Lo que pasa es que quizá se deberían haber recortado un poco.

También resulta un poco chocante la referencia continua a DVD en una novela ambientada en el futuro. Aunque suponía la tecnología más novedosa en el momento de publicación (2003) y tiene la ventaja de no depender de la nube (algo que después, veremos, es importante), quizá la autora debería haber usado un término más neutro, como «reproductor de películas» o «aparato de cine»

Temas

Los temas tratados son muchos. Aparecen el cambio climático, los organismos modificados genéticamente, el ecologismo «verdadero» frente a un animalismo que aumenta los desastres ecológicos (hay que decir que la autora es presidenta honoraria de Birdlife). Y, como en otras novelas postapocalípticas, el enfrentamiento social, con los ricos y poderosos viviendo en colonias fortificadas y manteniendo un cuerpo de seguridad que no trata de evitar los delitos sino el statu quo.

A partir de aquí revelaré datos de la novela, así que codificaré todo esto en rot13. Podéis decodificarlo con el script que encontraréis en mi vieja página web, o con cualquier otro servicio de decodificación rot13, por ejemplo la utilidad Caesar incluida en los bsdgames de linux.

El ecologismo:

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La moral occidental y la moral oriental

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Lo mejor de este libro son las preguntas que plantea. ¿Seremos capaces de evitar el desastre ecológico, económico, social y moral de la sociedad, o nos derrumbaremos? La solución, claro está, se halla en nuestras manos

martes, 3 de agosto de 2021

Ernestina y el tigre

Este relato fue redactado originalmente para la antología "Amistad sin fronteras"; nunca me convenció del todo, pero aun así lo envié a la convocatoria. Ahora lo he descubierto en las profundidades de mi google drive.


Recuerdo todavía aquella madrugada, hace más de diez años, en que navegaba por un webcomic de animalitos y encontré un comentario que me llamó la atención. Lo firmaba una tal Ernestina, con la que poco a poco fui cruzando comentarios sobre las andanzas de una oveja azul que acompañaba las aventuras nocturnas de una niña pequeña. Poco a poco, fui visitando el blog ErnestinaTech y ella fue visitando el mío. Nunca pensé que llegase a tener tal grado de intimidad con alguien a quien solo conociese por internet (de hecho, había recibido algunas solicitudes de face to face de otros usuarios del blog de las que salí huyendo). Pero ella vivía en Estados Unidos, con lo que una solicitud de face to faceera poco probable. Además era tan sincera con sus miserias de madre soltera, explicaba con tal claridad los efectos psicotrópicos de su medicación, que su situación invitaba a responder con la misma sinceridad que ella usaba. 

A mí siempre me ha asustado decir ciertas cosas a través de la red y, de hecho, uno de los grandes efectos negativos de esta pandemia ha sido que me ha obligado a revelar mi teléfono a los alumnos para que sus móviles no bloqueasen mis llamadas anónimas, así como mi dirección de correo electrónico, dado que el sistema institucional de mi trabajo no permite almacenar conversaciones que luego mi inspector va a pedir. Es algo que muchos han aprendido recientemente. Por aquella época, en cambio, era muy habitual que la gente revelara datos alegremente, incluso trabajadores con destrezas técnicas (Ernestina era operaria de mantenimiento electrónico, pero hacía sus pinitos en programación). A esto se une que los americanos nunca se han tomado la privacidad demasiado en serio. Así que sucedió lo inevitable. Su jefe encontró el blog, leyó sobre los numerosos problemas de salud que padecía y ella, temiendo perder el empleo, acabó desapareciendo de la red.

Una lástima, porque había empezado a enamorarme de ella. Así, poco a poco, y de manera platónica, pero sin demasiadas esperanzas. Con el blog cerrado y la cuenta de google bloqueada, dejé de pensar en ella. Además, los blog personales fueron pasando de moda, conquistado su territorio por periodistas freelance que hacían cuadernos de bitácora especializados en que el márketing iba apoderándose del espacio antes dedicado a confidencias íntimas e impresiones personales. Cerré el blog, abrí un perfil en facebook y descubrí que el resto de mis amigos no tenía pudor en ventilar sus angustias y miserias vitales en la red si podía hacerlo en menos de 15 palabras.

En el nuevo medio retomé el contacto con compañeros de universidad e instituto cuyas direcciones y teléfonos habían ido cambiando a lo largo de los años, chismorreé sobre la agenda de festejos de mi pueblo, puse a caldo a políticos de todos los colores, con razón o sin ella y, en fin, me dejé arrastrar por esa vorágine que lo hizo uno de los vertederos más populares hasta que Instagram lo reemplazó. Varios flirteos en esa red, sin embargo, no me llevaron, como a otros amigos, a pasar a tinder. El cara a cara seguía angustiándome.

Y en esto llegó la pandemia. La primera semana estuve totalmente angustiado y el trabajo no me dejó tiempo para nada. Después pude ir arañando horas para conectarme a la videoconferencia semanal de mis compañeros de colegio (la memoria es engañosa: resulta curioso cómo puedes acabar echando unas risas con el chaval que te asustaba cuando tenías doce años; claro que ayuda ver que los años lo han tratado peor que a ti). También los amigos del pueblo tenían su chat en zoom. Estaba también el jitsi con los compañeros de trabajo. Al final, me fui apuntando a toda clase de reuniones a distancia con gente cuyos nombres ya no recordaba, incluidos algunos viejos usuarios de mi blog que no habían vuelto a pasarse por allí en las raras ocasiones en que lo había actualizado.

Entre tantos correos, solicitudes de mensajes de hangouts, skypes y demás, me llamó la atención un mensaje de Ernestina Ortiz. Ortiz. ¿De qué me sonaba aquel apellido? busqué entre mis amigos de facebook. Solo aparecía José Ortiz, un compañero de colegio con el que solo me había relacionado en el último curso. Entonces miré en mis comentarios del blog, pero recordé que el 90% habían desaparecido con el cierre, una década atrás, de haloscan. ¿De dónde había salido esa Ernestina? ¿Sería un mensaje con gancho para cometer fraudes? ¿Estaría destinado a uno de esos otros Juanma Serrano de Guatemala, Perú, Venezuela, para los que semanalmente me llegaban tareas escolares, facturas telefónicas, solicitudes de recobro y órdenes del comandante en jefe de la guardia Bolivariana? Por si acaso, busqué en mis contactos de gmail. Y vi Ernestina Ortiz era el nombre con que aparecía ErnestinaTech, la obsoleta dirección de gmail que todavía recordaba.

Acepté su solicitud, claro está. Pero me puse nervioso. Nunca nos habíamos visto. Yo sabía que ella era mestiza, con sangre puertorriqueña y afroamericana, lo que le había generado en su infancia problemas con ambas comunidades. Pero. realmente, ese detalle sobre el color de su piel no me daba mucha información sobre su apariencia. También calculaba que tendría mi edad, años arriba, año abajo. ¿Qué más podía recordar de ella? ¿Habría superado sus problemas de salud mental?

Respecto a mí, tenía que ver cómo la preparaba para verme. Me pondría, claro está, mi mejor ropa, la que había dejado en el fondo del armario para protegerla de la contaminación. También trataría de afeitarme, dentro de lo posible. Ella poco sabía de mi físico. En el blog solo había dejado caer una o dos imágenes, siempre la cara tapada parcialmente por algún objeto.  Había comentado alguna vez los problemas que me causaba mi elevada altura. También mis dificultades con los colores, lo que podría haberle dado alguna pista. La cita quedó fijada para el sábado 26 de marzo a las doce de la noche, hora española, que venía a equivaler a las cuatro de la tarde, hora de Los Ángeles.

El día de la cita empezó mal. El viernes anterior había tenido un zoom con los amigos del pueblo con motivo de las fiestas de San Marcos; para quitarme la resaca, acepté unirme a un aperitivo con los compañeros de colegio que acabó convirtiéndose en un vermut torero. Finalmente, colgué a las siete de la tarde, con unas cuantas cervezas en el cuerpo. Afortunadamente, había decidido no tener en casa nada más fuerte.    

Puse una alarma en el reloj y me metí en la cama. La alarma sonó a las once, me metí en la ducha, me cambié… ya no tenía tiempo para un afeitado. Por suerte, había luna nueva.

Al entrar en el salón que el ordenador estaba rodeado por restos del aperitivo: latas de cerveza, botellas de limón… En el sofá, los almohadones estaban aplastados, arrugados, llenos de migas. Un desastre. Debería haberlo limpiado antes de cambiarme. Pero eso no fue lo peor. Para retirar las latas, cogí varias a la vez, y una de ellas derramó parte de su contenido sobre el ordenador. Tendría que usar el móvil para comunicarme.

No era tan preocupante. Pero me molestaba no poder tener abierto el traductor del móvil por si no entendía alguna de las palabras de mi amiga. Conseguí limpiar la zona en tiempo récord. Y entonces descubrí que la app del móvil necesitaba una actualización. Aun así tuve todo preparado a las doce en punto de la noche: el móvil apoyado sobre su tapa de manera que se viera toda mi cara, la luz principal del salón apagada, para que la luz lateral y una lámpara de lectura iluminasen tenuemente mis rasgos, disimulando lo peor de ellos, la camisa libre de arrugas… En el último momento me arreglé el pelo con la palma de la mano.

No creo que fuese más de un minuto, pero el tiempo que Ernestina tardó en aparecer en la pantalla se me hizo eterno. Caray, qué guapa era. Tenía un rostro redondo con dos grandes ojos negros. Me esperaba su pelo negro y rizado, su nariz chata, aquellos labios carnosos; pero no había contado con el punteado de escarificaciones tribales en su frente y sus mejillas, que se enroscaban en sus pómulos. Le daban un aspecto muy atractivo, muy interesante. Vi en sus ojos que ella también me examinaba con atención.

Chapurreé un saludo en mi mal inglés. Ella intentó saludarme en español. Quería tratar de preguntarle cómo me había encontrado, cómo se le había ocurrido volver a pensar en mí. Pero solo salió de mis labios una frase muy tonta.

—Ha pasado mucho tiempo —intenté decirle.

—Diez años —conseguí interpretar.

—Tenías una… hija, ¿no? Ya se habrá ido de casa…

—Está en la universidad. Consiguió una beca.

—Enhorabuena.

—Tú... 

—Sigo soltero. Ya me ves.

—¿Qué quieres decir?

¿Sería posible que no lo viera? Mi poblado vello facial, la forma en que mi rostro se proyectaba hacia adelante, los orificios nasales en posición casi vertical con las aletas de la nariz enroscadas hacia adentro…

 —Bueno, resulta claro que soy…

—¿Un poco raro? Todos somos un poco raros, ¿no crees? Tienes que aceptar lo que eres.

—Si tú lo dices… Y tú, ¿te volviste a casar?

—No, pero he tenido pretendientes. Pero tampoco me atreví a… ya sabes, a que me vieran en mitad de una crisis.

Sabía de qué hablaba. Aquella enfermedad contra la que se medicaba con pastillas que la mantenían en un estado de felicidad artificial.

—¿Sigues teniendo que… medicarte? Esperaba que te hubieses recuperado.

—Ya no me medico. Pero una nunca se recupera del todo.

Me enseñó el dorso de la muñeca, rodeada por una cinta naranja. Agradecí que no me la hubiera mostrado por el lado de la palma, donde las cicatrices habrían sido evidentes.

—Te digo lo mismo. Tienes que aceptar lo que eres.

Nos pusimos al día. Le conté que seguía haciendo, más o menos, lo mismo que cuando me conoció, solo que había ido abandonando mi afición por la informática. En cambio, ella había dejado su trabajo y se había establecido por su cuenta. La pandemia la había obligado a cerrar, pero tenía ahorros para mantenerse un tiempo.

—Siempre que mantenga la salud, claro. Pertenezco a un grupo de riesgo. El corazón.

Recordé la historia. La había contado alguna vez en el blog. Cuatro años de servicio en la marina de guerra para pagar los estudios de técnico en electrónica, y solo después de haber cumplido su plazo salió a la luz una dolencia cardiaca que no había aparecido en ninguno de los numerosos tests médicos a los que la sometieron durante el alistamiento. Cosas que ocurren también acá, estoy seguro, pero no son tan graves porque no dependemos de un seguro para poder operarlas sin arruinarnos.

—Creo que yo también pertenezco a un grupo de riesgo… pero no está catalogado.

Ella me miró con curiosidad y rió.

—Ahora lo entiendo. Creí que te habías dejado mechas. No es que seas un poco raro. Eres un anyoto-aniota. Mi abuelo me habló de ellos.

—Bueno, no soy exactamente eso. Los anyoto-aniota eran hombres disfrazados de leopardo. Yo me parezco más a lo que los argentinos llaman muturunco. Solo que yo no pedí ser así

—Me pica la curiosidad. ¿Conoces a más como tú?

—No, a nadie. Tampoco en mi familia. Aunque dicen que un antepasado lejano también tenía el pelo de dos colores, y mucho vello facial. 

—Vaya. Me parece fascinante. ¿Te molestaría que te preguntase…?

—¿Si mi mordedura es contagiosa? Claro que no: por eso estoy solo. ¿Si me hace daño la plata? Exactamente tanto como el acero. Nada de regeneración, ni fuerza prodigiosa… Esto tiene más inconvenientes que ventajas.

—Le preguntaré a mi tía Martha. No se lo suelo comentar a la gente, pero ella… sabe cosas. Fue quien sugirió que me hiciera las escarificaciones.

—Ya me fijé. Me encantan.

—No son de adorno. Desde que las tengo noto que… mis demonios están más controlados. Ahora, cuando siento ganas de herirme, voy a que me añada una nueva línea.

Entonces me fijé. No solo tenía escarificaciones en su rostro. Su camiseta dejaba ver unas marcas que descendían desde sus hombros.

—No dan mucho resultado, ¿no? Porque has hecho muchas líneas.

—Bueno, las últimas son de cuatro años atrás. Fue entonces cuando terminé de marcar el dibujo.

—Y, a pesar de eso, sigues teniendo miedo de otra crisis…

—Sí, al menos hasta que aprenda a separar mi mente, como hace mi tía. ¿Sabes? Los demonios… cuando los coses a tu cuerpo, te dan fuerzas.

—Tendría que probarlo.

—Te enseñaré.

— ○ —

Parece mentira que hayan pasado ya tantos meses. Ninguno de los dos tiene ganas de dar el paso. Ella no piensa dejar Los Ángeles; yo vivo muy bien en Madrid. Pero sé que en las noches de plenilunio, cuando la ansiedad crece y mi verdadero ser se revela con fuerza, hay una voz amiga al otro lado de la pantalla que no tiene miedo a mis rugidos ni a mis garras de tigre.





Fecha de redacción: 24 mayo 2020. Ernestina y el tigre - © - Ernestina y el tigre