Redacté la presente historia para la convocatoria "Viajeros en el tiempo accidentales" de El Kraken Liberado, fallada hoy. Puesto que no salió elegida, la publico en el blog...
Lo primero que noté fue el olor. Un olor rancio a tabaco que impregnaba aquel local donde unos minutos atrás las varitas de incienso trataban de disimular las humedades. Después, lo vi y me quedé en shock.
—¿Qué pasa, tronca?, ¿de dónde sales? —La boca, sin mascarilla y con una colilla en los labios, pertenecía a un tío que parecía escapado de una película de Kusturica. Jeans prietos, camiseta sucia y cazadora denim con hombreras y chapas por todas partes. Llevaba un imperdible en la oreja.
—Oiga, su compañera, la vendedora…
—Qué vendedora ni qué vendedora… Aquí el único dependiente soy yo.
Cajones de cómics viejos, arrugados, desordenados poblaban los mostradores de donde hacía unos minutos había tomado la chaqueta y la camiseta que me acababa de probar.
—Oye, tronca, ¿qué hacías en el almacén? ¿No te estarías tirando al Pecas?
—En serio, tío, tu disfraz está cool. Pero ni lo sueñes.
—Vaya con la pijita. Oye, mola tu chupa. ¿Es cuero de verdad?
—Tú sabrás. La estaba comprando aquí.
—¿Esto te parece una boutique? Aquí solo vendemos tebeos. La librería es de mi viejo, pero los sábados le echo una mano, pa’ que no me llame parásito.
—No entiendo… ¿Es que el probador tiene una puerta falsa? ¿Te metes dentro para espiar a las chicas?
—Hombre, cuando el Pecas se pule una chorba, alguna miradita echo, no te lo voy a negar. Pero es que lo hace con la puerta abierta, y la carne es débil.
—¡Qué cerdo!
Siguió un largo silencio. Quizá aquel tío estaba pensando si lo de cerdo iba por él (que sí) o por su amigo (que también). Para evitar su desagradable mirada, me puse a revisar las torres de cómics y libros ilustrados que salpicaban el lugar..
—Bueno, tronca, pero… ¿me compras algún tebeo o qué?
—El manga, ¿dónde...?
—¿Que si manga quién?
—Tío, para llevar una tienda de cómics no tienes ni puta idea. Manga son tebeos japoneses.
—Oye, de comix nada. Aquí, tebeos. Material nacional. Nada de musculitos americanos. Pero puede haber algo ahí, entre los cuentos. Estará Heidi. Hay varios números. El que más me gusta es donde sale Clara por primera vez.
—No, hombre, no. Tebeos japoneses para adultos.
—Ah, vale. Creo que he visto algo en un Víbora. Estarán allá, en la misma caja que los Totem.
—¡Oh my god! ¡Si tienes aquí la colección de Esther y su mundo casi completa! ¿Tú sabes lo que vale esto?
—Cinco duros el número. De saldo. Ya no los quieren ni las niñas de diez años.
—¡Sí que eres vintage! ¡Sigues hablando en duros!
—Veinticinco pesetas, si prefieres.
—En serio, tío, eres un crack.
—Oye, sin faltar.
—Me llevo todas las Esther. Y la chaqueta, ya que dices que no es de la tienda. Cóbrate.
Tomó la tarjeta y la movió frente a sus ojos.
—Nunca había visto una de estas. Cómo mola la pegatina plateada. Y vale hasta el dos mil veinticinco. Joder. Para entonces tendré… Seré un viejo. Pero lo siento, no aceptamos plástico. Y si vas a pagar con un morado, tengo que ver si hay cambio.
—Está bien. No suelo llevar efectivo, pero hoy es tu día de suerte. ¿Llegará con veinte euros?
—¿Qué hostias es esto? ¿Dinero del Monopoly? ¿Te has creído que soy tonto?
—Pero, en serio, ¿no has visto nunca un euro? ¿Talking to me?
—Aquí se paga en pesetas. En pelas. Si no hay pelas, lo siento, Esther se queda aquí.
—¿Me estás diciendo que en tu tienda sólo se paga en pesetas? Joder, si dentro de unos meses ya no las va a aceptar ni el Banco de España.
—Ah, ya lo pillo. Me estás intentando hacer el tocomocho. O la estampita. Por eso te hacías la tonta y hablabas raro. Hala, piba, ábrete, que soy un tío legal y no voy a llamar a los maderos.
Salí de la tienda a la calle. Pero no era la calle Luna que yo conocía. Estaba sucia, llena de escaparates grises. La plaza también estaba distinta. Lo primero que noté fue la ausencia de terrazas (¡maldita pandemia!). ¿Aquellos jardincillos mustios con escalinatas y gente tirada en ellas estaban antes? Y ahí, en lugar del gimnasio más cool de Madrid… ¿qué era aquello? ¿Unos cines cutres? Cutres no, lo siguiente. ¡La programación consistía en “Dos superpolicías en Miami” y “Silverado”!
Primero pensé que aquello era una broma de cámara oculta.
Después observé a la gente sin mascarilla, las losetas de hormigón prensado, las ajadas prostitutas rondando la salida del cine… Y consideré que quizá no fuera mala idea volver a la librería de viejo y hablar con el dependiente.
—Oye, perdona…
—¡Pasa contigo, tía! Te he dicho que te abras. ¡Ahí está la puerta!
—Perdón. Creo que hemos empezado con mal pie. Me llamo Jennifer. Jennifer Alcázar.
—Menda es el Rober. Roberto Bautista, a su servicio.
—Mira, Rober. Creo que… ¿En qué día estamos?
—Once de enero. Sábado. San Higinio, papa.—dijo, acercando el taco Myrga a sus ojos para leerlo—. ¿Algo más?
—No me he expresado bien. Once de enero… ¿de qué año?
—¿Cómo que de qué año? Del ochenta y cinco. Perdona, del ochenta y seis, que acabamos de cambiar de año.
—¿Mil novecientos ochenta y seis?
—Claro. Llevamos ya seis años en los ochenta, tía. ¿Es que te crees Marty McFly?
—¿Quién?
—Marty McFly, tía. ¡Joder! Regreso al futuro. Vi la peli estas navidades. Un flipe. Tienes que verla. Es tope guay. Mola cantidubi. Joder, lo que me gustaría a mí meterme en el DeLorean y trasladarme... No sé, a dos mil veinte. ¿Seguirá Tierno de alcalde en dos mil veinte?
¿Tope guay? ¿Mola cantidubi? What the fuck, estaba en los putos ochenta.
—Te aseguro que no te iba a gustar nada.
—¡Joder! Igualito que lo que dice Doc en la última escena.
—Que no, tío. Que tienes que creerme. Que hace un cuarto de hora estaba en dos mil veintiuno.
—Dime qué te has fumado y quién te lo vende, que quiero lo mismo.
Volví a sacar la tarjeta de crédito.
—Tío, ¿tú crees que estas tarjetas las hacen con cuarenta años de validez? Caducan a los cinco años. Cinco. Y mira, este es mi carnet de identidad.
—¡Ostia! Naciste en el dos mil. ¡Si podrías ser mi hija! Y de verdad te llamas Jennifer —lo pronunció con jota—. Vaya putada de nombre.
—No creo que nunca tengas hijos, pedazo orco.
—No sé qué me has querido llamar pero suena mal. Un poquito de respeto a J.R.R. Tolkien. ¿Viste la peli de Bakshi? Qué buena.
—Me da igual Bakshi. Yo… Bueno, lo siento, pero…
—Veo que no aprecias los buenos dibujos americanos. Sólo ja-po-nés. Claro, como vienes del futuro… Si tenía razón el tío ese de Gremlins. Acabarán con nuestra cultura.
—Oye, el caso es que, bueno, adoro los ochenta. Me encantan los ochenta. Mira, la ropa que llevo es de los ochenta. —Rober arqueó una ceja—. Pero es una putada ir por ahí con un dinero que no vale. No puedo ir a ninguna parte.
—Y propones…
—Bueno, puedo tratar de vender algo del bolso. Igual tú sabes dónde se puede vender.
—Esto no es el rastro.
—Ya pero… Sabes, igual alguien compraría… No sé, el reloj.
—¿Es un Casio con calculadora?
—No, es un smartwatch. Espérate. Dice las pulsaciones, tiene agenda… Pero tengo que venderlo rápido, porque dentro de tres horas se le habrá acabado la batería.
—Joder, pues llévalo a una relojería a que le cambien la pila.
—La batería. Se recarga. Pero no tengo cargador.
—No sé. Conozco un relojero al que se lo podríamos colocar. Pero si voy de ful con él, adiós. Mejor véndelo en la calle. Pero en esta zona no. Hay mucho drogata.
—También puedo vender el móvil.
—¿Haces móviles para los niños? ¡Qué bonito! ¿Me los enseñas? Podemos colgar uno en la tienda. Seguro que se vende.
—Me refiero al teléfono. Mira.
—Esto no es un teléfono, tía. Si no tiene números.
Toqué ligeramente la parte posterior del móvil y la pantalla se iluminó. Los ojos de Rober siguieron fijamente mis dedos deslizándose por la pantalla y abriendo la aplicación de teléfono. Pero fue todavía mejor cuando le enseñé la cámara de fotos.
—La leche, tía. Esto hay que llevárselo a alguien del gobierno. O a una empresa de ordenadores. No conozco ninguna, pero tengo un colega que está muy metido. Déjame que le llame.
Después de una rápida llamada, Rober y su amigo quedaron para el día siguiente. Pregunté si no podía ser para esa misma noche, pero quedó claro que para la noche había un plan distinto: “Salir a matar.” Por lo demás, no debía preocuparme por dónde dormir. Haría noche en la papelería.
A las nueve, Rober se despidió, cerró la puerta del local y se encaminó a casa prometiendo volver para hacerme de guía en la noche madrileña. Entusiasmada por la oportunidad de pisar los locales míticos de la movida, saqué del bolso el colorete, la sombra de ojos y el gloss y me dejé presentable. Mi cicerone no tardó en llegar.
—¿Dónde vamos? ¿A La Vía Láctea? ¿Al Penta?
—¿Estás tonta? Ahí nos clavan. Pero te voy a invitar a unas birras en un bar tope guay donde nos juntamos los colegas.
= ☆ =
En los ochenta se empleaba la palabra garito para designar los locales de copas. Pero al lugar donde fuimos le hubiese cuadrado mejor el término antro. Yo había aprendido a admirar la sencilla belleza de esas barras de bar de aluminio llenas de encurtidos que poblaban Malasaña, y las había asociado con la añeja sociedad de los 80. No esperaba ni el gotelé chorreando grasa ni aquellos mostradores en cuya superficie de madera pintada al acrílico las cervezas habían estampado sus cercos.
—¿Venís aquí a menudo?
—Todos los fines de semana. La cerveza más barata de la ciudad. Y tienen futbolín.
Rober me contó que sus amigos eran gente legal. Amando, el primero que llegó, había dejado el instituto a los dieciséis para enrolarse en el ejército. Había hecho unos años de conservatorio, pero no se veía en una orquesta. Quizá en una banda militar hubiera hueco para él. Diego había soñado toda su vida ser astrofísico y acababa de entrar en primero de la facultad de Físicas. Ahora, recién comenzada la temporada de exámenes, no sabía si abandonar. Bebía lentamente de su tercio mientras echaba miradas al infinito. El último que llegó era Carlos. Con una vocecilla que apenas llegué a oír, se disculpó por el retraso. Tenía una melenita castaña y ojos azules que huían cada vez que Diego le miraba.
—¿Por qué no me cuentas algo de tí? —pregunté a Rober.
—No hay nada que contar. He repetido COU y no sé si conseguiré aprobar el año y meterme en la universidad. No me apetece nada irme a hacer la mili, pero mi padre dice que en su casa no se objeta. Que no somos testigos de Jehová. Y si no entro en la uni… adiós, prórroga.
—Joder, la mili. Ni mi padre hizo la mili.
—¿Qué dices? —se indignó Amando.
—No os lo había avisado. Esta tía no es una rarita cualquiera. Si va disfrazada de Madonna es porque es Jennifer McFly, viajera espaciotemporal.
—No se puede viajar en el tiempo —replicó Diego—. Necesitarías viajar a mayor velocidad que la luz.
—Además —susurró Carlos— el viaje te destruiría.
—Y entonces, ¿cómo explicáis esto? —dije, sacando el móvil de mi bolso.
—¡Hala, qué reloj más chulo! —dijo Amando—. Pero el mío es más plano.
Entonces me di cuenta de que estaba bloqueado.
—Tocad cada uno en este punto —dije, mostrándoles el sensor de huellas dactilares.
Todos probaron infructuosamente.
—Ahora, observad lo que ocurre cuando lo toca mi dedo.
Sequé en mi manga la mano derecha, húmeda por el botellín frío, y acerqué delicadamente la yema de mi dedo al sensor de huellas dactilares. La pantalla del teléfono se iluminó, mostrando una foto de mi novio.
—¡Sorprendente! ¡Un reloj con una foto oculta!
—No es un reloj. Es un teléfono.
—¿Portátil? Pensaba que eran más grandes. El general tiene uno en el coche, pero es muy grande, más que un autorradio.
—¿Podemos llamar a Información y gastamos una broma? —dijo Carlos.
—No tengo cobertura. Esta tecnología es del siglo XXI. Aquí no funcionan las llamadas. Pero puedo usar muchas otras funciones… creo.
—¿Cómo que “creo”?
Les expliqué el concepto de nube. En el siglo XXI, todo estaba en la red. Podías almacenar juegos, películas, música en tu dispositivo, pero al perder la conexión se bloqueaban paulatinamente. Les asombraron la cámara y la posibilidad de ver películas, pero lo que más les gustó fue el único juego que seguía funcionando en mi smartphone: el dinosaurio del navegador.
—Oye, si vendieras esto te forrarías.
—Ya lo he pensado. Pero… ¿cuánto me duraría el dinero? Y en ese móvil están todos mis recuerdos del siglo XXI. Mi novio, mis padres, mis amigas, mi música…
En el local sonaba alguien recordando un carro perdido, algo que no cuadraba con mi cultura ochentera. Afortunadamente, mi app de streaming tenía descargada la lista “Ochentas a tope”. Pedí al dueño que bajara la música un momento. Solo Amando tenía la cultura musical suficiente para reconocer a los Smiths, pero no le sonaba la canción “There Is a Light That Never Goes Out”.
—¡Quizá la estamos oyendo antes de que la compongan! Podrías hacerte de oro vendiéndosela a la radio.
—No creas. ¿Cómo demostrar que no es un fake? Nos meteríamos en un lío.
—Oye, ¿y algo de tu época, en español?
Con una sonrisa pícara busqué entre las listas de reproducción. Sin un altavoz adecuado era difícil entender la voz tras la percusión, pero los fragmentos de letra que pasaron esa barrera cambiaron el color de la cara del dueño, así como las de algunos clientes. Como dijo Marty McFly, no estaban preparados para aquella música, pero les encantaría a sus hijos.
—Joder, tía, ¿toda la gente de tu época es tan guarra? —dijo Carlos.
—No sé. Llévame a casa y lo compruebas tú mismo.
—Anda que… ¡por dónde sales!
= ☆ =
Me despertó la sensación de algo clavado en la espalda que no era solo la cuchillada del frío; el escozor de una peluda mofeta anidando sobre mi rostro. Abrí los ojos y contemplé la manta mugrienta, las pilas de libros, el suelo lleno de pelusas. No era un sueño. Todavía seguía allí.
Busqué el móvil. Había conservado la sobriedad necesaria para acordarme de cargarlo. El reloj estaba muerto. En cuanto a mí… necesitaría una ducha.
El retrete de la librería era un agujero en el suelo enmarcado en loza. A juzgar por lo sucio que estaba, me pareció preferible acuclillarme ahí que hacer equilibrios para no rozar una taza pringosa. En una esquina del diminuto lavabo reposaba un pequeño fragmento de jabón. Entre mis manos sentí su peso liviano como una promesa de suciedad que me acompañaría todo el día.
Rober golpeó la persiana metálica antes de entrar y preguntó, cual caballero chapado a la antigua, si estaba presentable. Después, entró con un señor que recordaba vagamente a Santa Claus.
—Te presento a Ernesto. Es profesor en la facultad de Exactas, pero se dedica a la computación. Le quería enseñar tu aparato. Pero si, como dijiste ayer, prefieres quedártelo…
—Mi intención es quedármelo. Pero si cree que puede examinarlo sin romperlo, se lo puedo dejar un par de días… O le puedo vender el reloj, aunque ya no funciona. Se quedó sin batería.
Según le iba enseñando las funcionalidades del móvil, Ernesto dejaba escapar los “¡Bárbaro!” y los “¡Increíble!”. Me dijo que podría sacar un buen dinero quien consiguiera patentar los conceptos en que aquel aparato se basaba, siempre que alguien los llevase a la práctica antes de 1996.
—Pues no sé yo… No estoy muy puesta en historia de la técnica.
—Mirá: pantallas que respondan a un dedo ya las hay, pero ¡tan chicas! ¡y que puedas manejarlas con varios dedos a la vez! Eso no lo vi nunca. ¿Y dices que esto hace fotos y también llamadas? ¡Tu siglo será el paraíso de los reporteros!
—Pues… más bien no. Yo estaba estudiando periodismo, ¿sabe? Pero lo dejé. Las videoclases…
—¡Videoclases! ¡Bárbaro! ¡Como en los Supersónicos!
—No se crea. Porque pagar un pastizal de matrícula para luego estudiar como en la UNED…
—¿Que en la UNED se estudia así? ¿Oíste? ¡Nada de paquetes de apuntes, ni de libros infumables! ¡Qué maravilla…!
—Bueno, según tengo entendido…
—Y decime: ¿cómo llegaste aquí?
Entonces expliqué toda mi historia. Había venido a una tienda de vintage buscando ropa de los ochenta, porque había comprado una minifalda muy cool y buscaba una cazadora que combinase. Había visto también una camiseta y fui con las dos cosas hacia el probador. La arpía de la dueña lo había cerrado con la excusa del virus, pero me colé dentro. Después de comprobar que la camiseta me caía mal, salí con la cazadora. Y fue entonces cuando vi que la tienda había desaparecido.
—Claro, ahora lo entiendo —dijo Rober—. La dueña de la tienda seguro que sabe que tiene una puerta dimensional en su tienda. Por eso cerró los probadores.
—Bueno, pero si tiene una puerta dimensional funcionará en los dos sentidos.
Ernesto no aventuró ninguna hipótesis. Se limitó a sugerir la posibilidad cuántica de que la puerta existiera y a la vez no existiera. Respecto del teléfono, dedujo que la tecnología necesaria para fabricarlo ni siquiera se había inventado aún.
—¿Y cuánta memoria dijiste que tenía?
—Pues no sé. Es el modelo básico, el de 128 gigas.
—¿Vos sabés la cantidad de armarios que son 128 gigas? Lástima que no sea programable. Hubieras podido alquilarlo al ministerio de Hacienda para poner al día las cuentas del estado.
—No crea. En el siglo XXI, eso solo da para unas pocas fotos —dije antes de despedirle.
Rober, por otro lado, me había buscado un trabajo. Una amiga de su madre necesitaba una interna que hiciera la casa y cuidase a sus hijos. No me entusiasmaba la perspectiva, pero suponía una cama donde dormir y —esperaba— un baño donde ducharse. Libraría la tarde del domingo.
—Veinticinco mil al mes. ¡Un chollo!
—Pero entonces, adiós Penta.
—¿Qué te pasa a ti con el Penta ese? Anda, vámonos a Galerías a comprarte algo decente, que si vas con estas pintas no te van a dar curro. Corre todo de mi cuenta.
—¿Esto no es el Corte Inglés? —dije al entrar en el edificio de Callao.
—¡Calla, que estamos en la competencia!
Salimos de allí con un vestido rojo, ropa interior y un paquete de tampones que Rober miró como algo más marciano que mi móvil. A pesar de todo me sentía muy agradecida con él. Me había comprado una mierda de ropa y me había buscado una mierda de curro, pero era más de lo que ningún hombre había hecho por mí.
—Oye —le dije—. Vamos a estar muchas noches sin vernos. ¿Qué tal si vamos a la librería?
Rober se quedó pálido. Ya suponía yo que nunca había estado con una tía. Me siguió como un corderito. Pero liarse conmigo en el mostrador de la tienda iba contra sus principios. Insistió en que nos metiéramos en el almacén.
Todavía no sé qué me llevó a hacer aquello. Sentía por él una mezcla de ternura y lástima. Mientras abrazaba su cuerpo de niño grande, ayudé a guiar sus torpes esfuerzos. Me echó la cazadora sobre los hombros y compartió conmigo uno de sus cigarrillos. Después, me dio un beso y salió del almacén con su ropa en la mano. Yo me dormí allí, encogida en la manta que olía a él, usando mi bolso como almohada.
= ☆ =
A la mañana siguiente, me envolví en la manta y salí del almacén hacia el baño. Al cruzar el umbral llamaron mi atención los burros cargados de vestidos y pantalones. Corrí dentro, me vestí a toda prisa y asomé de nuevo la cabeza. Era imposible. ¡Había vuelto a mi época! Hice amago de meterme por tercera vez, pero la dueña de la tienda me había visto y ya venía hacia mí para recriminarme el haber utilizado aquel probador cerrado.
—Disculpe —le dije, antes de que abriese la boca— ¿Esto no es 1986?
Eso la hizo sonreír, aunque no logré sonsacarle el secreto de su local bien abastecido de prendas vintage.
Había notado algo extraño en la cara de la dueña y solo cuando llevaba un rato en la calle comprendí qué era. ¡Nadie llevaba mascarilla! Ni siquiera yo misma, pues no se me había ocurrido volver a sacarla del bolso. Pregunté a la gente por la pandemia y nadie supo de qué hablaba.
La última epidemia global, una extraña gripe española, había asolado el mundo a finales de los años 80.
Dedicado a mis compañeros de colegio: Luis, a David y Manada. Y al auténtico Ernesto, que inspiró el de este cuento.