Estoy en casa de mis abuelos, en la salita de atrás, donde solíamos quedarnos los niños y donde nos tocó dormir tantas veces en el sofá plegable. Llega mi hermana y me enseña una carta. Ha escrito M desde México en respuesta a la tarjeta que le mandamos a mediados de diciembre. ¡Qué rápido! No esperaba que llegase la carta allá antes de reyes, ni que contestasen antes de finales de enero.
Vamos a abrir la carta al salón, para mostrársela a nuestro sobrino pequeño. Allí están todos los primos, incluso aquellos que han dejado de hablarse. Dentro del sobre, unos cuellos de tela. Al principio pensamos que son un regalo, pero al ver cuántos hay (una cantidad inverosímil para un sobre que parecía contener solo una tarjeta) nos damos cuenta de que nuestra amiga quiere que se los vendamos acá. La reunión familiar es una buena ocasión para la venta.
Todo es interrumpido por el estruendo de la música a todo volumen. Aparentemente, la ha puesto la abuela. Luego vemos que al lado de ella está mi tío F. Quizá sea él quien ha gastado la broma. Alguno se precipita a apagar el equipo de alta fidelidad. Los vecinos, si escuchan la música, llamarán a la policía. Y verá que estamos ciento y la madre. Huyo a la salita del fondo, cierro la puerta, que tiene una forma de cortina metálica que no recordaba. Me voy también al balcón, cuya persiana cierro. Allí se encierra también mi hermana. Pienso por un momento si no deberíamos cerrar también la segunda puerta de cristal (tiene doble acristalamiento) y quedarnos fuera, pero da cierto vértigo.
Entonces despierto con la conciencia de que todo ha sido un sueño. Hace tiempo que mi abuela no está; mi sobrino no llegó a conocerla. Tampoco está mi tío J, a quien vi en la fiesta. Y, ciertamente, hay detalles inverosímiles, como el sobre lleno de piezas de tela, la extraña puerta de la salita o la posibilidad de cerrar la persiana del balcón desde fuera.
Perdí a mi abuela unas navidades, hace veinticuatro o veinticinco años ya. Recuerdo a mis primo A. y su mujer Y., que entonces trabajaban en Madrid y se albergaban en casa de mis padres, comentando cotidianamente las noticias de la familia. Después, el largo fin de semana del entierro, la multitudinaria misa en Carmelitas, los abrazos de mis amigos de Logroño...
Añoro a mi abuela, y añoro también esa época en que éramos una gran familia unida, una especie de clan. Y aquellos tiempos en que las navidades eran como debían ser.